Poesía | Transcripciones: cinco poemas de Estela Figueroa - No es para hablar de mí que escribo de la glicina: cayó su lluvia ligera azul– violácea– celeste. No es para hablar de la glicina que la comparo con una lluvia y adjetivo esa lluvia. Es para detener este momento nocturno: la casa en calma y los pensamientos que ennoblecidos velan por un ordenamiento que […]

No es para hablar de mí que escribo
de la glicina: cayó
su lluvia ligera
azul–
violácea–
celeste.

No es para hablar de la glicina
que la comparo con una lluvia
y adjetivo esa lluvia.

Es para detener este momento nocturno:
la casa en calma
y los pensamientos que ennoblecidos velan
por un ordenamiento
que lo abarque todo.


«Ciudad, amada, cándida…» [1]

La ciudad está llena de ciegos mendigos
de niños mendigos
de mujeres mendigas con sus bebés en brazos (el brazo
que no extienden para pedir).

Los bares de la ciudad están desolados.
Los negocios quiebran, ofertan, liquidan.
Comemos lo más barato y así vestimos.
Nosotros
los que no pedimos limosna ni la damos.

La obsesión de sobrevivir cubre nuestros días.
Con ella vamos a lo largo de las calles incendiadas de sol.

Verano de 1981.
Calles donde sólo las flores
delicadas y de vivos colores
–todas perfumes y talco–
asomadas a los balcones
nos espían.


La enamorada del muro

I
La enamorada del muro
no sabe cómo es el muro.
pero seguro siente su humedad
cuando ha llovido.

Su aridez
en tiempo seco.
La enamorada del muro
depende del muro.
A él se aferra.
Si el muro se cae
ella se desparrama
como una cabellera sin cabeza.

A veces es tímida
y cubre sólo la base
como una mujer arrodillada
que abrazara las piernas de un hombre.
Y a veces –qué deseo
y qué orgullo caben en ella–
cubre no sólo el muro
sino toda la casa.


III
Visto desde afuera
la impresión general es de una gran belleza.
¿Pero quien puede alejarse para mirar
cuando está enamorado?
El muro no ve el hermoso conjunto.
Ve pequeños tentáculos
que se clavan en él.
La enamorada ve el muro descarnado.
«Él es el hueso que me da forma.
Yo soy la carne que le da vida».


A Manuel Inchauspe
en el hospicio

Las nuestras, mi amigo,
son obras pequeñas.
Escritas en la intimidad
y como con vergüenza.
Nada de tonos altos.
Nos parecemos a la ciudad
donde vivimos.

Perdiste tus últimos poemas
y yo casi no escribo.

De allí
esos largos silencios
en nuestras conversaciones.


Las caras de mis hijas después de la inundación

Es cierto eso que dicen.
Uno le da importancia a las cosas
después que las perdió.
Día tras día
hago el enorme esfuerzo
de reparar algo.
La foto de Florencia
en el jardín de infantes.
Los bordes blancos
carcomidos por la humedad.
Salvo su cara
la recorro con cuidado.
La coloco en el pequeño portarretratos redondo
que ahora está entre mis libros nuevos.

Con la foto de Virginia es más difícil.
Estaba enmarcada entre dos vidrios
y con un marco gris.
Lo recuerdo. Cerca del ventanal. En el comedor.

No resistió la fuerza del agua
la podredumbre del Salado.
Parecía un ángel
–que Dios tenga de mí
misericordia–.
Ahora parece una cara con lepra.

 

 

 

[1] Se refiere a un verso de Ezra Poud acerca de Nueva York [la nota aparece en la edición de Bajo la luna (CYT)]

 

Todos los textos fueron extraídos de Figueroa, Estela: El hada que no invitaron. Obra poética reunida 1985-2016. Bajo la luna. Buenos Aires: 2016.


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