Cuentos | Un sueño de Hilario Arroyo - Por Alejandro Pereyra | Ilustración: Enmendez Pintura

Por Alejandro Pereyra | Ilustración: Enmendez Pintura

Aunque hacia el poniente la rugosidad del barranco legre la mirada más dispuesta, ésta se distiende pronto contra el declive apenas perceptible que una multitud de arbustos alfombra con rústica elegancia, acosados por jóvenes caldenes que se multiplican como un rumor; versiones imperfectas de un caldén ideal, paradigmático. Más alejado, como si comprobara la temperatura del agua antes de internarse en ella, un sauce, compelido por vaya uno a saber qué sutil comisión, acaricia con sus ramas el arroyito exiguo. Al fondo, empollando, auspiciándolo todo, el horizonte, desvanecido casi por la eficaz confabulación de miopía y astigmatismo crecientes en los fuscos ojos de Hilario Arroyo.

Le dolía la rodilla izquierda algo más que el resto del cuerpo, pues las irregularidades del suelo se le incrustaban, insistentes, bastante más que el fusil en el hombro o la imagen organizada, enclavada ante sus ojos: el barranco, el arroyito, los esporádicos caldenes, los arbustos. Le divertía imaginar esos matojos como cabelleras de un malón disimulado en el terreno, diablos de repente erguidos, sanguinarios.

Llevaban horas en esa posición. Le había dicho ya una vez a Ordóñez que el coronel estaba loco, y Ordóñez, alimentando un poco el fogón y sin que el lengüeteo general le pareciese suficiente para escamotear la indiscreción al «oído de tísico» del coronel, por todo comentario se limitó a chupar el mate en forma escandalosa, ya sea para no escucharlo o a manera de chistido. La argucia era singular: debían agruparse cuadrillas de diez hombres y una autoridad; alrededor de ésta se paraban en un punto estratégico cuatro de ellos formando con sus espaldas un cuadrado imaginario; debajo, agachados, constituían un círculo en torno los seis restantes. Todos con el fusil al hombro y limitando la mirada a su campo visual, escrutándolo minuciosamente. Sólo quién comandaba estaba habilitado para girar libre en el núcleo de la formación y establecer desde allí la táctica a seguir, protegido, gracias a su condición de estratega. La cuadratura del círculo la llamaba el coronel. Y reía. E Hilario sonreía, subordinando los músculos faciales, previniendo el desacato y disculpándose a sí mismo en la imagen de sus compañeros, quiénes también sonreían, sin entender tampoco lo que el coronel quería decir.

El arroyo, el sauce, el barranco, la repetición de arbustos. Por momentos descansaba la vista rindiéndose a la nube que filtraba sus ojos, desenfocando del todo el paisaje y obteniendo así el indigno placer del abandono, con la coartada de su cuerpo fijo, como el paisaje, que comenzaba en la boca del fusil y se extendía cual tela pintada hacia el fondo, anudada al horizonte. Sólo la luz insistía en retocar algunas sombras. Asomándose por detrás del sauce, una de ellas se alteraba, violaba el orden vigente como una bailarina torpe pero entusiasta que destacara en el rigor de una coreografía. Hilario centró su atención en el árbol: se engrosaba, se angostaba; algo en el agua, anfibio reflejo, bailaba al compás de la sombra, oscilaba, indeciso; se metamorfoseaba y expandía mediante círculos flotantes que reiteraban sus contornos en el arroyo hasta la imprecisión.

Ya casi no sentía la pierna izquierda. Entonces le vino a la mente aquél capitanejo que estaqueado y entre delirios, al ver su bota en otra pierna, rozagante, casi orgullosa, la entendió como suya, y así encumbrada creyó que se la habían cortado y que lo pateaba sólo para exigirle volver al cuerpo dolorido, aunque anestesiado de tanto aguantar el grito y las ganas de morirse. Lo que no pudieron el dolor y la sed lo pudo la visión y entonces el aullido se desprendió del salvaje, ante las risas nerviosas de la soldadesca. Unos a otros se contemplaban la máscara, cargada de sorna para disimular el miedo, mientras apuraban el aguardiente de las guampas. El indio no murió ese día, pero cuando lo hizo fue con la mirada abierta, insaciable de cielo.

