Manifiesto Contra
A riesgo de sonar imprundentes e incómodos, largamos esta serie de artículos donde nuestro compañero intenta plantear algunos interrogantes acerca de los lugares comunes del humanismo. Esperemos que se entiende. Y si no, allá ellos…
Por Tulio Mandarín Ledesma
Es bueno revisar, de tanto en tanto, las consignas humanitarias que atraviesan a una determinada sociedad en un momento específico; comprender las tramas singulares de estos preceptos aparentemente filantrópicos permite saber de qué va esa sociedad, cómo está compuesto, de alguna manera, su ideario hegemónico, a qué se apela y de qué manera. El humanismo voluntarista, el supuesto amor a la humanidad, si no es medido en sus justas implicancias, puede favorecer posturas profundamente contrarias a las esperadas. Todo humanismo es, en verdad, una aspiración deseosa que no supera los límites concretos de la realidad; es imposible aspirar a una división tajante entre lo bueno y lo malo sin recurrir al consolador recurso de una figura paterna trascendental. Se necesita de un Dios para ser humanista: el hombre arrojado a su propia existencia, desempeñado su fuerza vital en expansión, no es humanista, en tanto no reconoce valoraciones dadas de antemano, como entidades eternas y absolutas. Apelar a esa suerte de divinidad es, en parte, rechazar la acción de las fuerzas humanas, rebajarlas, quitarle importancia y, en consecuencia, de algún modo, legitimar las imprecisiones del mundo humano existente, aceptar los sometimientos y justificar de forma casi irrebatible las injusticias e inequidades de la fuerza. En ese contexto, el derechohumanismo, como expresión de una voluntad de hacer el bien, presenta esas ambigüedades y corre el riesgo de colocarse en una posición completamente contraria a sus fines principales asumidos al inicio.
El derechohumanismo parte de una premisa básica, fundamental, sin la cual no puede existir: existe una división entre el Bien y el Mal, son dos entidades reconocibles que interfieren en el desarrollo histórico de manera desigual y, por lo tanto, el hombre bondadoso, para legitimar su bondad, tiene que demostrar sus esfuerzos ante el Tribunal del Bien en su lucha denodada contra el Mal. En efecto, se resuelve que hay hombre que pertenece al campo del Bien y otros que integran las huestes del Mal.
El Bien y el Mal son categorías que permiten trazar una división entre los hombres: de un lado los buenos, que buscan el Bien; del otro los Malos, ansioso por derramar su maldad. Tienen escalas axiológicas distintas, motivaciones antagónicas: unos responden a los sacramentales valores del altruismo y filantropía; los otros solo se dejan llevar por sus mezquindades individualistas. Esa separación es la tabla de evaluación del contenido humano, el registro de la humanidad: la humanidad es, en efecto, el grupo de hombres que se atienen al Bien. Le subyace, evidentemente, una concepción humanista universal que sostiene que el ser humano es sociable por naturaleza; la bondad y la generosidad, el placer por encontrarse y compartir con otros, es algo que viene dado desde la cuna; y si esa concepción basal no apunta a la composición genética, a un humanismo innato, asume que tales valores armonizadores son inculcados a primera hora, por el mismo efecto de la civilización. Por lo tanto, todo aquel que no los detente es víctima de una posesión maligna o, en su defecto, hace una resignación voluntaria, un provocativo rechazo que, asimismo, refleja un extravío causado por la influencia del Mal, desafiando a la condición humana misma que se afirma en esos valores absolutos: el iconoclasta es, entonces, un ser inhumano, infrahumano, que en su desdén por los valores absolutos concedidos por y para el Bien, abandona la condición humana; se coloca por debajo, en una escala inferior, repugnante, que no merece ningún respeto. El Mal es, finalmente, execrable por sí mismo y, como tal, al ser el enemigo número uno de la humanidad, consagrada al Bien, aquello que la amenaza y pone en vilo su supervivencia, es absolutamente aniquilable. De hecho, la aniquilación del Mal se convierte en un imperativo irreprochable, en tanto representa el seguro para la continuidad del hombre sobre la faz de la tierra.
