La pena de un hombre imaginada en el calor de un refugio; la existencia de ese hombre que desconoce su pena, tanto como es desconocido por quienes no deben soportarla. Uno y otro se unen en un momento y surge el efecto de la confusión, de ser exactamente la misma situación, en tiempos e instancias diferentes. Los dos pueden existir, o ser perfectamente inventados. Uno y otro son unas líneas y una tragedia.
Es la tarde y la pava susurra al fuego,
mientras las llamas cálidas la abrazan
chupo con fuerza el primer mate
y el vapor me empaña los ojos
como la niebla y la lluvia los de la ventana.
Del otro lado, otro hombre,
no distinto a mí, ve caer
esa lluvia de primera mano:
¿qué me hace merecedor de este alojo,
de esta lluvia, santuario en el que escribo?
¿qué me hace conocer el frío?
Afuera, aquel hombre,
que no tiene más edad que su presente,
tiembla en el silencio
y confunde sus helados huesos
en un amasijo de frazadas y cartones.
Su pena ya fue sentenciada;
no llora, porque su dolor no fue conocido
y ninguno lo puede nombrar.
Ahora, el hombre gime
y con la voz ahogada muere,
o va a buscarse al vacío de la noche fría
y la ciudad siempre cansada y perezosa.
Yo, lo escribo,
y entonces lo he matado.