Alguien carraspeó detrás de él, al otro lado de la formación. Por la tosecita aguda parecía el Panchito. Ya le había pasado otras veces y el coronel lo reconvenía siempre con un sablazo, con la hoja plena o a veces incluso de canto. No supo si fue por la manera en que el Panchito reprimió la tos, ahogándola de pronto en el gollete, o debido a un resto de piedad o hartazgo en el alma del coronel, pero el chaguarazo se retrasaba, poniéndolos nerviosos a todos. Salvo quizás al viejo Pereyra. Pereyra no se ponía nervioso por nada. Como esa vez en El Palomar cuando rezagado en la desbandada tuvo que meterse abajo de un degollado para volver recién al otro día, cuando ya lo tenían por finado, con el peto blanco del muertito como salvoconducto. Al verlo venir de lejos, reconocible sólo por el andar extravagante —un buey que remedara el paso de un pato— el alférez percibió algo extraño, alguna cosa traía encarnada en el pecho, la divisa roja pensó, pero era sangre, vaya uno a saber si unitaria o federal. Y Pereyra, sin decir nada, ni la saqué barata siquiera, se sentó en el fogón lo más tranquilo a comer la cabeza bateada con el atavío urquicista puesto. Durante algún tiempo conservó esa pechera sucia, nadie se atrevió a preguntarle el motivo.

Apenas empezó a herir el aire le pareció que era de nuevo la tos del Panchito la risita ésa, pero no, el sonido venía de más lejos. Casi arriesga la cabeza por girarla, por fijarse si alguno lo había escuchado en la formación. Otra vez. Del árbol venía, seguro. Era una especie de carcajada contenida. Se hizo el distraído, ya alguien daría la alarma. Con el afán de sobresalir que siempre había. El calor, mientras tanto, menguaba; el día huía de la noche como un mozo del acollaramiento. Era un indiecito, apenas un cachorro sucio que se asomaba y se escondía. Pero no era que reía; llegó a ver cómo hacía pucheros antes de esconderse una vez más detrás del sauce. Llorón. Habría que avisar. Mi coronel atrás de aquel sauce un salvaje. Llorón. Mueran los salvajes. Pero ya no lo veía, para qué meterse de más, mejor quedarse callado que dé la voz Pereyra que tiene más autoridad y siempre lo ve todo, o eso se cree, que para el caso es lo mismo. Además, nunca entendía bien dónde estaba, si en la menos diez o en las y veinte o en las y media o qué Cristos. Las doce eran al norte, de eso se acordaba bien, pero como no tenía reloj no se ubicaba después, y aunque el coronel gritara «a la menos cuarto una mulita bien gorda», nunca entendía del todo la nomenclatura; se limitaba a divisar por donde le tocaba y listo. Más complicado era cantar la posición al avistar algo, lo cual era obligatorio. Cuando no le quedaba más remedio que dar alarma farfullaba un poco al principio con la esperanza de que se prestara más atención a lo que decía que a las formalidades del prólogo. Igual que esa noche, cuando no sabía cómo cantar alarma porque era impreciso lo que se veía, a pesar de la luna entera. No podía discernir si lo que avanzaba entre los yuyos era un puma, un cristiano, un salvaje o el mismísimo diablo que se agazapaba indeterminado por casi todo excepto por la noche, como si la noche misma pudiera arrastrarse peinando los pastos altos y duros. Al final el sargento avisó «una culebra anda por ai, no le den chumbo…mucho alboroto hace pa´ ser brava» vociferó como si incluso el infierno le fuera indiferente. «Ha sido el vozarrón del sargento lo que la espantó», se dijo Hilario, imaginando su propia voz al decírselo. No sabía si era debido al cansancio o por qué diablos, pero a veces necesitaba imaginar su voz cuando pensaba algunas cosas, que otras no; o a lo mejor era para evitar dormirse y ponerse a soñar en la posición, como esa vez cuando soñó que era Pereyra, cosa cómica; o sino por la desesperación que le provocaba el silencio reglamentario que ya no dejaba siquiera que uno se inscribiese en la existencia un poco. Aunque el coronel o el sargento no parecían obligados a discreción alguna. En una de esas ellos sabían cuándo se podía y cuándo no. Una vez incluso a los gritos conversaban desde dos cuadrillas distintas, una sobre la cañada la otra en el cauce casi seco de un riacho, el Potamillo se llamaba esa agüita, pero los baqueanos le decían La Caprichosa, porque no pasaba siempre por los mismos lados, y a veces ni la encontraban y tenían que administrar el poco líquido guardado en los chifles. Esa vez el coronel estaba empeñado en explicar cómo había restaurado un mueble francés del abuelo, y el sargento condescendía desde la cañada, con un «es así, mi coronel» o sino «como si lo estaría viendo». El porteño machacaba con la anécdota a los gritos, que no debía ser muy cómodo contar de esa manera escandalosa un asunto tan propio para una voz menuda, y le agregó, ya casi ronco, que había pensado en traerlo a la campaña pero que no había encontrado a nadie a quien encomendarle un secreter tan delicado. La respuesta del sargento puso por fin término a la conversación, ya que transparentó un malentendido que los incomodó un poco; al coronel porque no quería tratarlo de bruto al sargento y a éste porque se maliciaba el desprecio contenido. Aunque era raro que el sargento se incomodara por algo; Hilario no lo recordaba afectado ni por el clima, ni el peligro, ni por la muerte misma, excepto quizás aquella vez, después de aguantar el paso, cuando delante de todo el regimiento el coronel felicitó a viva voz a la cuadrilla. «Estos once héroes, entre los que el sargento Buenaventura destaca…» y el sargento se incomodaba. Después casi lo mata a patadas a uno que para hacerse el gracioso le preguntó si se había dormido al sol que estaba tan colorado.

