Probablemente sea cierto y andemos subiendo escaleras, perdiendo o cargando nuevos pesos, pero siempre dejando algo en el camino, en cada peldaño, restos, monemas, que se descuelgan y quedan ahí, atrás, haciendo un ruido extraño, algo molesto y, también, desconcertante; quizás sea cierto, y todo camino de subido sea, en verdad, un extravío, algo que estamos dejando y que siempre dolerá, o sangrará, o será, incluso, un sonido raro, asimismo, molesto y desconcertante. Recordar o no, por momentos, no es una decisión; tampoco, tal vez, sea volver.
Qué triste era todo, a veces… No recuerdo el silencio, pero sí aquello del café con leche, y el pan con picadillo, a secas, previo al «mañana será otro día». Incluso al mirarme de cerca (si es que soy justa con entonces), podía elevarme por encima del juego, y rescatar el festín para muñecas, barajando la ilusión de una alquimia, que sabía estirar el puré y demás, como chicles que nos dejaban contentos a todos. Acostarse temprano, haciendo de cuenta que la sábana sobre la cabeza era la sala de cine, donde mi memoria proyectaba los dibujitos en blanco y negro, vistos a la tarde. A veces daban Tom y Jerry y otras, Los Picapiedras. Me gustaba ese repaso, esa ficción a medida, donde yo decidía el final de la función. Al menos por ese rato, donde parecía fácil mimetizarse con lo feliz. No, no recuerdo el silencio.
Después vino el día en que se repartieron los muebles, y fui caminando, porque la otra casa quedaba cerca. No estoy segura de cómo llegué, ni siquiera me acuerdo del recorrido. Sólo sé que al abrir aquella puerta, ya era una mudada. Todavía siento hambre de lo que pasó en ese rato de amnesia, porque había todo un puente entre esa nena del Tom y Jerry y la que llegó a su nueva morada. El puente era corto, y en sus pocos pasos maduré de golpe, como despidiéndome con el izquierdo de la muñeca, y en el derecho, de la rosa china roja. Ya no más esa sombra en la escalera, a la hora de la siesta; habría que inventar nuevos rincones. O tal vez dejar de jugar. Me había dejado parte de las ganas, en los paquetitos donde envolvía las piedras del patio. Del otro lado, también se me había quedado un padre, que vería cada vez menos. Un puente raro, que en vez de unir, separaba. Puente donde los monstruos iban con uno de la mano, sin decirnos nada. Ese silencio sí me lo acuerdo, porque nunca terminó de irse.
Después, el hambre fue otra cosa, lleno de ganas de escaparle al todo. Se calmaba cuando me dejaban sola, creciendo para el lado que quería. No siempre se pudo. A veces no fue hambre involuntaria, sino un estar a dieta esperando por tiempos mejores. Incluso llegó el amor, y fue, y vino, varias veces, pendularmente, y ahí todo comenzó a tener tonalidades y bienvenidas a lo complejo, y a las miserias más sutiles. No hay peor hambre que la de los otros, cuando uno es tierno y confía. Ese día, entendés que la ley de la selva, no fue creada por los hermanos Grimm en un cuento de hadas, sino por un laboratorio de la gente, que se pone el cartel de quererte.
De ahí en más, la escalera caracol ascendió en una danza de siete velos, donde fui perdiendo partes, sin recuperarlas en otro lado, como viviendo con un bolsillo goteante de cosas queridas, cada vez más agujereado por los pesares del hoy. Me pregunto dónde va todo eso que queremos, y de repente ya no está. Debe haber tantos caminos trazados en el piso, tantos que no veo o que me dejan afuera, con sus carteles de «prohibido avanzar». Quisiera que me atraviese alguno, a veces; quisiera transitarlo en lugar de presenciar siempre el Tom y Jerry ajeno, su lado enamorado, su parto sin dolor. Sus mil quinientos manuales para regenerarse, sus fábricas de resiliencia. Ese creer en todas las cosas, que ya no comparto; la fe en el humano como especie.
Mis partos tienen que ver con momentos de claridad, que es incluso irónica, porque al llegar a casa ya sé, sin encender la luz, que da igual. Todo va a seguir un poco oscuro, y desapacible, aunque adentro, las luminarias de la fe me estén guiando. Pero me gusta más así, como un golpe de lo tajante. De todas formas saberlo, no hace que se achique ninguna de mis listas de pendientes, que siguen juntando polvo, en lugar de tachones, esperando por una espera que no se sabe. Se hace tan largo y angosto todo, cuando no hay quién te sostenga los brazos… La soledad es un fantasma, que no sabe acurrucarse y siempre tiene hambre.
Recuerdo ese silencio, como un baile de máscaras difusas. El tiempo para pensar sobra, pero hay poco contenido, así que los pensamientos comienzan a dar vueltas una y otra vez, como el disco que me fanatizó esa temporada. Los rumio, los transformo en una masa, los vuelvo a separar, hasta que olvido qué estaba pensando, y por qué. A veces, mi mente se ocupa de buscarle cajones al resto de las miserias, que ya ni siquiera son mías, sino que las pagué año a año, como un impuesto: el caminar sin mirar al costado, que el costado no te toque mucho, que si te toca no te manche de otra gente, perseguidores de cosas que uno prefiere no dar. La comodidad aséptica del «no te metas». El «por las dudas quedarse quietos», el «algo habrán hecho». Las cruzadas para que no te pisen la cabeza, el construir una pared, mientras atrás crece un frío muy blandito. Temblar, y el nudo en la garganta, tenso como una mordida. La fábrica de pastillas para no llorar, ni ser llorado. Los resortes que mueven a la gente, los líquidos en que prefieren ahogarse. Y otra vez el silencio, que recuerdo bien, pero elijo que no.
Ahora pago mi propia comida, incluso de vez en cuando, compro el pan con picadillo de la nostalgia. Mi hambre sobrevive, aunque ha mutado. Ya en mis treinta sólo se colma con una tajada de verdad, que responda al: ¿Cuánto cuesta una tarde más? ¿Cuánto tardará lo que no llega? ¿Llegará lo que tanto tarda? ¿Cuántas tardes de las de siempre, caben en las que ya no vendrán? Hasta ahora tuve respuestas a cuentagotas, como partes de un rompecabezas que, estoy sospechando, no vale la pena armar. Ni siquiera sé la forma de construirme un nuevo puente o de encontrar las migas que dejé en el piso, para volver al del principio. Comparando los dos lados, pierdo, pero supongo que a la larga, entenderé que no tanto.
Qué triste sigue siendo todo, a veces. No hay peor miseria que la de estos ojos nuevos que, aunque se estrujen, nunca van a volver a proyectar al Tom y Jerry del país de mis maravillas. Cómo arden, eso sí, al cargarse de distancia y tiempo. Han aprendido a olvidar que los abrazos y el querer, necesitan de lo más simple, como una epifanía en blanco-leche sobre el negro presente de un café, mucho más inmenso, en su acepción de alimento, que cualquier todo que llena mi ahora, donde tampoco se calma el silencio. Ese silencio que ya les dije (¡no insistan!), que no recuerdo, ni quiero volver a recordar.