Detrás del vidrio empañado, la ciudad – visceral y punzante – reproduce el piloto automático de cada noche mientras que del otro lado del cristal la música levanta su estirpe y regodea a los afortunados que ocuparon las sillas del salón. Las manos, ansiosas por aplaudir, temen violar con su fervor el equilibrio justo de la armonía que Lucrecia y Catalina sembraron allí.
Mesa para tres
Jueves. Dije que sí casi de manera automática. Sólo su nombre calmó mis dudas. Y a él, lo arrastré conmigo. Me lo agradecería después. Así comenzó la cadena de complicidades.
21:50. Bulevar Oroño y 3 de Febrero. La puerta de Valdivina fue el pautado lugar de encuentro entre Eva, Fede y yo. Ella, la fotógrafa; yo, la principiante cronista; Fede, mi marido, el encargado de degustar la abundante cena.
Tan sólo dos minutos después de la hora pactada, Eva llegó. Los tres nos encaminamos hacia el interior, aún, incierto. Un hombre, tal vez un Virgilio del restó, nos indicó que el show se realizaría en la planta alta. Subimos sigilosos. Silencio. Varias puertas blancas cerradas. Nos miramos y comenzamos a reírnos. La risa cómplice que presagia algo bueno. Federico no dudó en utilizar su tan preciada voz gruesa para preguntar desde la escalera a las mozas, que iban y venían en la planta baja, qué puerta debíamos abrir para encontrarnos con todavía no sabíamos qué.
– La primera puerta – nos dijeron. Y entramos. Inmediatamente, Eva saludó a una de las artistas quien nos pidió que esperáramos afuera o abajo porque no habían finalizado con las pruebas de sonido. Así, bajamos los tres, ahora no tan sigilosos. Dimos tiempo al tiempo en una barra.
Minutos después, el mozo nos hizo subir. Otra vez. Ahora sí. Nos deslizamos por una puerta blanca hacia un pequeño salón con pocas mesas. Un espacio amable y familiar. Nuestra mesa para tres se encontraba justo debajo del «arco de la corriente fría» que arrojaba el enorme aire acondicionado. La Rosario calurosa y sofocante quedaba atrás de una puerta blanca; adentro, comenzábamos a tiritar.
Pedimos la comida, mientras que Federico y Eva saboreaban un espectáculo previo al que estábamos citados: a través de la ventana que teníamos a nuestro costado, podían vislumbrar, imaginar quizás, la figura de un hombre que corría por uno de los pasillos de la Facultad de Ciencias Económicas (que, por supuesto, una noche de sábado de verano está cerrada). Distracción de la cual no participaba. Dios los cría y el viento los amontona, pensé. Una amiga que vive entre lo extraordinario y un marido al que lo siguen los fantasmas. Listo. Tenía la noche asegurada y aún no había iniciado el concierto.
Como estar en casa
23.15 Salen a escena Catalina Torres y Lucrecia Aragón. Las luces blancas que delimitaban el escenario improvisado prometían una atmósfera nigromante. Debo admitir que me apasionan los espacios minimalistas y los encuentros íntimos. Sin embargo, desde hace tiempo, creo fervientemente en el necesario vaivén entre la distancia y la cercanía de los cuerpos; entre el pogo de un recital y la serenidad de escuchar canciones cantadas al oído. Catalina, de verde, nos murmuró, nos coqueteó con sus letras sostenidas a través de la guitarra y de la sensualidad de su voz; Lucrecia, de blanco, nos suspendió con la percusión y el acompañamiento. Pero ambas dejaron de ser dos para ser una. La complicidad entre ellas, entre sus miradas y risas, nos decía que una se apoyaba en la otra, que las palabras no son nada sin la pulsación de una batería o de la compañía de una boca que se transforma en una caja de ritmos.
«Todo tu tiempo», «Tanto», «Miel», «Natural» son algunas de las melodías elegidas para el repertorio del concierto íntimo. Las letras, creaciones de Catalina, se funden a través de las notas de una guitarra electroacústica y de la versátil garganta de Lucrecia que, al tiempo que intercala coros y beatbox, esgrime la batería. El río, la transformación, el dar y el recibir, la espera y más son las tramas que entran en el torbellino de las canciones que vibraron delicadamente, a veces casi susurradas, entre la comicidad y complicidad que transmite el dúo. Ambas conforman una fusión de sensualidad y fuerza, fluidez y singularidad.
Y mientras Eva sacaba fotos o captaba instantes, yo pensaba en la complicidad de ellas y también en la de nosotros. Y en el trascurrir de cada una de las canciones, que fluían en ese living íntimo, meditaba en las infinitas posibilidades que nos acechan detrás de una puerta. En aquella oportunidad, una apasionada performance de voz, letras y ritmo logró apaciguar mis ansiedades cotidianas y me arrastró hacia un deleite sin tiempo. Un aquí y ahora donde todos éramos cómplices.
Detrás de bambalinas
Las composiciones son originales de Catalina Torres.
Guitarra y voz: Catalina Torres
Percusión y coros: Lucrecia Aragón
Los arreglos son en conjunto.
Dirección artística: Romina Pirani
Vestuario: Varsovia (local ubicado en el Pasaje Pan – Rosario)
La puta madre, que lindas pibas y qué bien suenan. Hacen shows privados??? ojo, con buena onda lo digo nada sexual