Ensayos | Fe racional - Los sacerdotes de la ciencia quieren convencernos que la razón puede alcanzar límites insospechados de sabiduría. Desde sus estrados apuntan sobre las creencias como formas inferiores del saber. Aquí, nuestro compañero apunta sobre la ciencia y la hermana a la fe. No es un texto original, pero sí oportuno.

Los sacerdotes de la ciencia quieren convencernos de que la razón puede alcanzar límites insospechados de sabiduría. Desde sus estrados apuntan sobre las creencias como formas inferiores del saber. Aquí, nuestro compañero apunta sobre la ciencia y la hermana a la fe. No es un texto original, pero sí oportuno.

Por Augusto Incrédulo Estigarribia

Sería algo grato y consolador que la verdad sea dada como un existente asible, un elemento posible de agarrar, con más o menos facilidad, al alcance de la mano. Ahorraría muchísimas discusiones y solucionaría infinidad de problemas. Miles de charlatanes quedarían al desnudo, sin trabajo, y muchos otros especialistas recobrarían nuevos prestigios. El mundo estaría simplificado de tal forma que, seguramente, no se tardaría demasiado en aburrirse hasta el hartazgo, llegando al hastío más insoportable, con una planicie insistente delante de nuestros ojos, sin obstáculos grandes ni conflictos motivadores. Sería, en serio, una soporífera pesadilla. Afortunadamente la verdad entendida como relato fidedigno que da cuenta certeramente de lo real, la verdad como una suerte de construcción netamente científica, esa verdad pertenece sólo al feble sueño humano, pero no es más que eso. Esa verdad terminante, cerrada, incuestionable, perfecta en su redondez ilesa, sin huecos, pequeñas hendijas por donde se filtre la duda, es un imposible. Una linda promesa que la cultura occidental insiste con enrostrarnos de un modo tentador. Una ironía de la razón sabihonda, lastimada en su orgullo.
La duda es implacable, el beneficio que impide la absolutidad de la justicia. Algo justo es algo sobre lo que no se puede dudar; un hecho que, una vez revelado, demuestra por sus propios medios su autenticidad. Es el objetivo de la ciencia que, a pesar de eso, no asegura ser factible. La Justicia, mayúscula, es una y la misma con aquella pretendida Verdad, también mayúscula y perfecta. La penalidad muestra su fracaso en sus ambiciones de ecuanimidad y debe asumir su raíz suculenta y arbitraria. La justicia es arbitraria, injusta. Su única justicia es la de la fuerza del poder que su propia institucionalidad obtuvo y posee casi místicamente para legitimar sus actos.
Para ser absolutamente justa, como una réplica mundana de la justicia divina, sus dictámenes deberían ser inobjetables. Su fallo, eterno y verdadero, suprimir cualquier posibilidad de pregunta. Sería el dominio total de lo real, la definición desde una posición superior, donde el todo sea visible y pueda tomarse posición desde una absoluta neutralidad: la neutralidad divina. Esa justicia, esa verdad absoluta, es la verdad de Dios, demasiado ambigua e indemostrable como para ser la piedra inaugural de la civilización humana. Eso demuestra la coherencia de hesitaciones y flaquezas, los temblequeos continuos en sociedades definidas desde la flojera.
 
La lengua es la entregadora
El hombre, sin embargo, es un ser hablante y, en tanto tal, se maneja con símbolos que abren las puertas a un nuevo universo imaginario, una reproducción de lo real que no necesariamente es auténtica. Es una reproducción subjetiva –aunque no por eso plenamente independiente y creativamente libre– de la objetividad circundante; un mundo, en cierto punto, fantaseado, que determina singularmente el modo de ver y sentir las cosas. La sensibilidad del encuentro con el mundo objetivo, que provoca reacciones nerviosas, se metaforiza, se envasa en signos que se esquematizan, se organizan y pasan a funcionar como rectores del pensamiento, una sutil y silenciosamente asimilada guía que condiciona mudamente los pasos futuros. Es desde ese canon autoritario –establecido desde una autoridad e impuestos a los demás– que se realizan las subsiguientes valoraciones morales, desde las que se estipula axiomáticamente las cosas y situaciones del mundo.

Es por esa irregularidad, entonces, que lo real no puede ser trasplantado eficientemente, copiado en símbolos y sonidos que signifiquen con fidelidad. Esa adhesión es por completo violenta y, por eso mismo, se abre el beneficio de la duda. Ese universo imaginario nos permite desconfiar en que todo es una gran farsa, un artero montaje de la ilusión que juega con nuestras expectativas; por más pruebas que existan, ese resto de duda está siempre presente. la desconfianza es inagotable y nos obliga a caer en una secuencia de demostraciones infinitas, la necesidad de desmentir una a una, con evidencias científicas, cada objeción, cada pregunta, cada duda emergente, hasta nunca acabar. Esa verdad grande y omnipresente, esa justicia absoluta, son capacidades que suenan más al repertorio sobrehumano, virtudes de un ser extraterreno. Se asientan, en última instancia, en un impulso de fe. La ciencia es, en definitiva, una especie más sofisticada de fe. Cuesta remitirse, por esta misma razón, a una suerte de inviolabilidad científica de las leyes, una autoridad que escala hasta niveles superiores, por el hecho de haber sido labradas, escritas, establecidas de modo magistral por el preclaro espíritu racional del hombre. Así, la razón, elemento de autonomía, guarda para sí una puridad exclusiva, una confianza ciega en sus virtudes que da por sentado el carácter puro y justo de sus dictámenes.

