Cuando la ética aburre y censura - Manifiesto Contra   Los remilgos éticos volvieron a cobrar protagonismo interponiendose en las expresiones artísticas. Tanto Occidente como el mundo islámico mostraron su anacronismo y su profundo reaccionarismo moral en diferentes episodios. La película «antiislam» y el poema de Günter Grass como epígonos de la mediocridad ética como limitación de la creatividad. Por Lucas Paulinovich […]

Manifiesto Contra

 
Los remilgos éticos volvieron a cobrar protagonismo interponiendose en las expresiones artísticas. Tanto Occidente como el mundo islámico mostraron su anacronismo y su profundo reaccionarismo moral en diferentes episodios. La película «antiislam» y el poema de Günter Grass como epígonos de la mediocridad ética como limitación de la creatividad.


Por Lucas Paulinovich

 
Allá por abril del 2012 recibíamos la noticia de que el singularísimo Estado de Israel declaraba persona no grata al escritor alemán, premio Nobel de 1999, Günter Grass. ¿El motivo? Un poema que decía –simplemente- algo tan disparatado y provocador como que Israel es una potencia atómica de dimensiones impensables y que constituye una verdadera amenaza a la humanidad, dada sus constantes amenazas de atacar nuclearmente a la República Islámica de Irán y el enorme poder que concentra –en alianza con las grandes potencias occidentales- en una zona de permanente conflicto por las intervenciones extranjeras.

Concedo que suena extraño que un país, en pleno siglo XXI, se disponga a censurar y prohibir a un autor por su producción artística. Pero es la más cruda y conmovedora realidad. Y cuando podríamos pensar que se trata de uno de esos curiosos privilegios de las mentes occidentales –tan amantes del progreso, nosotros- nos encontramos, meses más tarde, con que el mundo islámico alza su grito estruendoso contra un film en donde se esbozan algunas críticas a su religión (que no por ser enemiga del imperialismo occidental se ahorra patetismos y anacronismos).

“La inocencia de los musulmanes” se titula la película (atribuida a Sam Bacile, seudónimo de Mark Basseley Yusef) que provocó las furias del fanatismo religioso que se permite imponer doctrinas y sancionar con amenazas de castigo eterno y cuestiones por el estilo, pero no tolera que se señalen sus contradicciones. Pero occidente -¡tan liberal!- se permite la libertad de expresión solo cuando se trata del cuestionamiento de algún otro cultural (lo que le permite en fortalecimiento de la identidad imperial y la acumulación de poder hacia dentro de la disputa geopolítica en un escenario global… No seamos inocentes de creer que se trata de algo parecido al “respeto”, la “convivencia” o la “diversidad” (conceptos tan etéreos como desconocidos en la práctica de las relaciones materiales).

«Si Occidente afirma que insultar al profeta es parte de la libertad de expresión, entonces, ¿por qué por una simple cuestión histórica ellos la reprimen y encarcelan a los investigadores e incluso amenazan a toda la nación iraní?», apuntó Mahmoud Ahmadineyad, tan cuestionado desde las usinas simbólicas de Occidente por su cuestionamiento a la idea de Holocausto en relación al asesinato masivo de judíos por parte del nazismo (mucho menos conocida y pensada desde la rigurosidad intelectual que condenada desde el espanto irreflexivo que impone el humanismo para sentirse una “buena persona”). Es cierto que el líder político de una nación donde aún se apedrean a las mujeres como castigo y se regula firmemente hasta en la forma en que uno debe vestir, no es el mejor ejemplo de mentalidad abierta. Pero –por lo menos- se trata de no señalar en el otro lo que uno es incapaz de cumplir –ese ejercicio de imputación a lo extraño, desde occidente, durante muchos años, se lo llamó, muy académicamente, antropología-.  

Tal es así que la sola insinuación artística que realizara Grass en su poema “Lo que hay que decir” mereció las más concienzudas condenas por parte de las autoridades del occidental estado israelí que, para sumar terror a los dichos, recuperó la confesión de haber tenido un juvenil y fugaz paso por la 10ª División acorazada SS Frundsberg, que el Grass realizara en “Pelando la cebolla”. ¡Las revelaciones de un nazi confeso y orgulloso! Nada más hay que agregar para invalidar y deslegitimar una obra. Particular reparo moralista de una nación que lleva adelante una venganza histórica contra un pueblo inocente que es invadido y masacrado con una burocrática y macabra cotidianeidad (advertencia para despistados: estamos hablando de las prácticas genocidas de Israel sobre el pueblo Palestino)… algo así casi como que un asesino se indigne porque la víctima lo insulta y lo escupe mientras él le rebana las tripas. 

