La dignidad de las putas (Parte II) - Manifiesto Contra Segunda entrega de esta gesta reflexiva que se propone desmontar la moralidad y reivindicar un espacio estigmatizado por las fuerzas conservadoras de la cultura. Lealo, es un buen ejercicio… Por Ha-Shatán Pero, nos proponíamos hablar de algo más de la fascinación, repudio o lo que fuese que la “puta” provoca hacia nuestra sociedad, […]

Manifiesto Contra

Segunda entrega de esta gesta reflexiva que se propone desmontar la moralidad y reivindicar un espacio estigmatizado por las fuerzas conservadoras de la cultura. Lealo, es un buen ejercicio…

Por Ha-Shatán

Pero, nos proponíamos hablar de algo más de la fascinación, repudio o lo que fuese que la “puta” provoca hacia nuestra sociedad, al titular hemos sido claros y hemos utilizado el término “dignidad”, pero aún estamos ante una figura multívoca.

Tenemos en claro que la prostitución es un primer escollo de nuestro viaje que nos provoca cierta dubitación moral. ¿La entendemos cómo una actividad reprochable? ¿Qué sensación nos provoca su actor cotidiano e insoslayable, la “puta”? Vimos que a lo largo de la historia, esta figura hasta genera una cierta empatía, pero… ¿Por qué? ¿Tal empatía deviene de una cierta piedad hacia su condición o, por el contrario, en su condición, la “puta” contiene intrínsecamente un elemento de dignidad que admiramos y, hasta en cierto sentido, nos inspira? Y he aquí que el término “dignidad” se verá despojado de su multivocidad, no hablamos en un sentido piadoso sino que diremos directamente que en la condición de “puta” se dignifica al sujeto.

¿Por qué? Primero, como en todo, debiéramos procurar comprender de qué se trata la labor de la “puta” despojándonos de los acercamientos repletos de prejuicios que solemos hacer a su actividad.

¿Qué es la prostitución? La prestación de un servicio de carácter sexual a cambio de una retribución de carácter económico. En principio, veamos, que lo mercantilizado no es ni la persona, ni su dignidad, ni su cuerpo, ni tan siquiera su sexualidad, solamente se mercantiliza ese “servicio” que ni tan siquiera implica la realización del coito u otra forma de penetración, la condición es el “carácter sexual” y ese carácter debe serlo para el cliente y no para la prostituta. En el devenir cotidiano de la prostitución, los servicios de fetichismo, sadomasoquismo o vouyerismo son moneda corriente, en ellos no sólo que habitualmente no se suele practicar la penetración sino que puede ni tan siquiera haber un contacto corporal directo entre la prestadora del servicio y su cliente, e, incluso, puede ocurrir que esa acción no tenga ningún carácter sexual para la “puta”, la cual, en su subjetividad, sólo estará ataviada de una manera específica, estará lastimando a otra persona o sencillamente dejándose ver por otro en una determinada situación.

Es esto y no otra cosa lo que solemos considerar infamante, pero… ¿Realmente lo es, tiene una diferencia sustantiva con cualquier otro trabajo? Los argumentos a favor de una diferencia sustantiva son tan numerosos como escasos en su solidez. En primer término, se argumentará que la prostitución implica una mercantilización de la persona, lo cual, es absolutamente falso, repetimos, se brinda un servicio que tiene carácter sexual para el contratante y no necesariamente para el prestador, no obstante, supongamos que así fuera y preguntémonos si no es que en todo tipo de labor remunerada no se mercantiliza la persona en igual modo. ¿Acaso la fuerza de trabajo es escindible de la persona que la ejerce? No, no lo es y el obrero industrial no sólo vende su fuerza de trabajo al patrón sino que vende el uso de su persona para realizar tal tarea durante un período de tiempo determinado. No es la prostitución lo que mercantiliza a las personas, en todo caso, es el modo de producción imperante el que hace eso.

