Cuentos | Veinte días buenos - Por Joaquín Yañez | Ilustraciones: María Victoria Rodríguez

Hace tres semanas que nos vinimos. Julia dormía con la butaca reclinada. Los pelos pegoteados por la transpiración le daban el aspecto tierno de una borracha, o de un bebé. Me estiré para acomodarle los mechones que le caían sobre la frente. No habíamos cruzado una nube en todo el camino. Entrando a Rosario, la ruta proponía varias direcciones. Hay que agarrar la que dice Autopista a Santa Fe.

La desperté en Circunvalación. Quería mostrarle los edificios del Fonavi. Se enderezó enojada, tenía la cara cruzada por las costuras de la butaca, y un ojo más grande que el otro. Nada le resultaba interesante por esos días. Ella no quería venir. Para convencerla, le dije que me habían dado laburo en la fábrica donde trabaja el Santi, que sólo pararíamos temporalmente en lo de mis viejos.

―¿Qué pasa?
―Mirá: el barrio. Los ranchitos de allá no estaban el año pasado, ¿no?
―Ni idea, gordo.

Bajo el puente de Mendoza se habían instalado varios vendedores ambulantes. Ella quiso comprar un salamín; no la dejé, mi vieja nos esperaba con la comida. En Donado seguían los mismos comercios de siempre: quiniela, rotisería, librería, pollería. La única diferencia estaba en las columnas de la luz y los cordones: habían pintado todo de Central. Parecía que Rosario estaba un poco más viva que Córdoba.

Mamá nos recibió con alegría, como si estuviésemos de vacaciones. A ella le hice el mismo verso que a la cordobesa: vamos a parar unos días en tu casa, nomás. Santi ya me aseguró que estoy adentro. Durante el almuerzo, mi vieja hizo un comentario sobre lo difícil que debió ser para mí estar tanto tiempo solo. Julia me miró.

―No estuve solo― dije.
―Bueno. Solo sin la familia, quise decir… Familia de sangre― aclaró.

Después de comer, mis viejos se fueron a dormir la siesta. Ella también. Yo no estaba cansado. Me quedé fumando en la mesa, viendo unas peleas viejas de Space que me aburrieron enseguida.
Arranqué para la esquina. Al rato cayó el Leito. Había ganado once mil pesos en la ruleta electrónica, a la noche se pagaba un asado.

―Venite con la piba, primo― dijo.

Ella, antes de decidir si se prendía, me preguntó si iban otras minas.

―Sí ―contesté― Varias.

Esa noche me tocó hacer pareja con el Chichi. Perdimos 250 mangos: cincuenta en el primero, cien en la revancha, y cien más en un bueno al que no teníamos derecho pero que nos dieron el gusto. En la última mano hice mentir a mi compañero. Leo reviró, y yo eché el resto porque igual, dando, quedaban a tiro de salir. Deslicé las cartas al mazo y ella dijo «Vamos» con algo menos violento que el odio en su voz.

Mamá nos había preparado la cama. El olor a suavizante en las sábanas me dificultaba el sueño. Pensaba en paños de ruleta y en las fanfarronadas del Leo. Nadie gana tanto. El casino sólo pierde cuando no vas. Sin embargo, lo que planteaba tenía sentido: jugar fuerte a un sector, por ejemplo: 6, 8, 10, 11, 13, 16, 17, 25, 33 y un poquito a otro, para cubrirte: 0, 3, 9, 12, 15, 18, 32.

Al día siguiente me despertó Julia a los sacudones. Tenía hambre y no se quería levantar sola. Mis viejos desayunaban en la puerta del departamento. El monoblock 18 da al playón de tierra. Papá le había ganado unos metros, para armar una especie de jardincito delantero, con rejas y todo. Es un beneficio que tienen los vecinos de planta baja, algunos ponen una pelopincho, huerta, mesita ratona, y hamaca paraguaya.

Hasta el mediodía estuvimos de mate y facturas, viendo pasar a los perros, y a las gritonas cargadas de bolsas. Me preocupaba que apareciera el Santi y deschavara lo de la fábrica, así que antes de almorzar lo fui a poner al tanto de mis mentiras.

―Igual, tengo algo armadito ―le comenté―. Pero no quiero adelantar nada.
―Como lo de Córdoba― dijo.
―Tuve mala suerte― respondí.

