Ensayos | Lo simbólico y lo material - La transformación de las estructuras sociales es un anhelo perseguido desde los tiempos remotos de la historia. Desde el marxismo se sentaron las bases de interpretación fundamentales, que luego fueron utilizadas de diversas maneras. En este caso, nuestro compañero irrumpe contra aquellos que limitan los cambios a la estructura material, obviando la compleja racionalidad que, como una dura […]

La transformación de las estructuras sociales es un anhelo perseguido desde los tiempos remotos de la historia. Desde el marxismo se sentaron las bases de interpretación fundamentales, que luego fueron utilizadas de diversas maneras. En este caso, nuestro compañero irrumpe contra aquellos que limitan los cambios a la estructura material, obviando la compleja racionalidad que, como una dura y ardua trama, subyace a esa organización y le permite su subsistencia. 

Por Tulio Enrique Condorcarqui

Es indudable que en algunas apreciaciones de algunos grupos de izquierda la relación entre infraestructura y superestructura presenta un tajante corte divisorio. No hay forma de dudarlo. Es una cualidad casi propia de la ortodoxia que el marxismo de los casi-marxistas exige. Hay cierta inflexibilidad, una persecución estupefacta de un único punto incandescente que reniega de todas las observaciones sobre sí mismo, sobre los propios errores y desatinos. Es la peligrosa obsesión que lleva a calificar de traidor a todo aquel que no comparte el fanatismo cerrado. Es ese marxismo positivista, engendro paradójico, el que niega la mutua dependencia entre los elementos infraestructurales y los superestructurales, y subordina simplistamente lo superestructural a una ultracondicionante infraestructura. Pareciera ser, en los rigorosos análisis de estas mentes sedientas de fachada revolucionaria, que solo con modificar las condiciones económicas –infraestructurales- se consigue gestar un mundo nuevo y superior, con todo lo ampliamente abarcador de estos términos. La historia recibe así una lógica específicamente racional. Es una rueda que gira hacia un fin último inexorablemente. Al suprimir la conexión y colocar a una bajo la otra, su observación analítica no tiene más necesidad que cerrarse estrictamente en las relaciones sociales de producción y despreciar todo lo demás como insustancial. La misión revolucionaria se concentra en desmenuzar las contradicciones intrínsecas de esas relaciones productivas y no mucho más. Los gajos de la naranja se comprimen todos en uno solo, que supone contener todo el jugo vital del fruto. La revolucionaria es una labor técnica, aunque no muy costosa. Con solo repetir frases de manual, remarcar la ignominia inaceptable del modo de producción capitalista y mostrarse angustiosamente indignado, dando a entender una férrea postura de no-negociación –radiografía excelsa de cierta sensibilidad social indispensable para el ‘buen revolucionario’ que tiene como luz rectora-, alcanza y sobra para integrar las honorables listas de prohombres defensores de la teoría marxista; los sabios socialistas, los únicos dignos, los únicos plausibles, los únicos honrosos.
Su concepción de la revolución es básica. Consiste en un solo movimiento. Todo ese largo y abigarrado proceso revolucionario que tantos inteligentes pensadores teorizaron en un denodado esfuerzo intelectual, estrangulándose los sesos para desenredar cada detalle, estos pragmáticos revolucionarios voluntariosos lo resuelven en un solo y sencillo paso: socialización de los medios de producción. Fin de la agonía obrera. Los burgueses con los pies en el desierto del exilio y la desaparición. Paraíso socialista. Reino de la igualdad y el bienestar.
No vieron en su utópica proyección rebelde que eso que podemos llamar ‘modo de vida burgués’, que penetra a las clases trabajadoras y se desparrama como modelo hegemónico en un momento dado, la forma de ver el mundo y del acercamiento cotidiano del hombre, quedaba intacto, se hicieron los cambios infraestructurales que se hicieran. Lo infraestructural, en este caso, no llegaba a modificar de una vez y para siempre lo superestructural, sino que, por el contrario, el carácter retrógrado de la cultura dominante detenía el proceso revolucionario y convalidaba los avances reaccionarios contra esas modificaciones económicas. No les importó mucho a los casi-marxistas, en su afán transformador, que las