Demostrada la endeblez de este argumento, se dirá que la prostitución implica la mercantilización de atributos íntimos e inajenables de la personalidad. Entrando en el absurdo de que mi fuerza de trabajo, es decir, mi capacidad de generar y producir no deba considerarse algo tanto o más íntimo e inajenable que la práctica sexual, aceptando tal absurdo, diremos que eso no se diferencia de otros trabajos. ¿Qué mercantiliza, por ejemplo, un creativo publicitario? ¿No mercantiliza algo tan intangible como su “espíritu creativo”? ¿No envilece su capacidad de imaginación abstracta para vender tal o cual marca de cigarrillos que generará innumerables insuficiencias respiratorias? ¿Qué mercantiliza el gerente de recursos humanos sino elementos íntimos e inajenables de su personalidad en pro de idear nuevas y mejores formas de generar conformismo en los trabajadores de su empleador respecto a condiciones laborales inequitativas? Unos comercian renunciando a su libertad de pensamiento, a su espíritu crítico, a su sentido ético y a su aspiración de equidad, la “puta” tan sólo comercio un servicio que para ellas ni tan siquiera tiene que tener carácter subjetivamente sexual.

Una y otra argumentación es falsa, pero la condición de “puta” sigue siendo injuriante, entonces se señala que esto es por el hecho de mercantilizar su cuerpo. ¿Su cuerpo? Sí, su cuerpo. ¿Qué mercantilizarán los modelos publicitarios y deportistas? Pero… Vayamos más allá… ¿No necesita cualquier trabajador de su cuerpo para realizar la labor en que mercantiliza su persona y los elementos constituyentes de su personalidad? Pero se dirá que otros trabajos no necesitan del contacto físico, o, que no existen riesgos de contraer enfermedades de transmisión sexual. Es cierto, en otros trabajos no se da un contacto físico, en otros no existen riesgos de contraer enfermedades de transmisión sexual, pero, también es cierto que la lista de trabajos donde se comparten similares condiciones es igualmente larga, y, es más, todo trabajo implica un daño potencial para el cuerpo, basta echar un vistazos a las estadísticas de riesgo laboral y observar el enorme índice de graves lesiones vertebrales que genera un trabajo tan aparentemente inocuo como el de oficinista.

Ni la persona, ni los atributos de la personalidad, ni el cuerpo, entonces, debiera ser que la infamia sobre la “puta” deviene del argumento pseudo marxista de constituir una actividad improductiva. Esto es una estupidez, todo aquel que no realice un tarea de carácter industrial sería indigno, pero es más estúpido no comprender que una estructura industrial necesita alrededor una estructura de servicios que la permiten, todo trabajador contribuye así al proceso productivo pues son indispensables para el funcionamiento del sistema en su globalidad. ¿Y las “putas”? También lo son, como veremos luego.

Los argumentos se caen a raudales y dicen que la prostitución de por sí no tiene nada indigno o, mejor dicho, no es más indigno que cualquier otro trabajo, sin embargo, queda la más estúpida de las razones. ¿Cuál? Qué sencillamente es indigno. ¿Por qué? En primer lugar, desvirtuemos la zoncera que “el trabajo dignifica al hombre”, sólo un descerebrado que jamás dependió de la relación laboral puede afirmar tal idiotez. Lo que dignifica o no dignifica a un ser humano no es su actividad laboral necesaria para su subsistencia en un sistema mercantilista, la dignidad vendrá dada por su accionar hacia el prójimo y hacia la sociedad que lo contiene, el trabajo, en todo caso, no es más que el medio de que se sirve para obtener los recursos materiales que le permiten obrar en las actividades y accionar que lo dignificarán o no como persona. En tal sentido, no hay ningún tipo de actividad laboral que sea digna o indigna por sí, sólo nos habla del lugar que a cada individuo le ha tocado, que supo o que pudo ocupar dentro de una estructura social perfectamente autoconcentrada.

No hay nada indigno en la prostitución, o no hay nada más indigno que en cualquier otra actividad laboral, pero, sin embargo, sigue siendo infamante. ¿Por qué? Es tan obvio que resulta ridículo decirlo, es por el “carácter sexual” de su servicio. No entendemos indigno que alguien entregue su esfuerzo, su subjetividad y su salud a cambio de un jornal miserable, hasta pareciera apetecernos heroica esa entrega acrítica a la explotación cotidiana y permanente, incluso, soportamos que la fantasía marxistoide que en esa masa embrutecida de conformismo reducida al papel de una simple máquina radica la fuerza motriz del progreso humano. Esa es la digna “clase trabajadora”, y, la “puta” es la indigna… Parece ridículo, pero así es la lectura superficial.

