Cuentos | Luna de provincia de Santa Fe (Partes V, VI, VII y VIII) - Texto: Andrés Calloni | Ilustraciones: Ulises Baine

 

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Capítulo 5 

1959

Hay una planta grande de mandarinas detrás de aquella casa en la que ya nadie vive. Antes de que el invierno llene el aire, el otoño se acaba y los últimos días son iguales a los primeros. Las ramas leves se suspenden en el aire sin viento. Ana Rosa calienta agua. A veces mira por la ventana y la presencia del sol la deja sin poder pensar en nada. Entonces barre el patio distraída o come bizcochos con lentitud. Cerca, todo es horizonte. Dos o tres días a la semana saca de una caja de metal una foto de su madre, su hermana y ella. Frente a una pared blanca las dos hermanas están paradas. La madre está sentada y es el centro de la foto. Tiene una expresión seria, pero en la boca se adivina una risa contenida. Le gusta demorarse en ese detalle. Cada vez que la recuerda siente un calor que la envuelve por un segundo. Luego le parece que el cielo fuese mucho más grande de lo que es y se pregunta por qué algunos días son como una tristeza dibujada. Piensa en el invierno que llega. Da un salto pequeño para salir de la cocina al patio. No sabe bien por qué, no hay nada que esquivar. Agarra una bolsa y sale de la casa sin volver a entrar, pasando por encima de un alambrado viejo. Va hacia la planta grande de mandarinas. Está llena de frutas. Hay dos hombres jóvenes sentados cerca. Las cáscaras en el piso dejan ver que estuvieron comiendo. Ella, mientras recoge, come. Ve una bien grande y deforme, un poco fuera de su alcance. La quiere para ella y con un palo comienza a golpear la rama que la contiene. La mandarina cae lejos. Cuando se dispone a buscarla, uno de los hombres se levanta y la recoge. Se acerca lento y se la da. Una mano grande se demoró en la suya y Ana Rosa sintió que en ese mismo momento comenzaba la noche. Las mandarinas estaban dulcísimas. Quiso dar un saltito en el lugar pero se contuvo.

Ilustración: Ulises Baine

Capítulo 6

1959

A Ana Rosa le gustaba un chiste. Se lo contó un primo en una tarde clara de la infancia que bien podría ser una de las tantas mentiras del recuerdo. Nunca lo repitió ante nadie. Aquel primo, con un brillo en los ojos y como si le revelase un secreto, hizo una analogía con el nombre del sexo de la mujer y el de una fruta. Quedó maravillada y sin entender, al principio. Luego los caprichos de la memoria grabarían aquel episodio y ya nunca más lo olvidaría. Con los días presintió que detrás del sexo entre el hombre y la mujer existía un mundo para siempre difuso, de reglas cambiantes y de oscuridades, cuyo nombre sería algo como sentir un olor con la piel. Seis meses pasaron desde aquel atardecer con encuentro debajo de la gran planta de mandarinas. Ana Rosa encontró, por la mañana y en el umbral de su puerta, tres jazmines blancos, uno a la vez. Cuando halló el segundo, claro y puro en la mañana fuerte, su corazón creó un lugar fijo para alguien cuya principal virtud era el misterio. Sólo podía recordar de aquella tarde una mano áspera, el cabello largo y descuidado, y unos ojos demasiado intensos, como si tuviesen prohibido mirar. Y en las noches el aroma dulce de las flores muertas le erizaba la piel.

