Desde los recipientes salen rostros, figuras humanas, tímidos gestos infantiles, confusos, diciéndose en sus ojos, como con una pena, hablándose en sus manos sucias, escarbando la basura, contemplando sus manos, asomadas por el borde del tacho. Salen o entraron, lo mismo da; ese niño se zambulle entre los residuos, excava entre los restos; no importa si se metió o si alguna vez alcanzará a salir; o si será ese, en definitiva, su último socavón. Niño y dios y contenedor son lo mismo. A quién le importa.
Encontré una cabeza del Dios Qom. La encontré revolviendo la basura adentro de un contenedor. Me metí pensando que me metía adentro de una tortuga. Pero al ratito me di cuenta por la basura. La cabeza del Dios Qom estaba entre unos trapos que parecían de frazada. Cuando la ví me sonrió y le brillaron los ojos. Pero después me pareció que se enojaba y la volví a guardar en su cucha de trapos. Pero me dio pena y la volví a sacar. Me miraba. No hacía ruido. Solo miraba. Estábamos los dos solos ahí metidos, en oscuridad, más bien penumbra. Como esa que entra en mi casa, entre las chapas, cuando termina la noche. La cabeza del Dios Qom me miraba como me mira mi perro cuando tiene hambre.
Sólo mira y no dice nada, él sabe. La cabeza del Dios Qom miraba y en un ojo vi como si aparecieran estrellas. Chiquitas pero brillantes como las del basural. Me gusta a veces la noche en el basural porque se ven muchas estrellas. Chiquitas y brillantes como las que había en un ojo de la cabeza del Dios Qom. El otro ojo estaba empañado. Entonces levanté la cabeza con las dos manos y la puse enfrente de mi cara. Nariz contra nariz. Y vi que por el ojo empañado lo que se veía era lluvia. Mucha lluvia. Como cuando llueve con todo y el agua entra a mi casa y yo miro para afuera y sólo veo lluvia cayendo y chapas mojadas. En el ojo lluvioso de la cabeza del Dios Qom se veía como un bosque detrás de la lluvia. Como selva. No había pájaros ni nada. Sólo árboles y lluvia. Entonces dejé de mirar y acerqué la oreja a la cabeza del Dios Qom a ver si escuchaba algo. Pero sólo se oía mi corazón. Y mi respiración. Y me pareció que la cabeza del Dios Qom quería dormir. La enrollé con los pedazos de frazada y la dejé ahí tranquilita. Entre unas bolsas que tenían olor a comida. No me dió pena dejarla. Me pareció que era lo que quería. Me sentí tranquilo ahí al lado de ella. Como cuidado. Pero me dieron ganas de seguir. Agarré mi bolsita. Levanté la tapa de la tortuga, cerré los ojos por tanta luz, y salí del contenedor.