Tomamos una coca en la puerta de su casa, me volví fantaseando que le rompía los dientes.
Por la tarde fui hasta el cajero, quedaban más o menos 16000 de la indemnización. Me daba un margen de dos meses para conseguir algo polenta, podía inventar que lo de Santiago se había caído, tirarle la bronca a él.

Hice una siesta larga. Mamá dijo que yo antes no era tan dormilón.

―Siempre que toma duerme así― le respondió ella.
―Será que antes no tomaba.

Apenas terminamos de cenar, Julia se acostó. Aproveché para ir al casino. Jugué toda la noche al 8, 11, 33, 17, 25, 0, 3, 32 y coroné el 18. Fui con dos mil, gané quinientos.

El domingo comimos un asado. Después del almuerzo, papá sacó un whisky Caballito Blanco. Mamá y Julia tomaron café.

―¿Cuando empezás en la fábrica, hijo?― preguntó mi vieja
―Mañana.
―¿Ya mañana? Qué bueno.
―Eh, ¿cómo no dijiste nada?― me recriminó Julia.
―Vos tampoco preguntaste ―contesté― Mañana al turno tarde. De plegador, creo.

Por María Victoria Rodríguez

Al día siguiente me puse el pantalón azul, los borceguíes, y la camisa de trabajo. Escondí los dos mil quinientos del sábado, y arranqué otra vez para el casino. Si ganaba quinientos pesos por día, durante los seis días que me tocaba trabajar, cumplía con el sueldo estimado y podía guardar un poco para compensar los días malos. Repetí la jugada del sábado, sólo que además del 18 coroné el 33. Le pegué las primeras manos. Como estaba de racha, seguí jugando. En media hora pasé a ir perdiendo 100 pesos, pero no me desesperé, mantuve la estrategia y me terminé llevando cuatrocientos cincuenta mangos. Bastante bien.

Para el viernes a la noche, había ganado dos mil. Se los di a ella. Le dije que como era nuevo me pagaban por semana. Después de tres meses empezaría a cobrar por quincena.

―Mañana no trabajo ―le dije―. ¿Querés que hagamos algo?
―No sé, ¿algo como qué?
―¿Al casino?
―No sé.
―Dale, dicen que está rebueno.

Llevamos los dos mil pesos, comimos ahí y tomamos algo. Después perdimos todo.
Hasta ese momento, tenía 14000 en la cuenta, y dos mil separados para la rula.
Empecé la segunda semana jugando cinco horas. Salí derecho, lo que fue una suerte porque en un momento casi pierdo todo.

Ni bien volví a casa, dejé la ropa de trabajo doblada en una silla que había en la pieza y me metí a bañar. Julia miraba tele desde la cama. Me di una ducha rápida. Tratando de sacarme de encima la mufa de un día sin ganancias. Imaginando que el agua que caía sobre mi cabeza era un masaje. Un mimo, ella diciendo «No importa si no ganaste».

Entré al cuarto con una toalla en la cintura. El perfume del suavizante que usa mamá brotaba de la ropa de trabajo. Sin dudas, Julia también lo había sentido. Busqué algo en su cara que me permitiera saber. Pero seguía prendida de la tele, haciendo de cuenta que yo no estaba. Junté las pilchas y me fui al lavarropas.

―No me digás que te hicieron aprender a lavar― dijo mamá, divertida.
―¿Dónde está el jabón?
―Dejame a mí.
―No, no. Yo lavo― Insistí. Lo único que faltaba era que se pusiera a gritar que estaba todo limpio.

Por María Victoria Rodríguez
El martes dije que tenía que hacer horas extras, arranqué temprano. Me llevé una muda buena en la mochila, tenía la sensación de que la gente del casino me estaba empezando a mirar raro. No hay muchos tipos vestidos de metalúrgicos jugando a la ruleta. Durante las primeras horas le pegué bien a la zona del 11. Almorcé un carlitos con un porrón. Cuando volví a sentarme, la ruleta había cambiado de sector. Perdí unos mil quinientos pesos.

Me cambié en el baño y, antes de llegar a lo de mi vieja, paré a correr media hora en una plaza que queda de camino. También me ensucié, con un poco de grasa del auto, las mangas y el cuello de la camisa.

