Cuentos | Sueño, que descalza, una mujer - Por Eva Wendel | Ilustración: Emilia Repetto

La pesadilla tiene sombras y tiene luces. Es el cuarto, las paredes que hablan, recuerdan o insisten en repetir. Es un pasaje de lo vivido y grabado a lo vuelto a vivir, que quema, arde sobre la piel, el cuerpo, la mirada que recibe la luz o las sombras. De unas a otras, las sucesiones comprueban un rasgo que parece inevitable, un pesar sobre una vida, una pena que se replica, que es luz y sombras en una habitación. 


Al maremágnum de las sombras, volví. El espacio vacío, cuatro paredes y una puerta enrejada me someten. Busco la luz del sol o de la luna, ya no recuerdo, que se cuela por una ventana, también enrejada.

Y es que soñé que era una mujer que estaba descalza, sucia y dolorida en una habitación de cuatro paredes pintadas de blanco, y una puerta, y una ventana pequeña, bloqueadas. Buscaba la luz del sol o de la luna, ya no recuerda, que se colaba por esa pequeñísima ventana.

Y fue porque esta mujer había estado soñando que era otra mujerzuela que estaba descalza, sucia, dolorida y golpeada, encerrada entre cuatro paredes manchadas de blancos, grises y negros, y una pequeñísima puerta, y una ínfima ventana, herméticamente blindadas. Y había buscado la luz del sol o de la luna, ya no recordaba, que se colaba por ese milimétrico punto de fuga.

Y debió ser porque esta otra mujerzuela habrá estado soñando que soñaba ser una mariposa, que se conservaba limpia, pura y brillante, volando por un bosque de verdes, amarillos, naranjas y pardos. Y habrá estado buscando la luz del sol, colada en cada cúmulo de montes, prados, árboles platinados, ramas enredadas, hojas betunadas, flores de todas las especies.

Olvidada, yo; entumecida, la mujer; perseguida, la mujerzuela; buscada, la mariposa, soñé que soñaba que había soñado que habría estado soñando que volaba, que libre, que cielo azul, ríos misteriosos, rayos de luna, corrían e iluminaban; pero las sombras, que armadas de negros y blancos, que en medio de aquella noche y de aquellos ríos entrelazados, brazos afluentes, corrientes mansas; recorrían, mis manos; dedos, la mujer; uñas, la mujerzuela; movimientos, la mariposa. Y la noche, sin la luna, bajo las sombras, entre los montes, pero buscando a la perdiz, la encontraron, y la ataron, y la arrastraron de los pelos, los perros, y luego la golpearon y finalmente la violaron.

Perdida, la mariposa, la persiguieron las sombras de noche, de día, sin luna, sin sol. Y la madrugada, nublada, lluviosa, volvía y anunciaba el alba. Pero los coágulos, los pastos oxidados, la sangre pegoteada por todo el cuerpo, y los hombres, y los perros, y salvada la perdiz, la revolcaron y la maniataron hasta cortarle las muñecas.

La llevaron al pueblo, la animaron con plumas, concheros, dólares, joyas.

Y por las noches, las luces multicolores, las habitaciones pintadas de blancos, o blancos, grises y negros, o de cegados verdes, amarillos, naranjas y pardos.

Y desde el dolor de todo el cuerpo (descalza, sucia, aturdida) aún veía la luz que se colaba por las pequeñas hendijas, casi imperceptibles, del infierno.

Por Emilia Repetto

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