Cuando se volvió a asomar, pudo ver que el crío era en realidad una indiecita, mapuche le pareció. Se le quedó un rato largo mirándolo y rascándose la palma de la mano derecha con la izquierda. A un renovado ataque de la tosecita impertinente, la criatura se asustó y se tapó de nuevo con el árbol. A lo mejor es el coronel el de la tos, se le ocurrió de pronto a Hilario, aunque nunca lo había escuchado toser. Sí andaba enfermo a veces, con dolores en la barriga o por ahí, y decía que por lo que comía, a pesar de tener las alforjas mejores ataviadas de toda la compañía. «Por eso mismo» imaginó que le explicaba el porteño. Como si él fuese alguien a quien tener que justificarle las cosas. «Con los porteños ni a misa» repetía siempre Pereyra; lo había escuchado por ahí y cada tanto lo remachaba, incluso con el coronel cerca, que sin dudas tenía que haberlo oído alguna vez, con la oreja que tenía, pero se hacía el chancho rengo, seguro. O sordo. No. No era el coronel. Era el Panchito, porque la tos venía de abajo, de los agachados como Hilario, y tenía una forma de extinguirse que le delataba lo chillona de siempre. El Pancho no paraba nunca de hablar, como ahora de toser, por eso también estaba seguro, porque insistía de la misma manera en soltar todo el tiempo por la boca abierta cosas que nadie quería aguantar ni un rato. Aunque el planazo se demoraba.