La existencia humana adquiere, así, un sentido trascendente: su misión en el mundo es salvar a la humanidad, salvarse a sí misma, de las siniestras garras del Mal. La humanidad, como conjunto, tiene un carácter mesiánico, salvador, mientras que el hombre, en su individualidad impotente, debe buscar su propia salvación, es decir, consagrarse a la militancia del Bien para ganarse el reconocimiento y, en efecto, salvar su alma.
La humanidad debe combatir, sin miramientos, todo lo que pertenezca al Mal: combatir sus ideas, sus encarnaciones, sus objetivos, sus métodos, sus representaciones, bregar porque desaparezca todo aquello que se vincula a lo malvado. Es una permanente caza de brujas que siempre sospecha y tiene como consecuencia invariable un estado de convulsiva paranoia repartido tremebundamente por todas las capas sociales. De esa forma se des-historiza al miedo, se rompe su condicionante histórico, cortando la cadena que lo ata al hombre mismo y su propia condición de ser histórico: el origen del miedo es el propio Mal, su espectro; toda su explicación consta en la terrible amenaza que el Mal, como fenómeno a-histórico, reparte entre los hombres. Eliminando al Mal se elimina al miedo, de hecho, ya no habría nada porque temer. Semejante gesta, por lo tanto, admite todos los medios, aún aquellos que equiparan al Mal, siempre que se tengan las mayores potencias, la hegemonía de fuerzas en un tiempo y lugar: son los fines, en este caso, los que establecen la diferencia.
La historia es el relato de los hechos construido por la humanidad que rinde cuentas de su lugar, sea como perspectiva de reparto o su protagonismo, pero lo cierto es que solo incorpora a la humanidad: la historia es siempre la historia de la humanidad. En consecuencia, aquello que no integra la humanidad, lo que no es humanidad, está, por lo pronto, fuera de la historia, es a-histórico, carece de la lógica explicativa de la historia y se muestra, en fin, como incomprensible. El Mal está por fuera de la historia y, en conclusión, desde ese lugar de exterioridad cae en la historia con su truculenta influencia. El Mal es un padecimiento que la humanidad desdichada debe padecer, vaya a saber porqué, tal vez por la misma voluntad de que ser superior, trascendente, absoluto e inmortal, que fue quien elaboró esos valores esenciales que constituyen la bondad primaria del ser humano y permite identificar el Mal; quizás todo fue un gran desafío para medir las fuerzas y el arbitrio humano para confrontar contra el Mal y superarlo, en su intensa búsqueda del Bien.
El Mal sería, en rigor, una potencia a-histórica que descendería sobre ésta, encarnándose en alguna figura, para desparramar toda su perversidad, corrompiendo las almas puras de los hombres. De tal modo, aquel hombre que se comporte de semejante manera que su conducta merezca la reprobatoria calificación de malvado, será visto como un monstruo, un ser horripilante venido de afuera, que no pertenece a la humanidad: que se suponga que el hombre es naturalmente bueno, permite marginar a estos fenómenos de la historia, modelarlos como monstruosidades ajenas, inadmisibles y colocarlos como enemigos de la humanidad, en conjunto, quitándole, de esa forma, todo su contenido existencial, político y social. Son ejemplares a-históricos, inhumanos, por ende, no merecen análisis, no representan ni significan; son solo carnaduras del Mal, enemigos jurados que es menester combatir con toda la ira bondadosa.
En la historia, más bien, en la historiografía, en las lecturas que de la historia se hicieron y se hacen, se ha hecho un cabal aprovechamiento de estos juegos hermenéuticos y se constituyeron, desde el saber hegemónico, mitos fundacionales que pasaron a ser principios de organización de todo el armado cultural.
Aprovechando el substrato de temor que aporta el Mal, se formulan relatos mitologizados, es decir, cubiertos de ciertas láminas fantasiosas, que permitan extraer alguna especie de moraleja, pátinas hiperbólicas, manipulaciones, que no siempre se ligan a la falsificación lisa y llana, la mentira de un dato o la alteración total de un acontecimiento, sino que con sutiles parcializaciones, retoques discretos, el uso de tonalidades y énfasis narrativos, acentuaciones abusivas, se logra demonizar un fenómeno completamente histórico, salido y producido por el desarrollo de las fuerzas sociales en un contexto histórico concreto, para marginarlo, mostrarlo como excepcionalidad, un truncamiento en la regularidad histórica que carece de lógica y sistematicidad: es el Mal como pura expresión del mal en oposición al Bien como Bien puro; la perversión contra la inocencia. El mito del Holocausto es el ejemplo más ilustro de este movimiento interpretativo-político sobre la historia y su construcción discursiva-simbólica.
