Cuentos | Máscaras - Por Vanesa Gómez

¿Qué es ser feliz? Y cómo puede uno saber o creer o pensar o sentir que lo es. Si cuando uno siente piensa cree o sabe que es feliz es porque no lo fue nunca.

Recuerdo haber estado en momentos en los cuales pude haber sido feliz, pero al darme cuenta de que podía serlo o de que estaba siéndolo, despertaba, como si fuese un sueño. Y la felicidad se escapaba, dejándome nada en el cuerpo. Y en lugar de sentir felicidad, sentía nada.

Caminaba de la mano de mi madre. Recuerdo: era perverso. ¡No se mira así a la gente!, decía mamá. ¡No se señala! Yo no podía dejar de ver cómo se multiplicaban hasta el infinito los rostros de los muertos. Ni siquiera podía dejar de mirar a mamá a la cara. Ella estaba muerta, como todos. Y como todos, lo ignoraba. Me tiraba con fuerza del brazo o me apretaba la mano, en señal de que siguiera avanzando, cada vez que me embobaba con una nueva cara. Y yo sentía un cosquilleo que subía. Era algo eléctrico, como una patada. Y el cosquilleo subía y subía, como el miedo (o el placer). Y el cosquilleo, la patada, sólo significaban una cosa: que el mío también era un rostro muerto.
Yo tenía cinco años. Lo recuerdo. Tenía cinco años y sabía, creía, pensaba y sentía que estábamos todos muertos.

Con mi hermano hablábamos cada noche de aquello. Él hacía una lista mental, diciendo, de todas las personas que conocíamos, cuáles iban a ser las primeras en morir. Lo decía llorando, pero feliz en el fondo de ser el último, por ser el menor. Lloraba con una desesperación renovada por temor a la muerte y yo me sentía tan triste, tan sola y tan malvada que le juraba ser la primera en morir. Le prometía no sobrevivirlo.

Pensaba que la felicidad era el amor pero cuando mis labios se juntaron por primera vez con los labios del amor lo supe: amor no es felicidad. Amor es nada. Es vacío, al igual que felicidad. Felicidad no existe porque amor no existe.

Después llegó la traición del cuerpo, que me despertaba a la realidad. Yo era un animal. Una mujer. Y como cualquier animal podía ser traicionada por el cuerpo. Así como puede serlo cualquier mujer.
El médico dijo que era una nena y que en la ecografía se chupaba el pulgar. Cuando llegó el momento la parí gritando de rabia y dolor, deseando hasta último momento que naciera muerta.
Después de pasar de los brazos del médico a los de la enfermera llegó a los míos. Y tampoco sentí que amor o felicidad se escondiesen allí.

Sin embargo, a la primera queja corría a su lado. Sacaba la leche de mi cuerpo como si le hubiese pertenecido desde siempre. Como si mi cuerpo la hubiese llevado oculta de todos, en especial de mí.

A los seis meses dijo mamá. Yo lavaba los platos. Ella lloraba. No me gustaba dejarla llorar (pero la vecina me había dicho que si no la hacía llorar no ejercitaba los pulmones). La dejé llorar y sentí que quería estar conmigo, que por eso lloraba. Y entonces dijo mamá. Dejé los platos sin lavar y corrí hacia el coche. La levanté y la miré a los ojos y no dije su nombre ni pensé su nombre ni sentí su nombre. Dije amor.

Lo supe. Bebé era amor y era felicidad. Entonces felicidad y amor existían. Entonces bebé existía. Yo, existía.
Pero ella crecería. Dejaría mi leche, y los pañales. Dejaría mi cama. Empezaría la escuela y tendría amigos. Se enamoraría. Querría conocer hombres y lugares y vivir.
Bebé querría vivir porque bebé crecería y sería una mujer y quizá nunca recordara que hubo un tiempo en el que nos amamos. Que a no ser por ella, (por su cuerpo), yo nunca hubiese aprendido a decir la palabra amor o felicidad.

Entonces yo quedaría sola y no tenía importancia cuántos hijos pudiese traer al mundo, porque nunca lograría amarlos con la felicidad con la que amé a bebé. Y no podría hacerlo porque era terrible pensar en bebé viviendo fuera de mí y más terrible aún si el proceso se repetía en otros cuerpos.

Bebé viviría y yo ya no sería yo. O sería yo, pero diferente. Otra. Vieja. No podrían preservarme ni las fotografías ni la memoria (ni el amor). Y si bebé tenía hijos yo ya no sería yo, sino que sería abuela y los nietos preguntarían cómo fue la abuela de joven y los nietos preguntarían esto creyéndose jóvenes. Creyéndose inmortales. Y yo sufriría por ellos como cuando era niña y vería sus rostros y pensaría, pobrecitos, son tan jóvenes. Son tan bellos. Tan inocentes que no son capaces de sospechar siquiera que un día van a morir. Que ya están muertos.

Bebé crecerá y tendrá egoísmos personales y preferirá salir a bailar con sus amigas antes que estar con su madre que envejece. Y yo sabré que es justo y necesario y natural que lo haga. Y bebé dejará de existir como bebé y será mujer y entonces, quizá, amor y felicidad dejen de existir también. Y yo miraré la cara de mi hija mientras cenemos o desayunemos o hagamos cualquier otra cosa y sabré que ese cuerpo que salió del mío hace tiempo dejó de corresponderme. La miraré y sabré que amor y felicidad ya no existen, pero existieron.

 

 


Texto publicado en nuestra Revista Nº 8


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