Cuentos | Las inspiraciones del gran Melaño - Por Brusco Marechal

El hombre ha cultivado sus fuentes de inspiración a lo largo de la historia; de manera infructuosa, creyó, con eso, redimir sus falencias y ser dado a las prácticas del arte. En su carrera los logros se vincularon con las derrotas, y entre las brumas de los días y ácido modismo del presente, fue imposible alguna vez volverlas a diferenciar. En eso, aquel hombre, justifica su continuidad.


La búsqueda de la inspiración es una tarea que secretamente desenvuelven todos los artistas. La pesquisa silenciosa y hasta, quizás, inconsciente de las fuentes de deseo que impulsen el proceso creador es una permanente práctica en aquellos que tienden a las actividades sensibles.

Roberto Melaño, asumiendo conscientemente su naturaleza, era un fanático emprendedor de fuentes de inspiración. Sus cuadernos de apuntes así lo dejan a entender, repletos de señaladores y pequeñas anotaciones acerca de situaciones que supieron despertar el interés creativo del paradigmático escritor.

De cualquier manera, transcribir todas y cada una de esas anotaciones sería, además de tedioso, absolutamente inútil: la mayoría de ellas carece de sentido e, incluso, son de dudosa inteligibilidad por cualquier miembro de la especie racional.

Quizás nuestro hombre haya sido portador de algún íntimo código reservado a sus exclusivas facultades intelectuales (en cierto punto, todos tenemos nuestro propio código, reservado y definitorio). Sin embargo, dadas las pocas luces del mentado autor, es dudoso que eso haya ocurrido, considerándose más probable la opción del desquicio frenético por el cual Melaño realizada anotaciones absolutamente incoherentes y trazos desordenados, tal y como un niño dibuja firuletes incomprensibles creyendo representar una gran retrato de sus padres.

Entre esas glosas de insondable intrascendencia, aparecen algunas historias redactadas con meridiana corrección y que nos aleccionan en cierto punto acerca de cuáles eran los detalles existenciales que a Melaño llamaban la atención y en qué aspectos de los acontecimientos recalaba para disparar sus producciones artísticas.

A continuación retratamos cinco de esas historias que a Melaño supieron despertarle su pulsión creadora:

El Rincón de los Hombres Solitarios 

En el bar Castillejos había un espacio reservado para los hombres que siempre llegaban solos. Le llamaban el Rincón de los Hombres solitarios. Era un lugar oscuro y tenebroso, apartado de las demás mesas en donde las luces se congraciaban con los visitantes y el bullicio de las voces sugería conversaciones fluidas y animadas.

En aquel reducto de la zozobra y la congoja, nadie hablaba. No se emitían sonidos desde aquel manto de opacos sufrimientos. Semejante mudez sepulcral llevó a que los desconfiados dudaran de la existencia cierta del mismo. Sin embargo, ninguno de los que llegaba al bar Castillejos quería acercarse al Rincón de los Hombres Solitarios.

Los más crédulos, sin embargo, afirman que por las madrugadas, cuando el gentío comienza a retirarse y solo quedan rezagados los borrachos y las damas a la pesca, desde el Rincón de los Hombres Solitarios se oyen quejidos y llantos reprimidos. Nunca nadie pudo dar mayores detalles al respecto ni se escucharon aún experiencias más claras y explicativas.

La historia cuenta que aquel retiro, anegado en la tristeza y la penumbra, poseía una extraña maldición: cualquier persona que lo pisara sentía inmediatamente que su cuerpo era invadido por una irrefrenable angustia que aniquilaba todas sus esperanzas y lo hundía en la más insalvable depresión. Desde entonces la lobreguez lo abordaba eternamente y nunca más podría volver a sentarse en las sillas iluminadas del bar. Todo el que iba al Rincón de los Hombres Solitarios jamás volvía.

Hubo solo un par de casos que, por su extrema tragedia, sirvieron de lección para que todos los clientes del bar supieran que no debían rondar los límites del Rincón de los Hombres Solitarios. Los suspicaces de siempre produjeron unas cuentas versiones para refutar los hechos. De todos modos, ninguno de ellos juntó el coraje suficiente para comprobarlas empíricamente.