Borrar el contenido histórico de un acontecimiento, como por ejemplo el Holocausto, facilita posteriores manipulaciones, la ulterior utilización para fines políticos determinados, por parte del imperialismo occidental-cristiano, regidor de la cultura que aspira a universalizarse, como argumento de validación para avanzar sobre el territorio árabe y la cultura oriental-islámica que se le resiste. La conquista del judaísmo, una colonización etnocéntrica y racista, es puesta al servicio de un nuevo arremetimiento imperialista. A menor escala, el mito del Genocidio sirve para vaciar el contenido político-económico del gobierno militar y disimular la continuación prácticamente intacta de las estructuras de dependencia. De la misma manera, es una fabulosa redada para igualar la violencia revolucionaria con la violencia estatal o para-estatal, inherentemente asimétricas, desiguales, de modo que, usufructuando a su favor el espanto inhibitorio del terror sanguinario, se supriman y condenen socialmente todo uso de la violencia, como valor en sí, arquetípicamente tipificada en su costado físico, directo, como la violencia física inmediata, manifiesta, obviando su diversidad de manifestaciones y, por supuesto, la expresión de la violencia dinámica, intrínseca de un sistema opresivo y de exclusión. A esa violencia en absoluto, hermana del Mal, le sigue la reducción de los ánimos revolucionarios, castrados, amedrentados bajo la permanente amenaza del fusil. Hay una santificación de la vida como valor absoluto que recusa todo tipo de violencia por el simple hecho de emparentarla con el Mal.
El resultado es la conservación del orden: al atribuirle un sentido absoluto a la vida, se contribuye a desplazar hacia la muerte el sentido trágico. La vida, repleta de sentido, hinchada por una trascendencia que le es inmanente, es un bien invulnerable, de perfil sacrosanto: violarla sería interrumpir ese curso divino que por propia condición la vida desarrolla. Es, por antagonismo, la muerte la que posee el carácter trágico, macabro, demoledor, de espanto. Mientras la vida se completa en sí misma, con un giro de corte mágico, en una finalidad en sí misma, cerrada, absolutamente significante por sí, la muerte es esa mórbida interferencia, el chillido feroz que llega a romper con la pacífica calma de la vida.
La vitalidad es concebida como una cualidad propia del ser humano; esa vitalidad no es la propiedad de existir, el ser, sino que se refiere a una especie de inmortalidad, aunque esa generalización sea negada desde un pretencioso agnosticismo. Toda vida que adquiere un carácter absoluto es, en cierta medida, eterna. La muerte es solo una degeneración momentánea, en una de sus instancias primarias, inferiores, que permite el acceso a estadios superiores, de mayor ventura y satisfacción. Detrás del sentido absoluto que se le atribuye a la vida, como un valor en sí, completo, eterno e inmutable, permanece la presencia magnánima de una figura celestial, una fuerza omnímoda que concesiona la función de eternidad: detrás de la vida como fin en sí misma se erige aquel poder suprahumano que recibe mayoritariamente el nombre de Dios. De ese modo, atentar contra la vida es atentar contra Dios. La vida debe ser defendida a toda costa, sin miramientos, sin ninguna consideración histórica: las bajezas de la terrenalidad humana no puede mediar en la evaluación de una propiedad trascendente, que va más allá de la significancia de los valores inmediatos y transitorios de la historia. Defender la vida es defender la humanidad y, por lo tanto, consagrarse a la bondad. Para eso, en tanto la vida está siempre amenazada por la muerte, que pretende cubrirla con sus mantos trágicos, que inspira el dolor y el sufrimiento, es necesario atacar la muerte, condenarla a un exilio de las existencias humanas: para amar la humanidad hay que rechazar la muerte en todo tiempo y todo lugar, de cualquier forma que se presente.
