Cuentos | Bolsas negras - Por Ignacio Barales | Fotomontaje: Virginia Sotti

Después de tener las bolsas bien armadas me pasé toda la noche hipnotizado viendo Dragon Ball Zeta y a la bella Saylor Moon. Esos rodetes me han marcado para toda la vida. Cuando era un niño, yo quería ser una Saylor iluminada por el poder de la luna, pero padre y madre me encerraban dentro del ropero hasta que no saliera de la oscuridad del mueble transformado en un Super Saiyajin. En ese momento tan precario, tan originario, no estaba preparado todavía para combatir al gran mal de mi historial genético. Aún no. Todavía falta, me decía. Pero hoy, puedo decir, es temprano, tengo tiempo suficiente. Ésta es mi oportunidad, no tengo otra salida, sólo desaparecer de la casa de mis padres de una vez. Y por fin ese día llegó. Porque hoy, puedo decir, es temprano, y tengo tiempo suficiente para tirar décadas de hastío.

Creo que son más o menos las seis de la mañana porque escucho que de a poco se despiertan los pájaros entre sus cantos, y que se acerca ese ruido insoportable del camión de la basura, que se va a llevar sólo una pequeña parte de la degradación de este bondadoso barrio. Pero no creo que haya necesidad de escapar; no es que me importe mucho la presencia de mis queridos padres. De hecho, no hay ningún otro ruido que opaque mi tranquilidad en esta casa; ni siquiera esos pasos sigilosos de ellos cuando se despiertan en la profundidad de la noche para ir al baño o hasta la cocina a comer un pedazo de jamón crudo, y que se refunfuñen lo que hacen sin la autorización del otro. Por eso, yo no tengo por qué irme; podría dejar ya de pensar posibilidades de fuga y empezar a hablar por fin de mi casa a partir de ahora, porque ya los tengo hace rato atrapados en unas bolsas negras para que los tiren por ahí.

Y pese a la captura, aún siguen siendo molestos; encerrados y todo, se creen autorizados a reprocharse cosas entre sí.

 

―¿No ves? Esto es porque a fin de cuentas lo dejábamos poco tiempo encerrado, Mirta ―dice mi padre, mientras lo interrumpo al pobre hombre:

―Ahora encerrados están ustedes ―les digo como un saludo de despedida, mirando a esa señora que alguna vez llamé Madre, mientras hago un nudo en las bolsas y en mi garganta. Sin embargo, ella hace mucha fuerza para sacar el cuello, respirar y de esa forma escaparse, por eso tengo que darle un golpazo con una raqueta de tenis en el medio de la cabeza y que se quede dura de una buena vez y para siempre. Mi padre habla y habla, aunque un tanto resignado desde la oscuridad de la bolsa, y creo que por su forma de expresarse y el tono de voz, está como en cuclillas, y no hace falta ya someterlo a ningún golpe, sólo queda humillarlo moralmente un poco diciéndole que mi verdadero padre había sido en verdad mi perro Wendolin, atropellado por él justo cuando yo estaba obsesionado con la película Todos los perros van al cielo.

Algo semejante pasó tiempo antes, pero con una tortuga. Isabel, la tortuga Isabel, mi fiel compañera. Al contrario de lo que cualquiera podría llegar a imaginar de un niño díscolo, nunca fue para mí un pasatiempo maltratarla ni nada de eso, como sí a veces pretendían hacerlo mis primos que eran sólo unos años más grandes que yo… Tenían tanto amor de sus padres, que creo que eso los tornaba más imbéciles de lo que me parecían desde abajo. Yo jugaba y ella caminaba muy despacio a mi lado. Y nada más. Yo sentía que eso calmaba mi ansiedad, esa obstinada compulsión de poder jugar con todo lo posible al mismo tiempo sin terminar jugando con nada.

Había sido un regalo de mi abuelo. Eso ya la convertía para mí en algo sagrado. Él me contó que su padre se la había regalado a los diez. Y ya te llegó el momento, ahora te toca a vos, dijo cuando decidió regalármela a mis cinco años. Recuerdo que a padre lo noté extraño en esa pequeña ceremonia, ya que lo salteaba a él en la sucesión. Siempre había una tensión entre ellos dos. Mi abuelo contaba historias extravagantes, era hijo de los grandes relatos, llenos de situaciones épicas y siempre triunfales al final. Mi padre miraba su comida, conteniendo un odio mudo a través de sus cubiertos. Pero eso lo pude entender tiempo después, cuando mi abuelo partió a la parte más baja del mundo. Mi padre habría querido que le regalasen esa tortuga, aunque fuera a sus treintaytantos… pero no. Le había tocado a su hijo, ese paria reconocido, como a veces me llamaba él, el paria malparido se llevaba todos los galardones de la sangre y de la historia por medio de una inocente, lenta y arrugada reptil. A mí no me importaba. Por primera vez yo sentía que estaba a cargo de algo vivo que dependía de mis manos y de mi sólo cuidado.

