Nuestro compañero grabó algunas charlas de bar y las emparentó con los enunciados de algunos doctores, licenciados, intelectuales y demás; llegando a la conclusión de que el mensaje era el mismo, con un maquillaje diferente. Entendió, entonces, que antes de decir «la inutilidad del sentido de la vista vuelve insensible al músculo cardíaco», podía susurrar «ojos que no ven, corazón que no siente».
Por Pedro Dementer
Presentación:
Una mesa. El presentador sentado. Vestido con saco y corbata. Peinado ridículamente, aunque aparentando seriedad. Detrás cuelgan dos cuadros contradictorios –por ejemplo, el Papa y Bob Marley-. Sobre la mesa hay un vaso y una botella de una bebida alcohólica. Habla pausada y solemnemente.
La sabiduría popular guarda en su interior lúcidos postulados que tranquilamente pueden compararse con las profundas disquisiciones académicas. Despreciada como pocas cosas, el saber de las calles ofrece una riqueza excepciones y manifiesta descubrimientos transcendentes, que preceden por mucho las elaboraciones teóricas de las Universidades.
Quizás por su menor elegancia, su particular utilización del lenguaje -a veces escandalosa- y cierto apresuramiento en sus expresiones, la sabiduría popular es uno de los conocimientos que más sufrió la indiferencia de las vanidades. Roberto Melaño, tal vez porque era la única forma de sacar un poco de chapa, se ocupó de recuperar los saberes populares –que se juzgan como playos y poco sofisticados- y ponerlos en comparación con complejas teorías oficiales, galardonadas con todos los méritos de la inteligencia. Su libro Esto ya lo decía mi abuelo, que fue escrito después de leer el tomo XV del ‘Tratado sobre el sentimiento humano’, del filósofo y psicoanalista Roger Gurriere, recupera una enorme cantidad de situaciones que demuestran, no sin algunas imprecisiones, la increíble semejanza existente entre lo dicho por un intelectual en sus conferencias habituales y las expresiones de cualquier mortal en el café con sus amigos.
Los Profetas de la Academia, selecto grupo de intelectuales reacios a la divulgación de sus saberes incomprensibles, condenó inmediatamente la obra, calificándola de poco profunda, ruin y demasiado ramplona. No mucho más se supo de sus opiniones al respecto, ya que la publicación por la cual dieron a conocer sus pareceres era tan extensa y con un vocabulario tan intrincado que se volvía ilegible. Algo similar ocurría con casi todos sus libros.
De cualquier forma, la crítica literaria, sorprendentemente, no condeno a este libro. Algunos dicen –todos- que lo que en realidad sucede es que la crítica jamás leyó este libro e ignora por completo su existencia.
Observemos algunas de estos paralelos.
Las pasiones
Intelectual en conferencia
El hombre, podemos decir, es esclavo de sus pasiones. A pesar que las diversas formas de la cultura intentan transformar sus modales y civilizar sus mecanismos de socialización, el hombre se encuentra impulsado, desde las más remotas catacumbas de su ser, por los poderosos bríos de sus pasiones. Es el hombre un ser movido por lo emocional, no nos quepa la menor duda.
Hombre común y corriente en el café
Y, viste, es así, los tipos vivimos calientes. Vos podes decir que intentamos disimularla, que nos ponemos finos, nos hacemos los buenos, nos hacemos los interesante, hablamos de política con cara de serios, de economía, de los negocios, que se yo, pero en el fondo estamos siempre pensando en las minas. Vos, fijate, cualquier reunión de tipos, aunque estén hablando de que se están fundiendo, que no saben qué hacer con los pibes, que los rajaron del laburo, cualquier cosa, si pasa una mina, todos se dan vuelta. La conversación, por muy interesante que sea, se suspende unos segundos para mirarle el orto a una mina. Una vez que la mina pasa, entonces sí, se vuelven a las preocupaciones mundanas. Es así, vivimos calientes.
La fuente del placer
Intelectual en conferencia
Es posible que la imagen del seno materno, fuente primordial del alimento y del placer para el niño, se reproduzca en etapas subsiguiente mediante formas simbólicas variadas. Algunos teóricos sostienen que el hombre jamás logra desprenderse del pecho maternal y lo redescubre en sucesivas instancias a lo largo de su vida adulta. Efectivamente, podemos rubricar esta idea.
Hombre común y corriente en el café
¡No sabes lo que era la mina! ¡Un camión! Un par de tetas, no te das una idea. Para morirse. Era para tirarse de cabeza ahí y echarse una siesta. Infernal, vos vieras. A mí me vuelven locos las tetas. Bah… ¿a quién no le vuelven loco? Viste, los tipos estamos siempre tentados por las tetas. Para gobernar el mundo hace falta tener un buen par de tetas y ganas de mostrarlas. Así, te compras el mundo. Una mina con buenas tetas, se compra el mundo, nos tiene a todos los tipos en bandeja. ¡Es así!