Ilustración: Enmendez Pintura

La claridad capitulaba definitivamente una vez más cuando volvió a vislumbrar a la indiecita surgiendo por detrás del sauce. Parecía más mandada ahora. Debido quizás al brillo sembrado por el sollozo, esas cuentas opacas que tienen por ojos los indios resaltaban en la penumbra, lo que le recordó a Hilario aquella ocasión en una toldería del sur, cuando algo picados ya de tanto «parlamentar», un par de pampas empezaron a toparse, a darse aires guerreros delante de ellos con una loncoteada brutal. Se agarraban de los mechones y tiraban como si pudieran arrancarlos, que racimos de guascas parecen tener en la cabeza los de esa raza. Y así quedaron, rebosados de polvo y sudor, los ojos aguachentos y los pelos parados como los mismísimos arbustos que ahora, entre las últimas luces del día, ya casi ni se perciben pero insisten en rimar con el recuerdo de aquellas cabelleras hirsutas perdiéndose en la cerrazón de la memoria. Ese día Hilario no pudo discernir bien quién había ganado y quién perdido, pero el momento le permitió comprender que tal cosa le solía pasar siempre y en todos lados. Aquella otra tarde con Ordoñez, cuando se contaban bolazos cada vez más grandes hasta que el sol se cansó de escucharlos y empezó a meterse, tuvo igualmente esa sensación de incertidumbre, de no entender qué era ganar en ese juego, aunque él también inventaba, tal vez tan sólo porque le incomodaba el silencio. Ordoñez, sin ocultar una sospechosa sonrisa, le habló de un ñandú que había montado para poder cruzar una travesía, al que después supo tener un tiempo en el rancho entre los perros, y que había aprendido a ladrar incluso. Un ladrido puntiagudo, remató con un moñito la imaginación. Hilario llegó al extremo de contarle que una vez el mismísimo coronel Mansilla le había cebado mates. Que le encantaba hacerlos, dándole muchas vueltas y preparativos al artículo pero que aun así le salían feos. El último retruque de Ordoñez fue la historia del Lobo Godoy. Don Justiniano Godoy era un caudillo de provincias que, entre otras cosas, tocaba la guitarra como nadie. Dicen que algunas noches después de que muriera, a la viuda la despertó la almohada humedecida por sus propias lágrimas ya frías, y que ahí mismito empezó a escuchar, pulsándose en las cuerdas de la guitarra colgada en la sala, un bello triunfo que tocaba siempre su hombre. Sólo él lo podía tocar así. Enajenada y con la suficiente autoridad, al otro día ordenó abrir la tumba, con la convicción, acorazada de esperanzas, de que no había muerto. Ahí estaba el cadáver, la misma expresión pétrea que se le conocía, sólo que le faltaban las manos. Alguien las había cortado con evidente torpeza. Ya en la noche plena, cuando el baile de las llamas en el fogón los hipnotizaba sin finalidad alguna, se escuchó la voz de Hilario admitiendo que él también había escuchado esa historia, por lo que debía ser cierta.

Una noche oscura no se parece a nada, pensó alguien en la formación. Sobre todo no se parece a la nada. Del día sólo quedaban la tos del Panchito y el castigo que el coronel prorrogaba. Mejor dicho, esa ausencia se extendía, se tornaba réplica una y otra vez en los latidos de sus corazones, anidándose en la negrura como si por contingente pudiera alimentarse de la vaguedad que las sombras determinan y así creciese. Pero el esplendor diurno, esa multiplicación de iniciativas infundadas que procuran cada una sobresalir por sobre todas, se había dado por vencido con sorprendente facilidad. Como pasa siempre, concluyó para sí mismo Hilario, pero sin percatarse de que se lo decía ni haciendo patente esta vez su propia voz. Sí escuchó la del coronel, y aunque no entendió lo que el porteño pareció mascullar a desgano, aun así, escucharla le brotó esperanzas; algo estaba por suceder y cualquier alteración lo sacaría del dolor de la rodilla, o del sopor del sueño, enfatizado de repente por el fresco; probablemente no del hartazgo, desde hacía mucho perenne en él. El susurro, abundado de pronto en rumor por la cuadrilla, corrió en la noche como un reguero negro, por lo que Hilario no pudo siquiera intuir su sentido. Pensó en preguntarle al compañero que se hincaba a su lado si sabía qué pasaba, cuál era la orden y para quién, pero estimó más conveniente esperar.

Cerró los ojos, sólo para descansarlos de la oscuridad exterior.