Algunos afirman que de tanto escaparle a tan tenebroso lugar, la clientela habitual del Castillejos terminó por ignorar completamente su existencia, y al cabo de algún tiempo, ya nadie más hablo del Rincón de los Hombres Solitarios.

Hoy su existencia pertenece al registro de las leyendas y no hay nadie que se atreva a desmentirlo terminantemente. Si uno acude al bar Castillejos, puede notar las sombras que envuelven uno de sus rincones más alejados. Quizás ahí, entre suspiros y lamentaciones, aguarden cientos de hombres apenados la llegada del próximo sufrido.

El Repartidor de Trompadas 

Las costureras y los sindicatos siempre desestimaron el fenómeno hasta el punto de considerarlo algo absolutamente secundario. No creían que el personaje guardara la singularidad suficiente para merecer los respetos de la divulgación masiva. El convertirse en mito es solo proeza de los casos más peculiares y solo es la negación popular a escuchar y creer lo que puede evitar que un mito emerja. Si esa reacción es solo cosa de unos pocos, la contundencia del mito se estampa por siempre en el imaginario colectivo.

Esa pueblerina trascendencia tuvo Arnoldo Castillo, más conocido como el Repartidor de Trompadas.
Grandulón y torpe, desde su más tierna infancia se vio excluido de los juegos infantiles, marginado por su irrevocable brutalidad. Escalaba al metro ochenta y pesaba 95 kilos con tan solo 8 años. En su inocencia, ignorando la desproporcionada grandeza de su cuerpo, se movía como un infante y pretendía asimilarse a los comportamientos propios de los suyos. Decenas de compañeritos se vieron afectados por su fuerza: quebraduras de primer y segundo grado; lesiones faciales; moretones de una extensa amplitud cromática; machucones; raspaduras.

Donde estaba el pequeño Arnoldo, seguramente había algún niño llorando. De esa manera, fue padeciendo la expulsión de los diversos grupos y quedó desplazado al triste papel de grandote intratable.

Como venganza, y perseguido por un poderosísimo afán de justicia, se asumió la función de protector de los débiles. Los niños más enclenques y debiluchos acudían a él en solicitud de resguardo. Cuando alguno de los abusones los maltrataba, les tendía brumas pesadas y humillantes o les robaba la comida o las monedas para comprar en la cantina, iban hacia el banquito donde siempre esperaba Arnoldo que el destino se apiade y le tienda una mano, le comunicaban lo sucedido y le pedían ajusticiamiento.

No era tonto Arnoldo y al cabo de unas cuantas apretadas y otros tantos cachetazos, dejando en ridículo a los compadritos de la primaria, aprovechó la reputación ganada entre los embromados y empezó a cobrar por sus tareas.

Un peso valía el apuro y la provocación. La tarifa subía a 2 pesos si se volvía necesario aplicar algún sopapo aleccionador, y cuando se trataba de apremios colectivos, podía llegar a cobrar hasta 5 pesos. En solo unos pocos meses, Arnoldo había amasado una pequeña fortuna para esas dimensiones infantiles. Pero, lo más importante, se había ganado el nombre del Repartidor de Trompadas, el terror de los injustos.

Dicen los expertos que las vocaciones se adquieren de chicos, cuando se producen las primeras actividades que generan placer. Un niño, a los 9 o 10 años, en sus más íntimos socavones, sabe perfectamente a qué se quiere dedicar y por dónde le va la vida. Arnoldo sabía que las fatalidades de la genética y la sociología lo habían condenado a ser por siempre el Repartido de Trompadas. Y así se mantuvo, durante los años, repartiendo piñas y apuradas a los más innobles que querían aprovecharse de los desventajados. Era su pequeño acto de justicia contra la injusticia que le tocó.

Sin embargo, las necesidades económicas y las urgencias sociales lo obligaron a abandonar sus rectos principios y ceder ante las tentaciones de tantos oportunistas que se le acercaban, ofreciendo plata y diamantes, para que cumpla con tareas no tan nobles ni tan justas. Por temor a las reprimendas del Repartidor de Trompadas, los injustos casi que habían abandonado plenamente su actividad. El trabajo escaseaba y, a riesgo de caer en la extrema pobreza, el Repartido de Trompadas, comenzó a ofrecer sus servicios a quien viniera a buscarlo con unos cuantos billetes en sus bolsillos.