No habría pasado mucho de eso, cuando una mañana muy temprano, casi de madrugada, teníamos que salir rápido, como siempre ya que el colegio quedaba en el centro y estaba bastante lejos de nuestra casa, mi madre se había levantado más insoportable de lo que acostumbraba: me despertó con unos gritos infrahumanos y daba patadas a mi puerta para que me cambiara urgente y me fuera de una vez a la escuela, mientras le reprochaba a mi padre haberse casado y haber tenido este hijo. No puedo olvidar el silencio que los invadió por unos segundos después de esa frase. Como que algo se le había escurrido entre la lengua y los dientes. Para ella todo era una desgracia del destino, si no de mi padre o Providencias del mismo orden Desgraciado.

Ese día a padre le tocó explotar pero, como siempre cuando explotaba, el volcán fluía dentro. Era extraño, porque yo escuchaba que bajaba y subía las escaleras rápidamente; parecía ciego, iba y venía, de una furia muda, hasta que entró en el baño y me sacó del inodoro cuando yo justo estaba terminando y por tirar de la cadena; arrastrándome escaleras abajo empujándome al auto y dio marcha atrás a toda velocidad. Y sentí de repente el crujido de una piedra que se partía en dos, y al instante también sentí que era mi caparazón el que se quebraba, eso invisible que me protegía de estos dos animales a los que a veces les tocaba disfrazarse de hombre o mujer. Algo medular estallaba para siempre en el centro de mi alma. Un crujido ahí, en el límite de mi cuerpo, debajo de la nuca y en la garganta. Lo primero que me salió fue una especie de aullido, y después grité: ¡Tortuga!, ¡La tortuga Isabel! y bajé del auto, y vi el humo frío que salía del caño de escape y de mi boca agitada. Y vi quebrada en dos a Isabel, desnuda sobre el frío zócalo rojo del piso. Mi padre parecía también suspendido en el frío, manteniendo el pie en el embrague y el freno. Yo corrí al interior de casa en busca de alguna ayuda. Pero lo que en ese momento era mi madre estaba llorando y gritando en un lenguaje que aún yo no comprendía del todo, y justo pude ver el teléfono reflejado por un rayo de luz que entraba levemente por la ventana; debía existir alguna llamada para marcar, el único número que lograba memorizar era el de mi abuelo, eso que lograba ubicarme en el mundo por si me perdía. No te olvides nunca de esto, decía él. Y yo lo único que sabía era que al marcar tenía que imaginarme la figura de una cruz, como me lo había enseñado a dibujar. Mi vía de salvación. Repetía en voz baja y dibujaba: 4568520, 4568520, 4568520.

Hago la marca en el aire y parece que estoy bendiciendo ahora mismo estas bolsas de basura, que son iluminadas por ese mismo rayo de sol que entra por la misma ventana. Mi abuelo pareció despertarse asustado con la llamada, y trató de respirar hondo al darse cuenta de que le pedía ayuda, y dijo que no estaba todo perdido, que aún quedaba una posibilidad de vida para Isabel: No te preocupes, voy urgente para allá, hijo. Andá a la escuela que yo me ocupo.

En el trayecto, lo que era padre no pudo decirme absolutamente nada. Y desde ahí nunca más pudo dirigirme la palabra.

Antes de entrar al aula imaginaba a todos los compañeros ya enfilados, bien peinados y perfumados por sus mamás, y que iban a saludar al cura que me acompañaría hasta la puerta de la sala por haber llegado diez minutos tarde. Ahí sentí mi odio a la humanidad, el significado de lo que es un cuerpo, el ánima y el de no entender a un Dios por imposición, ya que al sentimiento puro del amor sólo lo portan seres inocentes, que era lo mismo que me enseñaban en la escuela. Pero nada calmaría mi enojo; y nada era nada. En la clase de dibujo aproveché la ocasión para embadurnarle a un compañero de adelante la plastilina que tenía en la mano por todo el pelo. Mis extremidades se enlazaban por primera vez con la agresión, me daba placer el olor de la libertad a través de esa plastilina mezclada con gel para el pelo. Casi que ni se dio cuenta (él pensaba que era sólo una caricia fuerte que le hacía) hasta que todos empezaron a reírse a nuestro alrededor. Terminé toda la mañana encerrado en el oratorio (yo le decía velatorio, quizás por error pienso ahora, no sé) simulando que rezaba a la bondad de un crucifijo de plástico hecho en China pintado de marrón para aparentar una madera traída de Alemania. Más tarde terminé en la casa parroquial con el cura a cargo de la Iglesia y del colegio.

―Interferiremos Su existencia en la nuestra dando sentido al agujero negro que ocasiona la incertidumbre de crecer y no creer en nada más que en jugar. Jugar es una deidad única, hijo, aprovéchala de buena manera ―me decía sigilosamente el Padre Omar teniéndome en su regazo, y cerraba la oración dibujando una cruz en mi frente.