El amor
Intelectual en conferencia
Es absolutamente cierto que la relación amorosa entre el hombre y la mujer implica elementos que exceden –o por lo menos complementan- el deseo carnal. El erotismo es mucho mayor a la mera tentación de los cuerpos. Sin embargo, es también absolutamente cierto que el primer contacto que, como un chispazo, despierta las llamas de la pasión erótica y permite la construcción de una relación amorosa, es la atracción físico-corporal. El deseo carnal es el desencadenante de aquello que podemos llamar ‘proceso de enamoramiento’.
Hombre común y corriente en el café
Me la quería coger. Vos sabes como es. Muy lindo todo, pero yo me la quería coger. De entrada la vi y la quería voltear. Si no ni me acerco, viste como es. A las minas las buscas porque te gustan, te calientan. Las minas entran por los ojos, es así. Después sí, está bien, todo el boludeo ese de salir a cenar, ir al cine, las florcitas, los bombones y que se yo, pero al principio te la querés voltear, si no, no le das ni los caramelos media hora que te dan de vuelto. Es así, que le vamos a hacer. El amor empieza porque la mina esta buena, te calienta y te la querés empomar. Si no, ¡una mierda va haber amor!
La inteligencia
Intelectual en conferencia
Bien podríamos decir que la sumatoria de información, de ningún modo, hace a la inteligencia. La erudición no siempre tiene filiación con las facilidades intelectuales. Es uno de esos estereotipos vulgarmente difundidos la figura del hombre sabio como aquel que puede recitar literalmente las grandes obras de la historia o discurrir sin problemas entre los diferentes desarrollos de que está nutrida la historia del pensamiento. La inteligencia, tal como las ciencias del conocimiento lo revelan, es más bien la capacidad de dar respuesta, una facultad de recepción y asimilación. La complejidad del cerebro humano se amolda a las nuevas adquisiciones y hace con ellas nuevas elaboraciones. Con esto tiene que ver la inteligencia.
Hombre común y corriente en el café
No entienden un carajo estos tipos. Hablan raro, la complican al pedo. Se la pasan hablando pelotudeces y no dicen nada. Sí, se leyeron todo, pero dicen las mismas boludeces que puede decir cualquier de nosotros con palabras más raras, poniendo cara de interesantes. Para colmo, se hablan entre ellos. ¡Claro, si nadie les entiende un carajo! Después se la dan de grandes pensadores y que se yo que mierda. Resulta que en su vida pusieron el lomo. Es así. Es como el arte. Un tipo de estos pinta un cuadro y es una genialidad. Esos mismos garabatos los hago yo y me dicen que es una pelotudez. ¿Viste? Bueno, acá es lo mismo. Estos tipos hablan pelotudeces.
El poder
Intelectual en conferencia
El hombre tiende a la reacción violenta. Como todo animal, en momentos de alta tensión, necesita imponer su fuerza y, de ser posible, doblegar al otro. Sin embargo, el hombre es un animal simbólico y cuenta con los recursos necesarios para canalizar esa ira agresiva a través de formas menos directas de violencia. Su posesión cultural le permite no llegar a los extremos de la agresión lisa y llana salvo en ocasiones extremas. De todos modos, el hecho, en el fondo, es el mismo. La voluntad de obtener el poder, sea mediante la violencia cabal o mediante formas simbólicas en que se manifiesta esta vocación de poder. El hombre quiere imponerse, hacer valer su poderío y prevalecer.
Hombre común y corriente en el café
Lo quería cagar a trompadas. Este boludo se vino a hacer el matón acá, a querer pasarme por arriba. ¡Estás loco! No voy a dejar que ningún pelotudo me quiera correr. ¡Que te pensás! Cuantito me dijo algo lo quería embocar. Lo fui a buscar. ¡No sabes! Estaba hecho un león. Si no me agarraban ahí los muchachos, me lo comía crudo. No te das una idea la cara que puso cuando me vio que me le fui encima. ¡Se cagó en las patas! ¿Viste!? Esos boludos así aprenden con quién tiene que joder y a quién tienen que respetar.
Vuelve a aparecer el presentador en una situación absurda –por ejemplo, vestido con una camisa mangas cortas, con flores, y una malla, sentado junto a una estufa tejiendo-. Nuevamente habla pausada y solemnemente.
Es evidente el alto grado de simplificación que estas palabras exudan. Naturalmente, la simple afirmación lanzada al aire no significa una penetrante comprensión del asunto tratado. Sin embargo, con esta obra, Roberto Melaño procuró poner sobre la mesa un interesante tema para un debate arduo y acalorado. No lo consiguió. Quizás se debió a su poca influencia en los círculos intelectuales.
Lo cierto es que esta obra está presente, en algún lugar, para que quienes deseen consultarla pueden adentrarse en las demostraciones que ofrece y puedan comprender que la complejidad del conocimiento, en muchísimos casos, es obra de una absurda predisposición humana a la complicación innecesaria. Estas páginas son un buen argumento para desentrañar las falsas densidades que los Profetas de la Academia quieren promocionar para resguardar sus privilegios.