Naturalmente, este rechazo de la muerte, también como valor en sí mismo, como sentido trágico, como absurdo, es decir, como categoría en donde se proyectan todas las características propias de la vida, representa, a su vez, la anulación de toda posibilidad revolucionaria por medio del uso de la violencia: todo acto, sea del género que fuere, que represente violencia y, por lo tanto, muertes, debe ser rechaza de raíz, sin consideraciones, ya que es una ofensa a ese valor absoluto que es la vida y, en efecto, contrario a los fines del cuidado de la humanidad y su consagración infinita. El carácter absoluto de la vida es una consecuencia del exasperante y por demás de indecoroso terror que suscita la condición absurda de la existencia, la carencia de todo sentido inmanente, dado de primera mano, prefijado. La ausencia de un destino manifiesto carga sobre las espaldas la tremenda responsabilidad de proyectar uno mismo su propia existencia, de vivirla libremente: para salvarse de tales inconvenientes, se genera la figura trascendente que asigna valores absolutos y resuelve la controversia de la responsabilidad: ya no puede haber grandes culpas, hay un determinismo primario del que el hombre no puede estar exento. Ese contenido profundamente religioso se encuentra activo en el derechohumanismo, por más que quien lo eleve se asuma como ateo, no creyente o a-religioso. El inmanentismo de la vida, la aplicación de un sentido originario y constante, eterno, es lo que compone esa religiosidad, la aspiración implícita a un más allá, la apelación a una fuerza superior que digite los destinos de lo mundano; la condena de la muerte como una atrocidad inhumana es, precisamente, la consecuencia final de ese desenvolvimiento devoto.
El mito del genocidio, al igual que con el Holocausto, convierte en monstruos a-históricos a los militares, les quita su representación y significación histórica: fueron hombre malvados, extraviados en los fétidos sopores del Mal, que atacaron sinrazón, por el placer de muerte, a inocentes almas, tal vez equivocadas en sus formas de expresión, pero esencialmente bondadosos. El Mal contra el Bien. Es una genial estrategia por la impunidad y la prolongación en democracia, una democracia vaciada en origen por la presencia mismo del Mal como amenaza, reprimida, del régimen de sometimiento nacional: los militares-monstruos puede ser condenados y recluidos de por vida, su imagen manchada para el largo de la historia, sin embargo, su objetivo político está cumplido, el orden social permanece por los caminos por ellos diseñados.
La presencia del Mal, su amenaza, regula la vida social. A partir de entonces, cualquier cambio que conmueva mínimamente esas estructuras, despertará fantasmas e impulsará el espanto hasta los límites de la inacción. En hora buena que se revise el pasado, pero comprender desde dónde y qué hay detrás de la propia posición, qué implica, que supuestos da por sentado esa postura asumida, es una necesidad fundamental para que las buenas intenciones no terminen diluyéndose en una contribución con intereses reaccionarios. En ese contexto, reconocer la disputa de intereses y propugnar el enjuiciamiento de asesinos y represores, no en nombre del genocidio que los demoniza y des-historiza, sino en nombre de un interés político antagónico al que motorizó la represión, es parte de la estrategia popular para no otorgar privilegios al enemigo del pueblo y que la reivindicación histórica no se reduzca a una simple condena de individualidades malvadas, sino que represente la terminación histórica de un proyecto de dependencia y extranjerización. Acabar con el mito del genocidio, no aportar al baño diabólico con que se pretende investir a los militares represores, aporta a que el objetivo no sea simplemente la condena de personas, continuando la misma línea en el orden social, sino que se recupere el proyecto revolucionario que despertó la reacción militar, para que ese proyecto de nación se concrete como conclusión de un periodo histórico.
Eso exige replantear el uso de la violencia dentro del marco de una estrategia política en una instancia de radicalización del conflicto de intereses. Exige, igualmente, la abolición de valores absolutos que degeneran la comprensión política de los fenómenos y excluyen de la historia. El humanismo no se apropia a la lucha política, en tanto que procura imprimir un código ajeno a lo que es esencialmente una lucha descarnada, a veces matizada, pero siempre en riesgo de radicalizarse, por el poder. A partir de entonces es posible diferenciar seriamente la violencia revolucionaria, producto de una voluntad popular o civil, sea del género que sea, de la violencia estatal, para no alimentar, entonces, teorías reaccionarias como aquella de los dos demonios ni engordar fantasmagorías retardatarias. La paz solo es la justicia social y la soberanía.
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