La abrazó por última vez y se dirigió a su habitación. Estaba cansado de abrazar el aire. De esperar un beso aliviador y sincero. Pero eso jamás sucedería y ya no dependía de ella. Todo se centraba en él: esperaba algo que ya no quería esperar. Las palabras nunca desnudaron a nadie. Por primera vez en esos días, entonces, optó por callar. Dicen que todo duele menos cuando se arranca de un manotazo.
Recuerdo un texto de Borges sobre la muerte. Si hubiera estado con nuestro protagonista en su momento, se lo hubiera dicho. Si pudiera, a través de mi relato, que rememora sus días, decirle lo que dijo Borges, tal vez hubiera ayudado. Tal vez no. Lo que Borges decía sobre la muerte era que es mejor que no avise cuando llega. O no. Creo que decía todo lo contrario, que se muere mejor cuando avisa. O no. Todo con sus palabras, claro, más rebuscado, más intelectual, más profundo. Nunca me gustó mucho Borges. Pero eso no importa, lo que importa es lo que Borges dijo de la muerte. Creo que había dicho que uno siempre sabe cuándo va a morir, en algún nivel de su espíritu. Sí, creo que dijo eso. En todo caso, si eso es lo que dijo, no me sirve. No tiene nada que ver con lo que le pasa a nuestro personaje de hoy. No se lo hubiera dicho, y no cambiaría nada. Por eso perdonen la intromisión, vuelvo a la historia, que tampoco es tan larga.
Decidió no preguntarle más nada. Algunas cosas es mejor ignorarlas. Pero las preguntas son obreras sádicas. Pequeñas, sutiles pero afiladas. Son el torno del dentista que te hacen sentir el dolor más agudo del mundo. Son una operación con una anestesia que nunca llegó a hacer efecto, que lo tienen a uno en la camilla, sintiendo el dolor, pero sin las fuerzas necesarias para levantarse y decirle al cirujano “pará che, tu anestesia no sirve”. Pero así, fue como despertó de la peor pesadilla. No como quien salta de la cama vestido para seguir viviendo. Lo que él hizo fue despertar, luchar contra el sueño más envolvente de todos, el peor narcótico, el peor viaje de todos. Fue el acto más heroico jamás contado.
Así se levantó de su posición, sin mirar atrás. Saltó y tal vez la asustó a ella. Se dirigió a su antigua habitación y comenzó a sacar, agitadamente, lo que quedaba de él aun allí. Sería el último día. No sé cuánto tiempo estuvo sacando sus pertenencias (que ya no quedaban tantas), pero en un momento cesó de abrir y cerrar puertas y cajones, para girar su cabeza hacia atrás, y ver si ella estaba. Nadie. Otro golpe. Los segundos golpes son los que despabilan por completo. Es el segundo golpe que da el partero al recién nacido el que lo hace llorar y respirar. Hay un dicho que dibujaba la situación: “Donde todo acaba, todo comienza”. Y si no lo hay, debería haberlo. Lo hay, lo hay. Pero no es un dicho, es más bien un cliché. Pero los clichés, por serlo, no dejan de ser ciertos. Por algo una situación se ha repetido tantas veces hasta que se convierte en cliché. Lo que él estaba viviendo en ese momento, era el instante, el punto muerto donde todo acaba, pero que todavía no ha empezado a ser nada. No se va para adelante ni para atrás, no hay aceleración, desaceleración, ni siquiera velocidad. Es el instante mudo, la vida suspendida, el sol del mediodía.
En un silencio de pueblo fantasma, cerró su valija. Respiró como agarrando el aire con las manos y empujándolo hacia sus fosas nasales. Hasta la atmósfera esta pausada. Cuando abrió la puerta de la habitación y estaba decidido a correr hacia la calle sin prestar atención a nada, una imagen se construyó ante sus ojos. Un sueño que toma vida, que se hace al tacto. Un holograma espeso. Un sueño en vigilia. El último sueño.
El mundo que conocía estaba agitándose. No eran metáforas, vio cómo el planeta, de un extraño color ocre, ámbar y tonos de marrón, estaba transformándose. La imagen era clara, los continentes estaban volviendo a ser uno; África y Europa volvían hacia América, Oceanía volvía a ser consumido por Asia, desaparecieron los mares divisores, todo era un solo pedazo inmenso de tierra sin interrupciones, y un titánico Océano Único. Y en su cuerpo aparece una nueva ansiedad, inédita, pero que lo seguía de algún modo desde el vientre: era una ansiedad de apetito, sus dientes transpiraban, sus mandíbulas lujuriosas, su boca se llenaba de saliva, lista para digerir. Su espíritu estaba hambriento, ya no quería vivir al borde de la energía cero, quería abarcarlo todo, perderlo todo, para volver a ganar, sucesivamente. Sus ojos sonreían, iba a vomitar un charco de podredumbre, que quedaría allí, fuera de su cuerpo, para siempre.
El mundo volvió a ser uno, las placas continentales no podían juntarse más, la materia estaba apelmazada, la masa saturada, no cabía un átomo nuevo, todas las jugadas posibles estaban allí en su interior. Ya sólo quedaba un paso, era lanzar los dados para ver qué números salían, y luego danzar, danzar con los compases que mostraran las caras. Los continentes volverían a formarse. ¿Qué extrañas formas llegarían a componer? Los caprichos del azar son infinitos, y todo podría pasar, sin que él, ni nadie, tuvieran la más mínima idea del futuro. Esto, lejos de consternarlo como otras veces, lo llenaba de placer, tenía una expectativa visceral ante lo que estaba por suceder.
¿Y si volvían a la misma forma de siempre? Un África, un Asia, Un Europa, Un América, un Oceanía. La idea volvió a desesperarlo. ¡No! Pronto espantó esas imágenes del pasado delante de sus ojos, como quien espanta una mosca. Era imposible. Los continentes serían completamente novedosos, porque siempre lo habían sido. ¿O acaso pensamos que la Tierra se formó de una vez y para siempre con la forma que conocemos? ¡Ilusos! El planeta no ha dejado de inventar nuevos dibujos, sus continentes no han dejado de chocarse para volver a empezar una y otra vez. Siempre distintos. El momento era inminente.
Entonces despertó.
El sueño se fue con sus imágenes. Se perdió de ver la nueva formación continental. También guardó su vómito junto con el acto formal de nunca más volver. Ni ella, ni los mundos estaban allí. Sólo su cama y los molestos rayos de sol que se escurrían vaya uno a saber por dónde. ¿Por qué tuvo que despertar? ¿Por qué no continuaba el sueño? Algo le impedía concluirlo todo allí, de manera perfecta, en el mundo de los sueños, donde damos las pinceladas sin saber los colores que elegimos, pero somos el único artista con la fórmula del cuadro final. Ahora estaba despierto, en una vida no más real, pero sí más compleja. Con el pecho entumecido y con montón de palabras por decir. ¿Cómo continuarían los continentes? El sueño había acabado, pero no quería perderse la nueva formación. No lo haría.
Si no, ¿por qué habría despertado?