Cuentos | Crepúsculo sobre veredas de octubre - Por Mariana Travacio | Ilustración: Lali Ruggeri

Mientras llega el ocaso de esta tarde de octubre, sobre las baldosas de una vereda plagada de gente, entre bocinas de viernes y vidrieras de siempre lunes, vemos caminar a Amalia Latorre. A diferencia de los otros transeúntes, que se muestran apurados, o decididos, o como sabiendo adónde van, Amalia camina extraviada, o desatenta, o como prestando atención a algo que lleva adentro. Es posible que Amalia acabe atropellada, tan ensimismada va; o que acabe volviendo sobre sus pasos, arrepentida; o que siga adelante, después de todo y a pesar de tanto.

Es que Amalia va al encuentro con ese hombre que la estremece, o que la estremeció, y tal vez camine lento porque duda, o porque de verdad no sabe qué hacer.

La tarde todavía persiste, pero son las últimas luces, sólo rayos oblicuos que pronto se apagarán. Cuando eso suceda, llegará la noche, temprana quizás, pero noche al fin, como está previsto, porque ese detalle también está previsto: que sea de noche. Es que Amalia se prometió este encuentro mil días y se consoló con él mil noches, como revancha a tanto desvelo, o como exigida redención.

Ahora Amalia camina más decidida, como si hubiera encontrado la huella de ese pasado que le exige, o que le impone, cada paso de esta tarde de octubre. Se detiene en una vidriera que la llama, inesperada, y le habla. Se asoma al local por la hendija que apenas le deja la inmensa fotografía de una mujer con su capelina blanca y su bronceado perfecto: adentro hay sentadas unas mujeres mucho más jóvenes que Amalia, unas mujeres jóvenes como era Amalia aquel enero de éxtasis, o de embrujo, cuando se casó con ese hombre que la adoraba, o que la miraba con adoración, porque entonces no había nada como Amalia para él.

Ahora Amalia separa su cuerpo de la vidriera y sigue su camino de baldosas calculadas. Va despacio, Amalia, y la llevan por delante, a ratos, o se estrellan contra ella, que intercepta el apuro, o la vida, de esta vereda de octubre.

Tal vez el perfume de los días felices la detiene un poco, porque ahora se muestra más atenta, como mirando a sus costados. Sí, acaso se detenga en ese hotel, el del primer viaje juntos, el hotel donde hacían el amor noche y día, complacidos de tanto encierro, porque sus cuerpos eran puro encuentro, o pasión empecinada. Sí, en ese hotel se amaron triunfales, aunque ahora Amalia camine vencida por estas calles atiborradas de viernes.

Unos pasos más adelante, en una cuadra de pasado rabioso, detiene otra vez su marcha: es la vidriera de una farmacia. Algo llama su atención porque clava su mirada y se demora en ella. Es posible que haya reparado en la publicidad de esa madre impoluta que abraza a su hijo de cabellos dorados, mientras sonríe impasible, plastificada en esa cartulina de propaganda. Si acaso fue eso lo que la detuvo, es probable que Amalia recuerde entonces el día que él dejó de quererla, cuando apenas salían del hospital con esa promesa en brazos: él la miró ajeno y ella sintió el desencanto. Sí, fue ese día. Porque a partir de entonces, él se iba nadie sabe dónde y ella se quedaba sola, con su niño, y lloraba cuando se bañaba porque no tenía dónde, o porque no quería que su hijo la viera, o que la presintiera así, como sólo desamparo. Y si es esto lo que ahora Amalia tiene en mente, es muy probable que también se acuerde de aquellas noches de espanto, o de llantos amordazados, porque él le había ordenado amamantar a oscuras, para no despertarlo. Y ella cumplía, para no desatarle la furia de esos ojos asediados de fantasmas, o rociados de ira. Amalia acaso evoque ahora las tardes de aquella época, parada en la puerta de su casa, apenas juntando fuerzas para entrar, o para no llorar frente al niño que la esperaba adentro. Sí, acaso sea eso lo que ahora la recorre, porque agacha la cabeza, un poco, y respira hondo antes de seguir.