Pero hay algo innegable: tanto el poema de Grass como la película antiislámica son ofensivas… y lo son en tanto y en cuanto articulan un discurso que interpela directamente la realidad. Uno de sus rasgos artísticos más notorios, en tanto producción simbólica a partir de la realidad, es lo que despierta los odios… y esos odios cobran vigor en la medida que la obra artística desnude esos hechos reales rescatados. Son, precisamente, esos hechos (que se reconozcan abiertamente, sin intermediaciones ni eufemismos) los que generan el odio, no tanto el poema o la película.

 
¿Y por qué deberían prohibir la circulación de una producción artística, por más ofensiva que fuera, si la democracia se reconoce como esa especie de paraíso de la libertad de expresión, donde todos, libremente, pueden expresar sus opiniones y puntos de vista? ¿Hay algo que pueda asimilarse más a la mentada “libertad de expresión” que la libre verbalización racional de las apreciaciones sensibles? Dirá –algún purista- que está todo muy bien con la libertad de expresión, pero estas producciones incitan al odio y eso no puede tolerarse por el beneficio mismo de esa libertad… pero, ¿conoce alguien algún texto que incite más al odio y a la violencia que los textos religiosos? ¿hay alguna producción literaria que sea más terrorífica que aquella que amenaza con condenas eternas, calvarios interminables y abominaciones múltiples a quienes no cumplan una serie de regulaciones tan estrictas como prácticamente insostenibles?

¡Cállate, cállate, que me desesperas!

¿Hay mejor publicidad para una obra artística que el señalamiento de su carácter nocivo y peligroso? ¡Nada más tentador que ver de qué se trata eso que está prohibido! Pero el humanismo eticista, tan entretenido con sentirse conforme con su grado de bondad, no reconoce las contraindicaciones de sus propias recetas. Ese humanismo eticista cobra sus modalidades de acuerdo a la geografía donde emerge y se constituye culturalmente, pero –además de ser una gran patraña para calmar conciencias hipócritas y cubrir grandes atrocidades- presenta algunos rasgos constantes en cualquier horizonte. Y esa línea indiscutible es la trazada por la serie de principios abstractos y confusos que se disponen como categorías normalizadoras y reguladores del comportamiento social. Son conceptos abstractos que reflejan una serie de conductas asumidas colectivamente y que constituye lo que está “bien” y lo que está “mal”, pero esa constitución es tan arbitraria como desfalleciente: solo sirve para mantener intactas ciertas estructuras inferiores de la vida social, mientas en las instancias superiores la voracidad y la violencia funcionan sin mayores encubrimientos. 

Quien ose rasgar algunas de esas vestiduras éticas, poniendo a prueba esas categorías convencionalmente aceptadas y dadas por naturales, universales y eternas, está zanjando una necesidad del propio orden: la necesidad de hacer creer que las personas actúan movidos por el “bien” y que esos valores son el motor de las relaciones sociales, lo que es muy útil para ocultar la verdadera trama de intereses materiales –y muy poco éticos- que sin ninguna delicadeza se contradicen con toda violencia y dan vida al sistema social. Por lo tanto, la tan romántica libertad de expresión necesita de las limitaciones propias de su condición de pieza simbólica dentro de un marco de dominación material: debe haber libertad de expresión en ese terreno de abstracciones, donde uno puede acusarse más o menos amigablemente de actuar con buena o mala fe, pero que en nada excavan sobre las contradicciones materiales que conforman estructuralmente esas diferencias.

Lo que Günter Grass y la película antiislámica fue meter el dedo en la yaga, ni más ni menos: denunciar una contradicción material desde la creación artística. Y la censura, en estos casos, es una necesidad: el arte libre no puede permitirse, porque la creación liberada es demasiado peligrosa, ya que acostumbra a cobrar vuelo y comenzar a preguntarse acerca de lo que está perfectamente establecido como lo “obvio”, lo “normal” y lo “dado por naturaleza”… en este caso, la tan variante y particular “naturaleza de Dios”. Pero, ¿no era el arte aquel lugar donde la expresión viva del espíritu humano se hacía lugar y se expandía sin ataduras, restricciones o modestias? Ese humanismo eticista necesita de un arte respetuoso… algo tan ridículo como pedirle abstinencia sexual a una pornostar.

Estos bonachones eticistas nos piden la búsqueda de consensos para la convivencia pacífica… como si convivencia pacífica no fuera el segundo nombre de la conservación de las desigualdades y consensos no sea otra forma de llamarle al ejercicio de generalización de la idea de tiempo y la imposición a todos por igual, normatizando el modo de relación de las personas con el mundo que las rodea y, por lo tanto, manteniendo un determinado control. Las contradicciones materiales, la atroz disputa de fuerzas que conforman el orden social, sin embargo, no reconoce ningún consenso ni promueve ninguna convivencia pacífica: hacerlo sería autodestruirse. Y cuando el arte se toma el atrevimiento de interpelar esa instancia cruda y carnal del mundo, es necesario hacerlo callar… porque hay que ser “buenas personas” y “respetar” a los otros y así viviremos felices y en paz, comiendo perdices.

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