De este modo, algunos amantes desairados le pagaban orondas cifras para que chiflara o abucheara a las mujeres que los habían abandonado por las calles; patrones asustados le regalaban cientos de productos y viajes con tal de que arredrara a sus obreros que reclamaban; y los obreros le daban parte de sus ganancias para que fuera a casa de los patrones y los amenazara.

El Repartido de Trompadas se convirtió en un cumplidor de deseos en aquel alejado pueblo. Quien quiera algo, bastaba solo que le pague al Repartido para conseguirlo. El pueblo, de su mano, se convirtió en un infierno de delitos. Cada uno de los habitantes había mandado a cometer alguno y, en las ansias desbordadas, no se salvaban ni amigos ni parientes. No hubo límite alguno: robos, secuestros de famosos, escraches en actos públicos, avanzadas a viejitas indefensas, cachetazos, patadas. Pero nunca jamás calzó un arma de fuego o de cualquier tipo. Tal vez enterado de esto, su verdugo lo esperó con una pistola bajo la campera. Cuando el Repartido de Trompadas se acercó, le disparó. Tuvo que soltar diez ráfagas para acabarlo.

Cuentan los investigadores del caso lo descubrieron, aquel hombre que mató al Repartidor de Trompadas y puso fin a la sombría saga de latrocinios, debió marcharse del pueblo, perseguido por los insultos y las broncas del gentío.

El loquito de la calle Libertad 

Quienes conocieron al viejo que se paraba en la calle Libertad, pasando la esquina de Independencia, recomendaban tenerlo bien lejos. Su historia sobrevivió gracias a las destrezas del preocupado sereno de un edificio que encontró un manuscrito y, sin leerlo, lo guardó misericordiosamente durante 35 años. A su muerte, los abogados lo encontraron entre sus pertenencias y Arquímedes García, el estudioso de lo banal, se lo apropió. Sus investigaciones quedaron grabadas en su obra Aquel Loquito de la Calle Libertad.

Esos espinosos relatos cuentan que el viejo gritaba consignas apocalípticas e invitaba al placer y al desenfreno. Era odiado y despreciado por los caminantes distraídos que paseaban por aquella desdichada calle, sin percatarse de los jacarandaes floridos ni de las fachadas de las casas distintivamente decoradas por sus habitantes –absolutamente contrapuestas con las inexpresivas casas de moldes de otras calles-.

Vestía una camisa roja punzó con flores multicolores estampadas desordenadamente, un pañuelo amarillo y verde, zapatillas desatadas y un gorro de una forma extrañísima. Los niños que por ahí andaban le sacaban fotos para después armar afiches y pegarlos por toda la ciudad burlándose del viejo; los adultos pasaban con mirada despreciativa; y los ancianos preferían no cruzarlo y tomaban otros recorridos. Las ancianas parroquianas organizaron cientos de rezos y de misas para pedir que aquel viejo inelegante se vaya y deje limpio y puro aquel pueblo de gratos piadosos. Él, sin reportar interés alguno, continuaba con sus prédicas: <<Oh, grandísimo Dionisos, nuestro salvador, perdona la santidad de estos devotos y haz que el pecado nos traiga tu gracia>>. Desesperadamente el viejo invocaba la lujuria y advertía que las pudicias llevarían al averno. <<Una nube de desgracias caerá sobre este pueblo el 25 de septiembre de 1987 y morirán todos sus piadosas almas y se quemarán por siempre en los insoportables recintos del tortuoso cielo>>, exclamaba.
Nunca nadie lo escuchó. Sin embargo, el viejo fielmente prosiguió con sus vaticinios. Los placeres siguieron siendo una ignorancia y la calle Libertad un sitio de disgusto.

El 25 de septiembre de 1987, ante la desatención de los piadosos que sus plegarias cotidianas realizaban, una enorme burbuja roja furiosa cayó sobre el pueblo y lo hundió en la desaparición. Nunca más se supo nada de aquel lugar ni de ninguno de sus habitantes. Los valientes que se atreven a visitar el lugar donde, según geógrafos y ferreteros, se ubicaba aquel pueblo de fieles, cuentan que en un determinado lugar, cuando uno anda distraído, puede escucharse una voz carrasposa y lastimera que dice: <<Yo avisé>>.