legalidades particulares de acuerdo a las cuales se conforma la organización social en un espacio histórico concreto, resultaran indemnes de tales cambios. Se alteraba el recipiente pero el contenido seguía siendo el mismo. Montados en la etérea ilusión de que los cambios en la infraestructura acarrearían en la cotidianeidad invariablemente drásticas modificaciones, se convulsionó y se trastocó en su contrario: las viejas formas de vida, propias de la organización capitalista, que no habían sido barridas por la despreocupación superestructural, funcionaban como carcasa mental para resistir los cambios revolucionarios o conducían a las fuerzas sociales oprimidas a intereses impropios y desfiguradores de la conciencia de clase real. El estilo de vida de los burgueses vulneraba todas las resistencias y se convertía en el estilo de vida generalizado, removiendo las diferencias y creando una falsa homogeneidad que retardaba cualquier proceso de transformación. La sociedad burguesa, lejos de trastornarse, se consolidaba progresivamente y neutralizaba los cambios infraestructurales, a la par que lograba la estigmatización dañina de los agentes de tales cambios. Estos positivistas disfrazados de marxistas eran –y son- fieles servidores a la causa de la dominación. Aunque no lo sepan, aunque no lo quieran. Tocar lo infraestructural –lo económico- sin atenerse en lo más mínimo a lo superestructural –cultural, político y filosófico- como un proceso continuo y afín, viene a ser una forma de contribuir cándidamente al fortalecimiento del modo de vida burgués y, por transmisión, la solidificación de las estructuras sociales que se pretenden deponer. El desdeño por ciertas expresiones simbólicas –consideradas rumbosamente como manifestaciones inmateriales y, por lo tanto, anticientíficas- por parte de buenos fragmentos de la escandalosamente atomizada izquierda, fue una evidencia insuperable de la pedante ceguera que afecta a esa izquierda contaminada con los vicios positivistas y que le impide concebir problemáticas principalísimas en el funcionamiento social.
El habla diario –construido desde lo simbólico- no fue foco de atención. Estos casi-marxistas lo desalojaron de la preocupación central. Se interesaron mejor por conflictos que consideraban de superior importancia. Las formas y expresiones en que se resuelve la vida concreta de los hombres día a día, no fue filo que calará en su curiosidad sociológico y quedó intrascendentemente marginado a los análisis ‘seudocientíficos’ de algunos ‘pensadores abstractos’ a quienes, por supuesto, se los debía mirar por sobre el hombro, con todo el asco que se merece un enemigo. Lo más risueño de está parábola estrambótica, es que en su seráfica condena, no entendían los casi-marxistas que en verdad eran ellos los pensadores genuinamente abstractos, a pesar de que creían firmemente atenerse a las condiciones materiales y nada más que a ellas, ya que partían de un presupuesto de abstracción por excelencia, y que por lo tanto, su materialismo, no era más que un espiritualismo recubierto bastante grotescamente. La materia que ellos veían y descuartizaban en copiosos análisis económicos, era la materia que, para decirlo en lenguaje plebeyo, sacaban de sus sueños. Eran –y son- grandes materialistas de la materia de sus representaciones oníricas -no de está materialidad, la real-. En definitiva, para ser honestos, tan errados no estaban en su juicio, dado que jamás aclararon a qué materialidad se referían. El grave problema que ellos portan y, como lo portan, no lo ven, es que sus análisis se disparan desde esos presupuestos que el propio modo de vida burgués les concede. No pueden sino que llegar a conclusiones favorables a la clase burguesa que pretenden derrocar. Piensan con la mente capitalista. Son pensadores burgueses que pretenden hablar por el proletariado.