Mamá se ofreció a lavarme la ropa. Le pedí que no usara suavizante. Durante la cena, me preguntó por el trabajo. Cosas simples, como el nombre del encargado, o qué tal los compañeros. Traté de no darle información concreta, la imaginaba haciéndole algún comentario a Santiago. El otro trataría de pilotearla, pero la primera duda era inevitable.

Al otro día perdí dos lucas. Después, pagué una comprita de ochocientos cincuenta mangos, y le eché doscientos pesos de nafta al auto. Me quedaban nueve mil novecientos cincuenta en el banco, más quinientos afuera.

Dejé el auto en el playón. Papá se acercó a ayudar con las bolsas. Estaba preocupado por Julia.

―No sale del cuarto en todo el día― dijo.
―No pasa nada― contesté
La encontré mirando la tele, acostada, con el control remoto sobre el pecho.
―¿Qué pasa, Julia?― pregunté.
―Nada.
―¿Cómo nada? ¿Por qué no me decís lo que te pasa?
―No me pasa nada.
―No seas pendeja, Julia. Decime qué te pasa.
―No me pasa nada.

El viernes de esa semana, la cuenta estaba en 7600. Tuve que sacar dos mil trescientos, para darle el sueldo a ella. Quedaron cinco mil y pico. Tenía una mala racha, nada más. En veinte días buenos quedaría como al principio. Veinte días pasan volando.

Ella seguía acostada. Pensando sin remedio en Córdoba. Mamá preguntó «Qué le pasa a esa mujer».

―Nada― respondí.

Pensé que iba a agregar algo, pero no. Sólo que me fuera del comedor, que iba a pasar el trapo.

―El segundo sábado que no te toca― dijo cuando estaba saliendo. Me hice el sordo.
Por la noche, el Leito invitó de nuevo a la casa. Julia no quería ir.
―¿Por?― pregunté.
―No quiero.
―Dale, che. Toda la semana laburando y no puedo compartir algo con mi mujer.

Hizo un silencio largo. Estaba sentada al borde de la cama, descansando la cabeza contra la pared. Después dijo «¿Cuánto tiempo estuviste sin jugar?».

―Años, Julia, ¿qué pasa?― respondí.
―Hoy tampoco juegues.

El playón estaba reseco, salimos cubiertos de polvo, ella puteaba porque se le ensuciaron las sandalias de cuero blanco. De todos lados llegaban gritos, ruidos de las motos, y música.
En casa de mi primo había unas veinte personas. Esa semana se había llevado otra fantochada del casino. Compró unas cervezas para festejar. A las dos de la mañana estábamos todos borrachos. Yo bastante más que Julia. El Leo sacó un mazo y preguntó a quién le tiraba reyes. No dije nada. Saltó ella a contestar por mí: si te ponés a jugar me aburro.

―Mala suerte en el juego, buena en el amor― me dijo el Leito con una sonrisa.

Volvimos en silencio, no la presioné para que hablara porque es peor. A veces se olvidaba y decía alguna cosita, pero lo justo y necesario, ninguna conversación casual, nada fuera de lo urgente.
Quise volver a lo de mi primo para decirle que no tenía razón. La mala suerte en el juego no es buena para el amor. Al revés: mala suerte en el juego, peor suerte en el amor.

Fui al baño a cepillarme los dientes. La encontré acostada, de cara a la pared «Tratame de loco, de hijo de puta, lo que vos quieras ―dije―. Yo, por lo menos, estoy intentando algo». No respondió.
Se durmió enseguida. El único aire acondicionado está en la cocina. La habitación era un horno. Me levanté y prendí un cigarro. Busqué el Caballito Blanco de papá. No lo encontré. Tomé agua.

«Hay que leer la tendencia y después elegir a qué sector jugar ―dice el Leo―. Ganar es fácil». Diez mil por día. En veinte días son doscientos mil.
Tiré el pucho dentro del vaso. Veinte días pasan volando, pensé.


[Cuento incluido en la cuarta revista de El Corán y el Termotanque, edición Abril/Mayo 2016]

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  1. uno que lee

    justo ahora que van a inventar la inmortalidad, macri nos la puso hasta dentro de 100 años: nos robaron hasta la posibilidad de ser

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