Oscurece. La noche da paso a las luces del tráfico, o de la calle, o de las tantas vidrieras que ahora parecen multiplicarse en el vacilante espejo de una promesa de neón. Si Amalia pudiera verse, acaso sabría que tiene los labios finos de la amargura y la mirada del frío estable, ese que no se va, que se instala para siempre. Pero no se detiene, sólo camina su delgadez inconcebible por las calles de esta incipiente noche de octubre. Ella no se sabe delgada, se piensa fuerte: se siente invencible mientras camina al encuentro con ese hombre que la estremeció, o que acaso la estremezca aún, aunque esto último ella no lo sepa, o lo soslaye.

Una casa asoma entre tanto edificio: tiene una palmera vieja y unos jazmines que parecen empecinados en recordarnos que hubo otro tiempo de calles más tranquilas, o menos anónimas, que no hubiesen permitido que Amalia caminara tan impune por las veredas estrechas de este octubre de sólo crepúsculo.

Amalia respira los jazmines y vuelve atrás, vuelve a la tarde de aquel enero, cuando se estaba por casar, acaso su tarde más feliz. Había ido a comprar su vestido de novia y había vuelto con una sonrisa inabarcable; él la esperaba en casa, la recibió con un abrazo que duró una eternidad, un abrazo que Amalia todavía siente plácido, como si fuera de ayer. Ella se probó el vestido: quiso que él la viera así y, esa noche, Amalia supo que él la adoraba, porque vio, o adivinó, que a él se le escapaban unas lágrimas mientras le juraba amor eterno. Aquella noche de enero hicieron el amor sin urgencias, como quien inaugura un futuro invulnerable. Amalia revive lo que sintió entonces y sabe, o presiente, que ya no volverá. Eso la entristece, o la llena de valentía, porque ahora sigue su camino y su paso se apura, agitado, en dirección a esa esquina que ya está más cerca. Está demasiado próxima cuando Amalia se pierde en ese día que él la despertó a los golpes, desatado porque había dormido mal. Amalia sabe, o sospecha, que hay lugares de los que no se vuelve y esto parece decidirla aún más. Repasa su historia y aunque todavía se pregunte cómo llegó a tanto, piensa, o sabe, que no puede reescribirla. Entonces confirma su plan obligado, su destino justo, insignificante ya. Ahora Amalia quiere detener el temblor de sus piernas flacas, o que flaquean, porque se acerca al encuentro con ese monstruo, o con ese hombre, que alguna vez la quiso y que ya no la quiere, o que tal vez la quiera, después de todo y a pesar de tanto.

Amalia no se pregunta si está a tiempo de arrepentirse. Hay una voz que le dice que sólo esto puede redimirla, o devolverle lo que le quitaron. Amalia, en el fondo, hubiese preferido reescribir la historia, o hubiese preferido olvidarla, pero acaso tampoco pudo y por eso camina decidida en esta incipiente noche de veredas crepusculares.

Lo que Amalia no sabe es que el hombre que la espera en esa esquina de octubre, tiene los ojos de aquel enero, inundados de amor, y parece dispuesto a volver el tiempo atrás, o a olvidarse de todo, porque acaso crea que la historia se puede reescribir, o que se le puede quitar algunas partes, como si fuera editable.

El momento se acerca; tal vez ahora Amalia sólo sienta la necesidad de llegar. Apura el paso sin saber que la espera un hombre erguido de pasión, con un ramo de flores en las manos, que mira atento, o que la busca con su mirada, porque la quiere, o porque no puede vivir sin ella.

Ahora Amalia lo ve, de espaldas, a pocos metros de donde ella está. Le tiemblan las piernas, de miedo, o de amor, frente a ese hombre que ahora se da vuelta, confiado, y le muestra el ramo de flores, mientras ella mete la mano en la cartera, sin apuro, saca el arma, lo mira fijo, se apoya el caño en la sien, y dispara.

Por Lali Ruggeri

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