Cuentos | Edipo Gay - Por Bernabé De Vinsenci | Ilustraciones: Franco Belnudo

A Agostina Q.

 

(En la antigua metrópoli homofóbica, xenofóbica, y continuista Morální, una multitud de ancianos y donceles, en defensa de su nuevo monarca, se encuentran congregados en las gradas del altar –en actitud de hartazgo– portando ramas de eucaliptus. El clérigo (a decir verdad, el último clérigo de Morální) se adelanta cabizbajo hacia el palacio. Edipo Gay, bufando, sale seguido de su séquito. Por fin, le dirige la palabra). 

Edipo (Airado. Se dirige al clérigo): ¡Fiel añejo devoto de Dios!, ¿qué hacéis allí de hinojos como si fueses a mamar mi inmaculado órgano viril? (Frotándose el pene) El mundo –¡la desventurada humanidad!–, ya rancio de innúmeras y testarudas ánimas que han morado en él, se halla colmado de pedófilos y sádicos, viles y abyectos pontífices. Ahora he arribado aquí, a Moránlí, como mesías que (siendo magna αδελφούλα [1]) me complazco de aquellos chongos que entre sus piernas –por naturaleza: desde los homínidos hasta nuestros días– les cuelga una morrocotuda verga. Dime, ¿por qué permanecéis en tal postura? ¿Acaso por temerme o por apetecerme? Ten por seguro que jamás a ti, desdichado clérigo, célibe y frígido, me entregaría.

Por Franco Belnudo

Clérigo (Simulando sollozar en postura de suplicante): ¡Oh, Edipo! Soberano de Morální, la desmoralizada de siete puertas. Sacerdote de Dios soy, y estos de aquí, (señalando a sus acólitos de los cuales abusaba sexualmente) una congregación selecta de jóvenes monaguillos heterosexuales. El resto del pueblo, con estampas de diferentes santos (Alberto de Vercelli, Pedro Arbués, entre otros), permanece arrodillado en las plazas públicas, orando y clamando al Santo Padre, por los ultrajes que ocasionan hombres como tú. Pues la metrópoli, como tú mismo ves, se encuentra sacudida por travestis, transexuales, transformistas, homosexuales y sexópatas. ¡Ay, de mí! Una energía libidinal de hombres a hombres (incluso de mujeres a mujeres, padres e hijos) consume a los creyentes y a la dignidad católica. (Sujetándole las rodillas) ¡Soberano Edipo!, querido por nadie, a ti acudo como suplicante para que detengas la ignominia que socava a los fieles, y por consiguiente –¡y lo más considerable!– los diezmos que, misa tras misa, ofrecen a la santísima Iglesia. (Con tono socarrón) ¡Ea! ¡Ten cuidado!, pues ahora –como singular gay que eres– esta tierra te nombra indebidamente su salvador.

Edipo: ¡Hijo merecedor de lástima! Me es conocido, y no lo ignoro, el anhelo que os hace venir hasta mí. Bien sé que todos sufrís, pero a pesar de tus suplicios, me da igual. De tal manera que no prestaré oído y servicios a tus fraudulentas súplicas. Envié a Creonte, mi cuñado y tío, como Dios lo trajo al mundo –es decir, desnudo–, para que ahuyente de las plazas a tus gentuzas.

Clérigo: Oportunamente hablaste. Me acaban de indicar que Creonte se acerca.

Edipo: ¡Ojalá viniera con destino redentor!

Clérigo: Conjeturemos que viene contento. De lo contrario, no llegaría con el pene erecto.

Edipo: Pronto lo sabremos. (A Creonte) ¡Maricón, cuñado mío, hijo de Meneco!, ¿qué noticias nos traes?

Creonte: No buenas.

Edipo: ¡¿Cómo dices?! Mira, Creonte, que no me hallo animoso.

Creonte: Si deseas oírme en presencia de este chongo, dispuesto me encuentro a hablar.

Edipo (Encrespado): ¡Habla de una vez, maldito hijo de Meneceo! Me desuelo más por mí que por él, y por toda la metrópoli de Moránlí.

Creonte: ¿Puedo referir, entonces, mi ventura? ¡Iuju! Anduve desnudo, como loca en la plaza, de aquí para allá, tal como tú, conspicuo Edipo, me lo solicitaste. Un sinnúmero de devotos despavoridos se fugaron, otros en cambio cerraban sus ojos, y otros se desternillaban de risa. Pronto comencé a masturbarme, una y otra vez, hasta el desgano. Entonces un fiel, asaz excitado, arrimóseme por atrás y con su rígido pene comenzó a penetrarme, penetrarme y penetrarme, cada vez más. (Consternado) Mas un hado funesto, ¡oh, insuperable Edipo!, nos corromperá a mí, a ti y a toda la metrópoli de Moránlí.

Por Franco Belnudo

Edipo (Estupefacto): ¿Qué destino funesto es ese?

Creonte: ¡Ay, Edipo, Padre del Incesto! El fiel, Néstor, de mí se enamoró y me ha solicitado casamiento.

Edipo (Fuera de sí): ¡Oh, mísero, cicatero, indecoroso, deforme Creonte! ¿Qué dices?

Creonte: ¡Ay, Edipo, apiádate de mí, no seas histérico, por favor! ¿Qué le hace? Es un fiel. No me dogmatizará. En dos o tres días lo curo.

Edipo: ¿Y cómo dices que se llama ese bandido?

Creonte: Néstor Salgado. ¡Es divino: peludo, oloroso, y con un miembro fuera de lo común!

Edipo: Nuestra estirpe, nuevamente, ¡oh, desdichado Creonte!, será condenada por tus pecados. Por obedecer a tus deseos ingobernables.

Clérigo: ¡¿Veis?! ¡¿Veis?! Hablas de pecados, yerros y faltas y no existe en el universo más hereje y tosco que tú, Edipo.

Edipo: ¡Cállate! ¡Cállate, infortunado clérigo!

Clérigo: ¡Arderás en el Gehena, en el Tártaro, en el Duat y en todos los infiernos habidos y por haber, Edipo! Ojalá Dios viniera a salvarnos y a poner fin a esta desgracia, ¡petulante, anticristo!

Edipo: Creonte.

Creonte: ¿Qué?

Edipo: ¿De verdad ese tal Néstor te ama?

Creonte: ¡Ay, Edipo! Claro que sí: a mí y a mi trasero.

Edipo: Sólo te casarás con él con una condición.

Creonte: ¿Cuál?

Edipo: Sostenle las manos a este clérigo y ponlo culo para arriba, que lo haremos uno de los nuestros.

(Telón)

 Por Franco Belnudo


[1] Para el lector no versado: en griego moderno, «mariquita».


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