Al llegar a la casa vi que estaba estacionado el Fiat 125 turquesa en la vereda. Por fin, el abuelo está acá, respiré esta vez sin agitarme; me recibió con la tortuga Isabel en sus manos arrugadas. Era una obra de arte en movimiento. Mi Santa había resucitado: tenía restituido por completo su caparazón con un pegamento que formaba una cruz desde su cabecita hasta la cola.

Pero mi felicidad no duró mucho. Esa misma noche se escapó por una rendija debajo del portón, que yo ni sabía que existía. Por días me acompañaron sueños de objetos gigantes. Y si no eran pesadillas, me tocaba jugar en los sueños con mi tortuga, hasta que me despertaba una profunda angustia sin saber muy bien qué era lo que ese dolor significaba.

Extraño muchísimo a Wendolin y a Isabel. Hace tiempo deben estar desintegrados en algún lugar de la tierra. Nunca más jugué ni volví a jugar con algo que tuviera movimiento propio.

Táctica de una antropofagia cultural IV | Por Virgiña Sotti

Agarro con fuerzas las bolsas y las saco rápido hacia la vereda. Les chiflo a los recolectores de la basura para que vuelvan rápido hacia los restos del amanecer del nuevo día.

―¡Eh, muchachos, no se olviden esto! ―les grito.

Parecen no entender el llamado al principio, hasta que logran ver los dos monumentos de plástico y se acercan con el camión impregnado de osamenta.

―Che, pero parece muy pesado esto ―se queja uno de ellos.

―Puede ser, sí ―digo.

―Es que nosotros no hacemos este trabajo, señor. Tendría que llamar al otro servicio que manda los camiones para residuos especiales.

―Pero son sólo unos muebles con olor a viejo, y miren que no tienen nada de especial; es lo mismo que todo eso que llevan ahí dentro ―y les señalo la parte trasera del camión, donde chorrea un líquido casi negro―. Y si los dejan acá tirados, muchachos, puede ser muy peligroso debido a su descomposición y probable toxicidad. Súmenle la calurosa humedad de hoy, más la lluvia que está pronosticada para mañana y el dengue que nos acecha día a día junto a la chikungunya. No quiero decirles esto, pero si los dejan acá van a ser responsables de las consecuencias que traerá en el vecindario semejante irresponsabilidad con su trabajo. Y si es por el peso, no hay problema, yo mismo los ayudo a ponerlos en la tolva del camión.

Ninguno me contesta. Sólo uno, el que está abajo, atina a preguntarme, mientras de a poco arrastramos a padre, que seguía agazapado en un soliloquio reflexivo, si están desarmados los muebles, porque siente una pata de madera que empuja el nylon hacia abajo.

―Sí, no es nada, no te preocupes ―contesto. La pata de este viejo de mierda, me digo internamente.

Cuando el chofer empieza a hacer su trabajo desde la cabina, los chirridos del metal seco tapan los gritos que se van aplastando de a poco, como esos fetos que se arrancan de los cuerpos femeninos y son arrojados a los containers en las horas que hacen culminar una noche desesperada.

Nos quedamos mirando la salida del sol.

―Será un día peronista, parece ―dice mientras se prende un pucho.

Me llama la atención lo perfumado que está. Trato de no mirarlo con asco y lo puedo tolerar. Le pido que me convide una seca y fumo como un rezo frente a esa especie de rito de cremación a mis padres.

Contemplamos por un rato el cielo de cristal, blanco y circular a lo lejos, mientras nos empieza a bordear de a poco un mundo encapsulado. Noto en el cielo objetos que sobrevuelan, materiales extraños por el aire. Y en uno de esos vuelos puedo ver al vecino que estaciona el auto en el tejado de su casa y que me saluda en un salto amortiguado, bajando con una nube en sus zapatos, y que lo desciende con suavidad hacia la puerta de entrada.

―¡¡Hola!! ―le grito con entusiasmo. Cuando miro a mi lado, encuentro sólo una nube gris, suspendida, que abandona el caño de escape del camión de la basura.

Entro a mi casa y siento que tengo un poco suelto el moño rosa que une mi cintura a la pollera azul. La ajusto y siento el poder nocturno por todo mi cuerpo. Busco en internet más dibujos animados de mi infancia. Los que pasan ahora en la televisión son apenas unos raros espectros tridimensionales: no hay historia que atrape o la resolución está demasiado a la vista; para ocultar eso ponen muchos colores saturados y cuerpos fragmentados que aparecen y desaparecen. Los dibujantes ya no tienen imaginación. Sólo basta mucha publicidad que repita un slogan o frase hecha y listo.

Espero que las bolsas hayan quedado bien cerradas y que esta noche no aparezcan ni íncubo ni súcuba haciendo excursiones del pasado.

De repente encuentro capítulos dispersos de Pokémon.

―Hoy será un gran día ―me comunica mi mascota de color amarillo, mientras me pide que le acaricie un poco las orejas.

Me brillan los ojos de tanta felicidad.

 


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