Entre el sueño y la realidad habrá siempre un soporte material que los une; en ese caso, la epifanía sería un encuentro perfecto entre los dos, una simbiosis energética entre la anécdota, como palabra que cuenta la historia, y su fondo vivo de experiencia que congrega los sentidos de una lucha y de una resistencia, del enfrentamiento al orden descompuesto y de la respuesta desesperada en el disparo asesino. La estación que lleva el nombre de los caídos es, entonces, un punto inicial de un viaje, o un proceso, un momento de despliegue. Esa epifanía, por qué no, es su actualidad.
En el fragor inaugural del día, iba cantando el alma. Era un gorjeo cristal de pájaro, semblanza en la mañana. Venía, entonces, desde el fondo de los tiempos. Me brotaba justo por el pecho, y sutil, este ave de las cuatrocientas lenguas como eterna leyenda india. Traía el milagro.
Eso, yo ya lo sabía.
Y así con el frescor despertó la fronda, mi sueño. Qué bonito que es su roce arisco en la cara; mis flequillos castaños eran estambres desparramando el polen dorado al aire. Y recién, desperezábase mi pubis, el sol, cuando salpicaba de a ratos el asombro niño que tan obstinado se me escapaba por la ventanilla del tren más temprano. Nomás, por ver la claridad que nos regalaba el camino.
Y sin embargo, el horizonte es el camino. Otra ruptura alquímica del espacio, eso me recuerda ¡Uy! Tal vez, mis párpados añiles alcanzarían a reunir todo el misterio. Ya se verá.
Revelación primera. Él ya estaba allí.
Ese cenzontle inquieto revolotea silbando la magia, un frágil zumbido lo abarca todo. Me dejo llevar por el jadeo de la máquina sobre el andén. Siento la música y me sonrío. Ahora sí, el cuerpo es más tibio, baila.
Voy sentada; a mi lado, mi hermano: el Tuna. Su voz ronca de piedra convoca un blues y rocanroles, resuma vahos de noches desertoras, vino cuchillero y malta fermentada, resaca, humo de cigarro que va calando los huesos débiles.
Adrenalina tibia chica fina resiste en la sangre. Enseguida por delante, se acomodan el Mono pintor y el Ariel, yo los veo, intercambian miradas cómplices en silencio, mientras se preparan para disfrutar lo que promete la travesía.
Próxima estación: Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, ex Avellaneda
A Maxi y a Darío los asesina la policía bonaerense de Eduardo Duhalde, el 26 de junio del 2002, cuando se encontraban haciendo un piquete en el Puente Pueyrredón. En ese entonces, el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) y otras organizaciones sociales, cortaban las calles en reclamo de trabajo y vida digna. El poder respondió, sí, con palos para los pobres, como es siempre en este sistema perverso, ya ve.
Fue un instante fugaz pero eterno. Darío entra a la estación para socorrer a Maxi que estaba herido, ese fue el último gesto de amor y entrega que los encuentra abrazados, cuando se perpetúa la masacre.
Siguiente revelación. Este tramo de historia quedará estampado en las paredes de la estación con murales y colores; la memoria a la intemperie, como le dicen. Yo sé que estos relatos nunca perecerán, pues descansan sobre un verdadero milagro: el milagro de dar la vida por los demás y en dignidad, cuenta un cura viejo allá en Ludueña.
Como tantos otros ya la han entregado, aunque muchos aún no puedan verlo. Es que todavía no alcanza.
Carga más gente el vagón, alboroto, arranca la jornada. Un hombre cruza el pasillo y reparte unas tarjetas, palabras sueltas, va y viene, repite tantas veces, así se gana el pan, murmura, tiene la mirada inmensa de dolor.
Suben más mujeres, llevan hijos ceñidos a sus cinturas, yo los vi también, sonrisa andariega y manos de caramelo, sabían devolverme la mueca como quien pronuncia la palabra cielo con el sonido más manso del universo.
Persevera la magia
Aquella presencia en la mañana diáfana sigue inquietando el ambiente, y nadie se da cuenta. Un escozor, casi, me recorre, delinea mi cuello bien erguido y mis ojos por más grandes, no pueden más de tanta belleza.
Y digo nívea, y soy la espuma que desvanece el rastro de las caracolas en la arena; y busco, dónde se empoza el secreto sonador del mar y los océanos.
Me busco. Y busco en la alborada, qué corta se hace la senda. El Tuna me dedica versos estelares, songoro cosongo y me muestra un libro vuelto hilachas y amarillo. Él sabe la insolencia, herencia digna de la raza; sabe los soles americanos por los que se amanecen los ancestros.
Y desde allí voy naciendo. Busco la palabra compañera, sea resistencia. La música me sigue llevando, regresan en ráfagas las coplas y el pájaro.
Tercera revelación. La señal. VIVE. Acaso, TODAVÍA, nadie se da cuenta
Si será mi alma enamorada, y esa costumbre de porfiar los sueños sin permiso. Entonces, me decido y con un guiño ensimismado le advierto a mi compañero, que pronto se queda con todo el azoramiento y ya signado por el presagio. Inevitablemente.
Aquel muchacho tan parecido, traía en sus pupilas turquesas la contemplación prudente y sencilla del Pocho, el ademán de ofrenda en sus manos, cuando intercambiaba una moneda con el hombre de las tarjetas. Y esa sonrisa finita, conocida, y el cabello, trajinado, espiga meciéndose en los campos.
Yo sé, esta evocación celeste quiero guardármela para siempre.
Es que el solsticio de invierno me acude siempre puntual, dolorosamente puntual. Trae madrigales menguando, el rumor añoso del paraíso y sus grillos sonámbulos. Mi rostro encielado de luna nueva resucita estrellas desmayadas. Soy la bruja.
Más tarde, la armada cósmica y los pintores dejarán esbozada la rebeldía en los andenes, caminos de hormigas entre barrikadas, arte por libertad, mariposas y linos rojos con la palabra justicia.
Uy que me encantaba andar presumida entre sus pinceles. Igualmente, un niño de cobre se anunciará con los satélites, enviará sus bendiciones desde suburbios lejanos.
Por cierto, también la Lili, mujer caminante y compañera, andará nómade en la Capital apoyando luchas y sueños que son iguales a las nuestros.
Y Che pibe llegará caminando tranqui pa´ convidar sus ritmos de rock y un carnavalito sudaka que hará bailar y agitar de alegría a las gentes.
Después, el huayra recogerá las huellas de mis pies descalzos, me hundo en esta tierra secular: mis dedos pequeños, raíces; una oruga viscosa se posa en la hojarasca. Mis yemas, abiertas en flor; al fin dejo que un rocío leve me fecunde. ¡Ay! Qué lindo es, cuando mi tranco va siendo compás de chacarera latiendo la pampa cotidiana.
El viaje alcanza su desenlace, otra vez. Afuera quedaba el polvo en el refugio oxidado de las vías y yo; y yo, me quedo con la nostalgia de para siempre. El hueso a la intemperie. Sigo buscando, voces que sean del viento, redenciones, un canto piquetero que devuelva la esperanza de los pueblos.
Memorias de la armada cósmica,
junio de 2015.