El hombre, ser entregado al fervor incontenible de sus pasiones, puede librarse de esa marea de inconsistencias bárbaras mediante el uso responsable de la razón. Al parecer, la razón es el escape que el hombre tiene para salvarse de la esclavitud pasional, romper las limitaciones de su entorno y encontrarse, en efecto, en un recinto aislado y pacífico, desde donde puede pensar seriamente y con dedicación. La razón, entonces, es la identidad libre del hombre. Sólo ahí, en el gabinete de la racionalidad, el hombre se encuentra consigo mismo, en su expresión más alta y límpida.

El concepto es el tirano

Ese despojo cartesiano de la circunstancia que encierra al hombre en su propia conciencia, es el sueño primero que motiva las sucesivas abstracciones que edifican la vaporosa cultura occidental, el particular universalizado. Sobre esas arenas inestables se levanta intransigente la racionalidad espiritualista que acentúa el último tiempo histórico. Es ese hombre occidental, profundamente convencido de los valores trascendentes de su razón, feligrés de la ciencia, el que escribe las leyes y organiza las sociedades. Ese hombre, en apariencia prudente, que se asume cándidamente como libre y soberano de sí mismo, en realidad se enajena a sus propias elaboraciones, se trasfiere a la impersonalidad de sus confecciones racionales.

El concepto lo aplasta y domina. Con el pensamiento genera conceptos abstractos, bajo los cuales, luego, subordina su propia voluntad. Para mayor catástrofe, este hombre no es un hombre absoluto, una instancia intermedia, asimismo abstracta, que define las condiciones medias inmanentes a todos los hombres; es, por el contrario, un hombre, que hace las veces de entidad colectiva, para representar a aquellos selectos que se ven favorecidos con tal legalidad establecida, los que salen ganando con los conceptos abstractos que dibujan el orden impuesto. Ese hombre es el que aprovecha la relación de fuerzas a su favor; o, quizás, algo más benévolamente, obtiene prerrogativas involuntariamente, queda en posición de privilegio por oportunismo o simple casualidad. La lucha fragorosa e interminable de fuerzas dispone un orden, del cual no hay responsables totales o, en todo caso, lo son todos en su interacción.En definitiva, lo cierto y relevante es que una legalidad específica, elaborada supuestamente desde la ecuanimidad especialista de la inteligencia, que se injerta forzosamente a una realidad social, encarna no otra cosa que la sumisión del hombre a entidades abstractas y, en términos concretos, el privilegio de un grupo feracionalpuntual de hombres –pese a todo, igualmente esclavos de la abstracción- sobre los demás.

La ley es la cárcel

Cualquier ley emerge del enfrentamiento del hombre con la materia, desde esa apelación, desde ese intercambio, por lo tanto, posee las características apropiadas a la situación del lugar donde se elabora, la forma determinada que ese hombre elabora, con sus limitaciones, en ese espacio concreto, material. Traspasarla a otro sitio, es un abuso idiota que solo trae consecuencias negativas. Difícilmente las leyes de un lugar funcionen correctamente en otro lugar, porque son las costumbres, los hábitos desempeñados en función del clima, la extensión del territorio, la demografía, el género de vida de los lugareños y, fundamentalmente, los intereses, deseos y proyectos de quienes la ejecutan, lo que establece su carácter. La imposición de una ley parcial, hecha por un particular, a la totalidad, es ya una acción nuclearmente violenta, cuando esa ley no surge de la propia realidad social y llega como un modelo copiado desde afuera, el atropello se multiplica. Ese es el mayor absurdo de los patrocinadores de la institucionalidad: apoyados ingenuamente en su fe racional, invocando una fantaseada justicia absoluta, creyendo resguardar el orden –también como concepto total, hermético y unívoco, como algo dado- y pugnar por el bien común, no hace más que imponer violenta, aunque sibilinamente, su propio orden, la legalidad institucional que a ellos los favorece o, en el peor de los casos, una institucionalidad prestada, traída de los pelos a través del atlántico, implantándola, en un delirio de racional abstracción, en una realidad social divergente, que se rehúsa a tolerarla.

Las instituciones son la ficción

La institucionalidad democrática es el violento precepto que solventa la dominación actual; el argumento, que se dice humanista, por el cual se desfalca la soberanía nacional y se introducen las lógicas universales. Es, en definitiva, nuestro pasaporte a la globalización. Esa suerte de humanismo leguleyo es genuinamente anti-humanista, ya que reduce al hombre a una mínima y maleable posición; un escalón denigrante donde ni siquiera es capaz de adueñarse de su ejercicio de pensamiento y queda alienado a las consignas de su razón divina. Es el hombre religioso de la racionalidad abstracta, condenado a una fe tremenda e impúdica, el hombre emergente de la abstracción capitalista, que en su afán expansivo no respeta fronteras ni reconoce identidades y, cuando lo considera racionalmente necesario, no le tiembla el pulso para asesinar inocentes o aniquilar un pueblo entero.

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