Capítulo 7

1959

El 21 de diciembre amaneció oscuro. A las ocho la mañana turbia se vio herida por el primer rayo de sol del verano que se erguía con pie joven detrás de las nubes. En toda la provincia de Santa Fe cantaron todos los pájaros sus nombres olvidados. La tarde confundió las horas y un atardecer lento y tardío promovió la noche en la que Ana Rosa no dormía. Por algún tiempo había estado cumpliendo una vigilia que la vencía bien entrada la madrugada, mientras una descarga lenta y tensa la apretaba contra las sabanas. Cerraba lentamente los ojos y sentía cómo la noche se formaba grande y silenciosa a su alrededor. Podía reconocer los hechos internos de la oscuridad: el caballo pastando en el baldío de la vuelta, los árboles callados en las veredas y el sereno del hospital saliendo a escupir y fumar. Las aves nocturnas, siempre cruzando el cielo con su graznido blanco. De repente un silencio diferente ocupa el afuera y una presencia invisible modifica la rutina de la penumbra. En un segundo largo no sucede nada y luego, clarísimo, se oye el arrastre de un pie sobre el piso de ladrillos. Ana Rosa abre los ojos, alertada. En dos pasos estaba junto a la puerta, felina, desconocida de sí misma. El cuerpo se le puso duro y abrió la puerta de una vez. Aquella misma mano que le entregó la fruta ahora soltaba un jazmín blanquísimo a sus pies. Ella respiró hondo y dio un paso atrás. Él se demoró un segundo para saber que comprendía lo que estaba sucediendo. Entró y se quedó parado en una oscuridad plena. Algo blanco se movió cerca y luego el mundo se le hizo tangible en un cuerpo de mujer.

Ilustración: Ulises Baine

Los días que él regresaba a su casa, lo hacía después del mediodía y se iba de madrugada. Ya no traía flores. Ella sentía una belleza diferente en las sombras que el espejo le devolvía y lo esperaba con los cabellos húmedos y una impaciencia tonta. Cuando se iba, todavía de noche, no quería ser oído. El amanecer lo agarraba cruzando campos verdes y enormes. Entonces el sol hacía de todo un galpón vacío lleno de luz y él sonreía con el corazón convertido en un conejito feliz. El nombre Ana Rosa Pacheco le sonaba como una oración en contra de la soledad.

Capítulo 8

1967

La noche recién comienza y Barla abre los ojos bien grandes. Giménez comienza a hablar: –Cuando yo era pibe mi viejo tenía un sombrero blanco, con una cinta roja alrededor. Se levantaba temprano y me levantaba a mí. Salíamos afuera cuando apenas amanecía. Llamábamos a los perros y yo lo veía respirar fuerte, como si el aire de la mañana le diese algo. Se ponía el sombrero blanco y se iba caminando a trabajar. Mi hermana y mi madre se levantaban un poco después y en la cocina comenzaba el día. Un sábado, mi viejo salió sin ponerse el sombrero y ya no volvió más. Tenía el pelo bien largo y enmarañado, y me saludó con la mano sin parar de caminar. Desde entonces crecí en una casa de mujeres, llena de manteles y pavas calientes. Acá al lado vive mi tía y hasta hoy viene y se sienta en la misma silla. A la siesta prenden la radio y cada una en una habitación diferente escucha las mismas canciones mirando por la ventana. Tangos, boleros y zambas. Yo me voy por ahí con los perros. Cuando mi hijo crezca lo voy a llevar conmigo. La nostalgia es una cosa peligrosa, caballero. El mañana siempre es mejor –. Barla no dijo nada y el mate cambió de mano. Hablaban casi en la oscuridad. Giménez movió la boca como si ésta se resistiese a hablar. La abrió bien grande y continuó. –Ana Rosa era un poco así – dijo, moviendo la cabeza y mirando cosas cercanas invisibles. –Le gustaba sentarse sola en la oscuridad. Pasaba tardes enteras en silencio. Pensaba mucho. Con el tiempo fui adivinando que esperaba algo o a alguien–. Hizo una pausa en la que bebió dos mates seguidos. –Unos años antes de que yo empiece algo con ella, hubo un episodio confuso. La pretendía un tal Ramallo. Alguna vez los vi bailando juntos. Una mañana el tipo apareció todo roto cerca de las vías. Tiene un campo yendo hacia el norte. No es difícil llegar. Pero no sé si lo atacaron por causa de ella o por otra cosa–. Giménez respiró con intensidad y se notó que se sacaba un peso de encima. La voz se le suavizó un poco. –Era linda. Le gustaban las cosas pequeñas. Tenía cajitas llenas de moños y cosas así –. El tiempo se perdió en algún lugar del aire unos momentos. El hombre se paró sorprendido, un poco arrepentido por el descuido sentimental. Con ese gesto dio por terminada la visita y lo acompañó con lentitud a la puerta. En el umbral, con calma resignada, Barla habló: –Mi madre también escuchaba boleros con la ventana abierta.

Ilustración: Ulises Baine

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