Otra vez el desvelo en la hora justa, ni más ni menos, y los anónimos aullidos deslizándose en la partitura infernal. Las circunstancias –aunque se piensen turbulentas – no corresponderían ser referidas, o quizás sí; someterse –destinare, en el sentido etimológico del vocablo destino – y emprender diálogo con aquellos aullidos que no producen nada más que rumores: corcheas, semifusas de perturbación, silencios y garabatos en el pentagrama de la pronta sinfonía de la defunción. No debo, sin embargo, forjar la patología de un esquizofrénico, es decir, presuponer que detrás de mí – ¿a mis espaldas? – existe cierto número de ojos que me observan. No sólo hacen de panóptico, encubren, además, juicios de aniquilación: el ojo percibe, y crea el punto de vista de la muerte, ante lo percibido.
Dadas las coincidencias, anteayer me topé con un ido, majareta, imprudente, que moraba en un conteiner, sobre la calle Avellaneda. Iba, conjeturo, hablando abnegadamente; aún así, no rememoro con quién, si se trataba de un interlocutor o de un ataque epiléptico; sus muecas, advertía, las malgastaba a un escucha o a un oyente de fantasía; en definitiva, profesaba monólogos o soliloquios: los catedráticos sabrán especificarlo. Hice que el contexto fuese indiferente y proseguí la marcha, confundiéndome con sus ademanes, creyendo, al fin y al cabo, que eran los míos. Reparé, tiempo después, en que no debía implicarme en el universo de aquel. Tan sujeto con las manos lo transportaba a su mundo que a la menor intrusión me hubiese estrangulado: succionar mi rostro, presumí, e igualarlo al suyo. Uf…, un quejido no es suficiente para transformar el orden de las cosas, por ejemplo, un suspiro no cambia el orden lógico de los números o la estructura de un soneto. En el suspiro el hombre se consuela, y retoma, luego de un difuso recreo, el martirio. Llevo los genitales sucios, recapacité, desde hace tres jornadas; a pesar de todo, no he alcanzado el grado de hediondez para que no se me avecinen las criaturas, el bípedo humano, como suelo llamarlo.
– ¡Señor! ¿Qué le sucede? – prorrumpió alguien.
– ¡Nada!… qué importa – arguyó una voz, que era la mía.
– ¿Podría ayudarlo?
– ¡Sí, por supuesto!… ¡yéndose!
¿En qué sito me encontraba?, interrogué, cerca de las tres y media de la madrugada. Podría afirmar, en el mismo que el otro sujeto. Son tantas las dimensiones del tiempo, del espacio, de los objetos que por momentos todo se torna una absoluta penumbra. ¿No será que la totalidad, el globo terrestre, las vidas de los muertos, son una formidable caja, y a diario, los responsables o propietarios, como teros o hamsters, nos sacan la materia fecal y vamos envejeciendo y muriendo en la quietud, sin saber que somos tiempo? Si no fuese por los generosos aullidos, ya me hubiese mandado a mudar; posiblemente, la muerte habría justificado mi existencia.
Nuevamente enciendo un pitillo, aquello que en épocas remotas llamábamos «faso». Las arcadas son frecuentes, la molestia pulmonar, al insistir en el vicio del homicidio de manera innecesaria. «Fumar causa cáncer» aparece con una enorme grafía en el paquete junto a la foto de un octogenario carcajeando o padeciendo de enfisema pulmonar. La nicotina no es tan perniciosa, delibero, es un mecanismo de suicidio contabilizado. Por esta misma razón, fumo, al punto de que mi vitalidad se ha hecho a base del monóxido de carbono. Destrozo el liyo del cigarro, tan símil a un obelisco y mastico el tabaco, naftalina, fenol, butano. ¿Razón?, me digo, ¿qué será? Jamás especulé sobre el Dasein, o el cogito ergo sum cartesiano. Todo es un absurdo: cosmocéntrico, teológico, antropocéntrico; un arrojamiento –matemáticamente– incógnito al vacío. ¡El mundo es…! A esto último en retórica lo denominan: interrupción.
– ¿Qué le sucede? – de nuevo, una voz.
– Nada, ¡cállese! – arguyó una voz, que era la mía.
El mundo es la geometría del vacío, el cuadrilátero de la angustia carece, en cierta medida, según teólogos del Medioevo, de todo significado. En cada rotación diaria, que abarca mil cuatrocientos cuarenta minutos, no hace más que hastiarse y contra sus pesares origina cataclismos, tsunamis, aboliendo a quienes, no teniendo otra cosa que hacer, los eruditos les han impuesto contenidos semánticos: ya sea desde el lenguaje, o de las artes plásticas.
Pero ¿qué es un hombre noctámbulo, hablando a solas, caminando sucio en un callejón? Un psiquiatra diagnosticaría: trastornos psíquicos, neurosis obsesiva. El psiquiatra de inmediato, ante el caso, procura una conferencia arancelada sobre patología y expone: «Quien ha dejado de entretenerse con las voces humanas abocándose a los aullidos ¡es un demente! ¡Es menester la psiquiatría! ¿¡Si no de quiénes nos encargaríamos!?»
Si fuese, en verdad, un demente con potestad para ejercer mi delirio libremente, existirían más de ellos, o más de los míos, la mayoría renunciaría a la condición humana.
Observo el paquete, sólo queda un pitillo; la muerte, según la borra del café, se halla próxima. El octogenario en la fotografía carcajea o solloza. O realiza ambas cosas. Lo aseguro, ¡estoy perverso! ¿Acaso a un gran número de hombres la palabra pathos no les remite a malestar mental? Lo omiten. ¿Aquel otro no sería yo mismo? Un chiflado, maniático, esquizofrénico decide. Ese otro que era yo, carga su revólver y se dispara. Resucita al igual que Jesucristo, junta sus propios sesos y los almuerza. En último lugar, se coloca una manta y sale, sin dirección, a predicar su palabra.