El amante porfiado 

La historia de Valentín Gurrutea es una de las que más conmueven a las suegras rencorosas y a los panaderos desempleados.
Este hombre pasó su vida caminando por las calles a la espera de su amor verdadero. Cuando cruzaba a una mujer, la dejaba ir unos metros, contaba cinco segundos y giraba, esperando encontrar los ojos de la dama igualmente obnubilados, mirándolo fijamente. Pero nunca ninguna de las mujeres que cruzaba giró y le apuntó la mirada.

Camino a lo largo de los años. Recorrió todas las calles de la ciudad, viajó a otras ciudades, partió hacia otras provincias, visitó otros países y llegó a cambiar de continente a la espera que su suerte mejorara. Jamás se encontró con miradas enamoradas en sus giros expectantes.

A los 85 años quedó ciego. Una tarde, cuando ya la desesperanza se había apoderado de él, mientras esperaba alguna generosidad que lo asistiera para cruzar la calle, una mano, como ninguna otra, no le tomó el brazo, sino que entrecruzó sus dedos con los suyos y le apretó fuertemente la mano. Fue entonces que los ojos se le iluminaron. Por fin lo había encontrado.

Seis meses después, satisfecho y en plenitud, el viejo murió. En el velorio, el yacía con una inmodificable sonrisa.

El maratonista eterno 

Comenzó a correr un tres de enero de 1837. Entonces lo vieron partir con su tradicional pantaloncito negro, corto como ridículo, y su musculosa blanca, ajustada con desmesura estrambótica al cuerpo. No parecía ansioso, de hecho, las primeras cuadras largo tiempo tardó en recorrerlas, y recién luego de varias horas se perdió en el horizonte.

No era un corredor entrenado ni un hombre que gustoso se entregara a los ejercicios físicos. Más bien, se trataba de un sedimentario como cualquiera de los simples mortales enterrados en rutinas vanas. Pero entonces corrió como nunca antes si quiera imaginó que algún ser de esta tierra podría correr.

Su destino: desconocido. Nunca jamás avisó hacia dónde partiría. Solo algunos ilusos recuerdan que nuestra hombre advirtió que se emprendería en al hercúlea tarea de recorrer las tierras sin despegarse un segundo de ellas. Con sus pies, un contacto fraterno. Estos mismos versados comentan que el protagonista preparó su viaje con extensa anticipación, como si esa derrota de la improvisación fuera un demérito para su embestida heroica. Quizás intentaban solo ensalzar el ánimo racional del hombre que prestidigitaba cada uno de sus pasos antes de encomendarse a tan agotadora propuesta.

Algunos registros yacen en la memoria visual del individuo colectivo: hay quienes lo vieron a paso presuroso por las sórdidas colinas del Este, esquivando amenazantes cardos con un rostro redundante en extenuación; otros aseguran haber sugerido su figura, muy leve y difusa, por unos arroyos del Noroeste, casi caminando, pero jamás resignado; los últimos explican que el hombre estuvo en el Sur, convidándolo de deliciosos manjares importados de tierras exóticas y relatando aventuras inverosímiles, en tierras alejadísimas y desconocidas, aún para los más leídos del grupo.

En las costas bravas del Oeste, el hombre descansó unos instantes, recorriendo a marcha precavida las orillas del mar. También bebió uno de esos tragos locales que los lugareños preparan con tanta energía y convicción. Tal vez conoció alguna mujer del lugar. Acaso no, embebido como estaba en su irrevocable propósito.
Las palabras no tienen sentido ante la historia, como efímeras impresiones que se escabullen entre el fulgurante torrente de vacilaciones. Solo un hombre que parte corriendo en una bienvenida de año, desde el calor estival hasta los remotos espacios del tiempo.

Pasaron cincuenta años por lo menos hasta que llegaron las primeras noticias acompañadas de argumentos medianamente válidos y confiables. El hombre en ningún momento detuvo su marcha, corriendo día y noche, atravesando el territorio de una punta a la otra y a lo ancho también.

No llegaron, sin embargo, justificaciones. Las causas quedaron reservadas en aquel silencioso espíritu que comenzó su trote para nunca acabarlo. Pero de qué valen las palabras, ante tamaña manifestación.


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