Es que la sexualidad humana va a contrapelo de su naturaleza, en un rápido vistazo al resto del reino animal veremos que la promiscuidad es la regla insoslayable. No es el caso de la sexualidad humana, por muchos motivos, varios de ellos puramente culturales, asentados en esa extraña categoría de nuestro “razonamiento abstracto” que ha hecho divergir nuestras normas relacionales de las imperantes en la naturaleza. Estas, no son ni buenas ni malas, simplemente son hechos del ideario construido como seres humanos y, si bien no son inocuas, podemos considerarlas imparciales. Empero, existen otras razones que poco tienen que ver con las puramente culturales sino que devienen de un carácter práctico y un espíritu conservador del sistema económico.

Al relacionarnos de modo diferente al resto de las especies animales, es lógico que nuestra sexualidad también tome una divergencia pero no es de ningún modo lógico y mucho menos natural que nuestra sexualidad se somete al criterio de productividad. ¿Productividad? Sí, productividad. La sexualidad humana parte de la productividad. ¿En la naturaleza resulta extraño observar dos animales del mismo género practicar jugueteos que rozan lo sexual? Para nada, es más, el sometimiento físico e incluso sexual de un macho por otro ocupa un lugar clave para el equilibrio de una manada, pero la homosexualidad para los humanos es un tema que ha sido largo tiempo tabú. ¿Por qué? Porque nuestra sexualidad ha sido subordinada a la productividad.

Nuestra sexualidad debe servir a la producción, debe generar nuevos trabajadores y, por tanto, debe estar dirigida exclusivamente a la fecundación. El placer sexual por sí mismo se nos torna tabú y, por consiguiente, indigno, nuestra natural libido debe anularse, entonces la masturbación es indigna, la homosexualidad es indigna y el propio placer sexual es indigno. En otros términos, lo sexual es indigno, y, la “puta” representa precisamente lo sexual.

Pero no acaba allí, nuestro modo de apropiación también se ha tornado diferente a lo natural. En la naturaleza, la apropiación es colectiva por regla, apropia el grupo, la manada, no así en la sociedad humana donde la apropiación es privada y privativa, es aquí que nuestra visión de lo sexual es inescindible del concepto de propiedad. Si la apropiación es privada y privativa, debe también garantizarse la transmisión hereditaria de esa propiedad, entonces, la sexualidad no debe ser sólo productiva y orientada a la fecundación, sino que también debe ser previsible. ¿Cómo es previsible? Restringiendo la sexualidad de quienes procrean e incluyéndolas como propiedad a ellas mismas, más claro aún, se restringe la sexualidad de la mujer y se la reduce al rol de objeto plausible de apropiación. ¿Para qué? Tan sólo para garantizar la línea sucesoria de la herencia.

Vemos que la sexualidad “digna”, precisamente, nada tiene que ver con la dignidad sino que más bien es todo lo contrario, hablándonos de alienación, sometimiento y reducción de la persona a objeto apropiable. ¿Pero cómo sostener algo que es a todas luces contrario a nuestra naturaleza? He aquí que la “puta” cumple su rol, permite canalizar “civilizadamente” nuestra naturaleza sexual y resulta en consecuencia un eslabón imprescindible para el sostenimiento del sistema social en que vivimos.

¿Qué tiene de indigno la labor de la “puta” si es clave para mantener el orden social en que vivimos? Nada, diríamos, o, nada más indigno que cualquier otra labor. No faltará que argumente que precisamente esa tarea es indigna por contribuir a sostener un “status quo” que es indignante para la condición humana en sí. Es cierto, pero también lo resultaría la labor del obrero industrial que diariamente incrementa lo que su patrón apropiará privativamente, y, no sólo eso, en la labor del obrero industrial, su función sostiene directamente el “status quo” y no lo contradice. ¿Ocurre así con la “puta”?

No, nada de eso, por ahora basta decir que no hay nada intrínsecamente indigno en la labor de la “puta”, pero, como señalamos más arriba, nos atrevemos a decir que en la condición de “puta” se dignifica al sujeto y para eso deberemos desandar más camino…


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