Crónicas | Eva y Maricel - Por Teober Lorrat 

Hacía tanto frío que hasta el diablo llevaba un poncho. Nuestro cronista apuró el paso, no sin antes mirar dos veces la dirección del lugar, porque desconfía de su memoria. Fue acompañado, según dice, y eso le sirvió para llegar a tiempo. Adentro, el calor marcaba el pulso, mientras dos mujeres entre cervezas y baile se mueven contando una historia que avanza en círculos. Hay gritos y también abrazos, en una obra que se arma como un collage en donde el público ubica las piezas. 


En las entrañas de la city rosarina, entre bancos, cuevas, financieras y locales de ropa  –donde todo debe dar ganancias– hay un teatro escondido.

«Eva y Maricel, domingo a la noche, teatro La Morada, San Martín al setecientos». Anoté eso y arrancamos con mi compañera. Una puerta que chilla al abrirse y una escalera bastante larga nos lleva a la planta alta. Después de ciento cincuenta escalones –pueden haber sido menos– hay una suerte de escritorio rodeado de afiches que anuncian obras. Detrás de la mesa, y de una barba de cinco o seis días, un sujeto busca nuestros nombres en una lista, los encuentra y los tacha. Listo. Hay que esperar.

Mientras aguardamos sentados, no dejo de pensar en la infinidad de veces que paso por acá caminando. Los bancos rodeando la peatonal, escudados detrás de sus monumentales construcciones. El frenetismo cosmopolita de personas que se esquivan en una coreografía casi perfecta. Los vendedores ambulantes que ofrecen con el mismo ímpetu turrones, dólares negros o fundas para celulares. El olor de la garrapiñada en plena cocción, cuando el maní y el caramelo se hacen uno y compiten contra los chipacitos, que también compiten con el gigante del payaso de la esquina que comenzó siendo una hamburguesa y ahora es una perversa filosofía de vida. En esa selva urbana, cóctel de ritmo y variedad, todavía hay lugar para el teatro. Casi como el brote que se hace lugar entre las baldosas y las cagadas de perro; allí, en un primer piso descolocado del paisaje, una sala de teatro agrupó a poco más de veinte personas que esperan que se apague la luz para que comience la función.

Eva y Maricel | Foto: Panchu Erijimovich

La escenografía es sencilla y por eso intrigante. Apenas hay una mesa pequeña, secundada por dos sillas, una jaula de pájaros –estilo Tweety– y algunas cosas más que no logro divisar todavía. Ellas vienen a contarlo. Eva, de pelo corto, carga con el temperamento de los que apuestan y la torpeza de los que avanzan a pesar de todo. En sus movimientos se percibe la fragilidad de una mujer que esconde sus miserias detrás de una coraza ficticia. Hay un romance inconcluso, que nunca termina de quedar claro. Los labios se aproximan y no se tocan, para que nosotros completemos el acto desde el público, cumpliendo la ley del raciocinio occidental que tiende siempre cerrar los círculos: así como no es fácil imaginar un total de noventa y nueve monedas –sin pensar siempre que falta una– entre las bocas que se acercan y se alejan vemos los besos que no se dan. Las concreciones inconclusas son el fuerte del relato. Hay algo de Hitchcock en todo esto, no sé si los autores vieron el cortometraje Al borde del abismo pero hay elementos que se parecen.

Maricel, en cambio, viene de rojo, con bailes grotescos y ejercicios que la agitan más de la cuenta. Se arrastra por el escenario, mientras mira de reojo a su compañera que la persigue sin tocarla. Maricel tiene un vestido que sugiere más de lo que muestra y parece que en cualquier momento alguna de sus tetas va a explotar. Sabe que lo sabemos y se aprovecha de ello. De espaldas a nosotros, sobre el suelo, nos mira sin vernos, mientras Eva le exprime media naranja en el pecho. Su amiga se limpia y se enchastra a la vez. Se levantan, abrazadas van para volver, bailan hasta que una cae sobre las piernas de otra. Es como Átame, de Almodóvar, sólo que nunca queda claro cuál sería Antonio Banderas y cuál Victoria Abril. Quizá ambas, quizá ninguna. Izan un erotismo extraño, que nos invita a indagar más allá de lo que nos dejan ver. Los roces no son inocentes, mucho menos las lenguas. El argumento se pierde, pero no nos importa.

Eva y Maricel | Foto: Panchu Erijimovich

Sin previo aviso, Eva atraviesa una metarmofosis que no vi venir. Fue una seductora chueca, que sabía mover la cadera hasta hace cinco minutos y ahora se asoma a un balcón inventado, mientras pasa de Marimar a Eva Perón. Ingenuidad y revolución, todo junto. Maricel la mira como desconfiada, ella está de acuerdo con destronar al patriarcado y también le gusta que la inviten a comer, que le regalen bombones o que la agasajen: «Yo también soy de izquierda», se defiende. Lo dice con la culpa que esgrimen contradicciones absurdas que reniegan del placer, por suponer una traición. Eva camina en círculos, se sienta y niega todo. Buscan un devenir en común que, según parece, no sucederá. El destino no las quiere juntas, pero tampoco las aleja demasiado.

En medio de todo, como si alguna vez no hubiese sido así, está el amor. Que acá nadie sabe de qué carajo se trata, pero todos hablan de él. Le ponen otros nombres, lo buscan, lo definen y lo insultan. Lo cierto, hasta el momento, es que ellas juegan al filo la idea del «ser incompleto», que necesita (o depende) de un otro para sobrevivir(se). Estaban a punto de descifrarlo, pero prendieron las luces. Aplausos. Nos vamos a casa.


Contacto

Eva y Maricel
La Morada Teatro

Ficha Técnica

Dirección: Maricel Zitto
Actuan: Maricel Zitto y Eva Ricart
Asistencia de dirección: Paula Valdés
Asistencia teatral: Alejandra Codina
Diseño sonoro: Leandro Maseroni
Diseño de luces: Alejandro Ghirlanda
Fotografía: Panchu Erijimovich


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