Aunque ahora la insistencia del Panchito tomaba la forma de una especie de moqueo que por momentos conspiraba contra la posibilidad de que Hilario pudiera discernir el significado de cualquier murmullo, al menos hacía rato ya que no tosía. Se asustó un poco al escuchar unos pasos mansos pero decididos que hollaron los yuyos y sus tímpanos, siempre sensibles debido a la vista perjudicada. El coronel vociferó algo que tampoco entendió. Aun sin susurrar, la voz le seguía resultando inescrutable, su sentido embutido, eso sí, en una especie de urgencia. Un sol repentino y absurdo fue la cuadrilla disparando en círculo. Hilario también lo hizo, no tras la orden ininteligible del coronel, sino luego, cuando la descarga lo obligó a disimularse en ella, preparando el terreno para  el silencio, que flotó entre todos apestando a pólvora quemada. Alguien tosió sin rodeos. Un olor a yuyos raros tajeó el aroma del fulminante, que por prepotente o ambicioso, se elevaba, buscaba las estrellas pretendiéndose nube. Tampoco entendió lo que con un mapuche impenetrable, calafateado además por el gimoteo, intentaba decirle la indiecita, de pronto a su lado y aferrándose pequeñamente a su brazo. Siempre le había parecido que las voces mapuches se montaban mejor en el aire que las criollas, pero éstas, susurradas cerca de su oído, vestían además una fragancia picante aunque agradable, igual a la de esos yuyos que se pisan sin querer, perfuman los pasos algunas horas y dejan teñida la bota de potro por varios días. La niña sollozaba implorando algo, pero Hilario sólo se angustiaba en las notas más agudas o bulliciosas de la endecha, en los puntos que más podían escuchar los demás, dar alarma y culparlo de todo. Otro alarido se escuchó en la formación, bien arriba. Hilario, más confundido que despiadado, se aferró a la criatura tapándole la boca y dejando caer el fusil, lo que generó un escándalo en el silencio opaco. La indiecita gemía y se escurría entre sus brazos, Hilario apretaba más, asfixiaba como podía todo sonido. Cuando la niña le mordió la mano y salió corriendo sintió más alivio que dolor, y mientras chupaba la herida, disfrutando del sabor de la sangre sazonada por el regusto de los yuyos esos, recordó el fusil. Lo buscó infructuosamente cerca de sus pies. Se le apareció, prepotente e inútil, un momento del pasado, cuando lavándose un poco en el río, se le había caído el facón y a pesar de los manotazos bajo el agua sólo lo pudo recuperar al pisarlo sin querer, cuando ya lo daba por perdido. Casi se acostó en la tierra, tratando de no tocar a los compañeros a su lado. Nada. Se lo habían escondido. Seguro. A veces Pereyra se gastaba esas bromas. Podía ser. Le pareció que alguien se reía a lo lejos, pronto se dio cuenta de que era de nuevo el gimoteo de la indiecita. La noche presumía eternidades, pero ya casi amanecía. «Si arranco ahora no me agarran más, ni los que están parados» se dijo Hilario, aterrorizado por sus múltiples faltas, y se quedó imaginando cómo cruzaba el arroyo, se les escapaba a todos los demás, lentos, entumecidos, y llegaba a la travesía donde ya no querían seguirlo. Un desertor alberga un desierto, pensó, pero no con estas palabras. Estaba en suponer todas estas cosas cuando el sol, cual brasa primera, lo sorprendió anticipando las del fogón, también la pava caliente y el añorado sabor del mate, que se le mezcló en la imaginación con el gustito de los yuyos picantes esos que brotaban de las voces de la indiecita. Se llevó de nuevo la mano herida a la boca, desencantado, comprobó sólo el sabor de su sangre.

                                    —o—

Uno podía pensar en una especie de fiesta, aunque algo recóndito lo desmentía. A pesar de las banderas, los adornos de papel agobiados de colores, y las caras satisfechas de los concurrentes —parecían hechas de cartón y engrudo— una especie de duelo secreto subyacía. Lo confundían todos con Pereyra y él no se animaba a contradecirlos, menos cuando algunos de ellos corrieron hacia dónde se encontraba y de pronto, convertidos en niños, lo abrazaron eufóricos. En el mismo momento en que los pequeños se interrumpían unos a otros para decirle que estaban esperando a Don Juan Manuel, el Restaurador se abría paso entre la gente. Llevaba puesto un poncho rojo inmenso que arrastraba por el piso y extendía con su brazo izquierdo mientras que con el derecho sostenía un poco la tela intentando tapar sin éxito su rostro, de aspecto triangular y ojos desmesurados, cual cabeza de mamboretá. Cuando movía el brazo, de tamaño desproporcionado con respecto al que sólo usaba para disimular su facha, con el mismo gesto corría a la gente sin tocarla, como si fuesen líquido acumulado o bicherío. «¿Dónde está mi viejo compadre Pereyra?», decía en voz alta el supuesto Rosas y se dirigía hacia él, que ansiaba escurrirse entre la muchedumbre, pero los niños, abrazándole las piernas, se lo impedían. Detrás de ellos, un anciano calvo, con una cicatriz en el bozo que desembocaba en sus labios cual afluente viejo y seco, apretaba el inferior, mucho más grueso que el otro, y mascullaba: «ay Pereyrita, Pereyrita…».

Se asustó más aún, cuando de improviso el verdadero Pereyra, como surgido del aire, pasándole el brazo por sobre el hombro le dijo, casi afectuoso: «Sólo algo tengo para reprocharle compadre: no le ponga tantas cualidades a las cosas en las cartas que me escribe, amigo, me deja siempre en un guadal…» y se separó sonriendo apenas.

 


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