Solo la construcción de una nueva cultura puede romper esas ataduras que, mayoritariamente desde lo simbólico, ligan al hombre a los modales y prejuicios burgueses. Sin esa elaboración previa –que no es subsiguiente sino simultánea e inherente a la destrucción del ordenamiento material capitalista- la revolución no encuentra justificación y hasta se vuelve contra sí misma. Es raro que no lo conciban estos casi-marxistas lectores voraces de todos los clásicos, ya que desde Marx y Engels hasta el Che Guevara destacaron estos aspectos y los trataron largamente. Sin embargo, por ciertas negaciones poco inteligibles, se rehúsan a aceptarlo o lo imiten soberbia pero infantilmente. Esgrimen el concepto de ideología que el mismo Marx y el mismo Engels describieron reprobatoriamente, y con ella pretenden realizar divisiones patéticas en una realidad inexistente. Van del cielo a la tierra y no de la tierra al cielo. Las ideologías definen el lugar ocupado en la materialidad y los intereses sociales, y no al revés. La ideología, extrañamente, es una suerte de instancia suprema en donde solo posteriormente se libra la batalla contra el capitalismo. Los medios de producción cambian de manos y el imaginario colectivo, después vemos.
Héctor Shmucler, en la introducción de ‘Para leer al Pato Donald’ de Dorfman y Mattelart, lo sintetiza extraordinariamente: <<Solo desde otra manera de concebir el mundo puede asignarse un valor al cambio de las estructuras. A la inversa, la aceptación acrítica de las pautas culturales establecidas significa la consagración del mundo heredado. Aun cuando, es preciso repetirlo, haya cambiado de manos la propiedad de los medios de producción>> esos presupuestos culturales pueden estas siendo aceptados inconscientemente, contemporáneamente a la negación de los contenidos puntuales de las estructuras económicas. Solo pensando desde otro lugar es posible desmontar las estructuras de pensamiento fijadas en el modo de producción pero que, a través de diferentes mecanismo, adquirieron vida independiente en el interior de las mentes y cuerpos humanos y pasaron a universalizase, a volverse generales y verse como naturales y exclusivas. El modo burgués triunfa porque es el único modo. En ese cuadro de influencia, el andamiaje jurídico-institucional, revestido en las sedas del saber, tiene injerencia prioritaria; y hacia su interior, se destacan dos instrumentos de reproducción de pensamiento con garantía de poder y determinación: la escuela-universidad y los medios de comunicación de masas. Ambos, al servicio de las clases dominantes, fabrican la ideología y le permiten la subsistencia. Estas dos instituciones sociales se enclavan y hacen cardinal mella en y desde lo simbólico. La frecuentación de ideas preelaboradas –ya interpretadas- que se ofrecen como signos puros, disponibles a interpretar, y la transmisión de un esquema puntual de pensamiento, asentado en una razón específica, con finalidades diagramadas, constituyen las principales lanzas guerreras para conformar el universo simbólico, el imaginario social, repercutir en la memoria colectiva, borrando, tachando o ensalzando hombres, sucesos o modales y, de esa manera, configurar y manipular las subjetividades, trocando el curso del desarrollo material de los hechos. Naturalmente, desde los centros de producción de significados –los lugares que le imprimen un sentido a los datos del mundo que aparentemente son formas inocuas- se nos ofrecen algo así como territorios de lo humano donde la lucha de clases y la acción doblegadora de la relación de fuerzas no se verifica. Serían espacios desintoxicados en donde se respira un aire limpio y desinfectado de la conflictividad de la vida social. La ingenuidad de los niños o la neutralidad de especialista: una neutralidad celestial en lo teológico, la Iglesia y sus sacerdotes; una neutralidad de rigor en las ciencias y los científicos. Pero las relaciones de fuerza presentes están en todo momento y lugar, desde un niño que ya empieza a absorber y replegarse ante la forma moral de ver el mundo que le viene heredada, hasta en un viejo científico moribundo que supuestamente no tienen nada que perder y ya no tienen intereses de parte. Esa forma moral de ver el mundo, hoy, es la forma que emerge de la razón capitalista fundada en la mitología cristiana. Los casi-marxistas todavía buscan el porqué de su impotencia y no se fijan en estas cuestiones. Están buscando la revolución dentro de esa misma moralidad conservadora.

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  1. Antu Cullen

    La transformación de las estructuras sociales NO es un anhelo…es un relato histórico construido por el devenir de los seres humanos y sus interacciones con Todo…ergo,deberíamos dejar la petulancia de creer que es el armado de alguien ?!ya sea desde el confusionismo simbólicista o desde el materialismo abstractivo.Ojj dixit.

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