Las primeras veces no se olvidan. Desvirgarte, ver a un muerto, fumarte un porro. Creo que toda primera vez se caracteriza por dejar un recuerdo que, si bien es imborrable, no termina de ser claro y preciso. Es como si se perdieran partes y la idea a la que accedemos de cada primera vez fuera artesanal, atada con detalles bizarros y ficciones de sentido.
Había prendido velas y sonaba Clapton unplugged de fondo, quería que fuera especial. Era a cajón abierto, con la nariz de un blanco apagado asomando y mi prima yendo y viniendo, hablando fuerte, dándome caramelos de limón. Lo que había encontrado era un resto, un despojo, lo que había quedado del porro de alguien y, sobre ese poco, nos acomodamos los tres en la cocina, siéndonos conocidos, queriéndonos tanto y, a pesar de esa familiaridad, sintiéndonos tan ajenos y extraños en ese momento.
Julia era negra, de ojos redondos, con una sonrisa perfecta y un narcisismo prostituido. Por momentos guardaba silencio y era sexual; por momentos parecía anoréxica mental y la excitación se disolvía para dar lugar a cierto dejo de lástima y decepción. Mi abuela se llamaba Nilda, era chiquita, encorvada, con olor a frazada y a cáncer. No se si hablamos alguna vez, en todos mis recuerdos está durmiendo. Y Lucho era mi amigo, estábamos hermanados; cada tanto él hacía de padre porque le gustaba encarnar la paternidad y yo hacía de hijo, porque necesitaba un padre. Silvio era, en ese momento, amigo de Lucho; más tarde sería también amigo mío, pero sin hermandad. Supongo que por eso terminó siendo un desconocido.
Nadie se desvirga solo. Para ver a un muerto necesitás, claramente, a un muerto. Y fumar porro en soledad es de adolescente deprimido. Y no cuenta.
Entonces, si las primeras veces están signadas por un dejar un recuerdo extraño, ambiguo, plurívoco, también lo están por implicar de alguna manera, por más retorcida que sea, la presencia de alguien más. Me parece que la primera vez de algo es siempre las primera vez de algo con alguien. Otro. Cualquiera.
El unplugged de Clapton había terminado. La luz de las velas que quedaban desteñía el romanticismo inicial, haciendo de la habitación un espacio lúgubre e infinito. Y la decepción y el vacío ante el encuentro sexual, torpe y arrítmico, se disolvían en la reconfortante idea de que ya no era virgen. Nilda dormía en lo que más tarde se convertiría en mi pieza. La frazada era verde, con flecos. En el funeral había un tazón de vidrio lleno de caramelos. Mi prima me daba algunos, eran sabor limón. El resto, el despojo de porro encontrado, alcanzó para armar un fino. El efecto fue abismal. La invasión de un goce ajeno que me devoraba la cabeza. Lucho tenía la boca abierta y la mirada en la pared. El ruido de la heladera aumentaba, ensordecedor, como una alarma. Cada tanto recuperábamos el cuerpo tomado, nos mirábamos y nos reíamos. Estábamos del orto. Silvio apretaba las muelas y nos preguntaba de qué nos reíamos. Silvio no era feliz.
«¿Hace cuánto que no haces algo por primera vez?». La había conocido en un cumpleaños, tenía el pelo corto, la piel muy clara y una mirada profunda, como si pudiese alojarme entero. Se llamaba Luciana. Se reía mucho. Años después descubriría que la mirada profunda era una psicosis incubada y se volvería gorda, grotesca, de cachetes sonrojados. Luciana me había preguntado, cuando empezamos a salir, «¿Hace cuánto que no haces algo por primera vez?». Hacía mucho. Salimos a patinar por Oroño y me caí, arrastrándola conmigo.
A veces pienso que el ímpetu de hacer cosas por primera vez es fundamentalmente femenino. Y no sólo porque las mujeres se aburran más rápido. Sino porque creo que transformarse en mujeres les implica toda una serie de primeras veces que son, esencialmente, horribles. La primera menstruación, publicada en la portada del matutino familiar. El primer gesto obsceno, con el comentario porno y lujurioso de un hombre desagradable. La lengua invasiva e inesperada que ahoga en los primeros besos. Y como una formación reactiva a esto, como un modo de poder tramitarlo, las mujeres suelen impulsar, de ahí en adelante, toda una serie de primeras veces buscadas, deseadas, nerviosas y placenteras.
La fascinación con el cuerpo desnudo, todo desnudo, de Julia. La extrañeza ante el cuerpo muerto y la nariz de Nilda, de un blanco apagado asomando. La fragmentación del cuerpo invadido de porro, de goce parasitario y extraño, en un ritual de hermandad con Lucho, que tenía la boca abierta y la mirada en la pared.
Ver la luz o que la vida te pase frente a los ojos. No creo que haya un pasaje o una mediación entre la vida y la muerte. Sí me parece creíble que, en ese momento previo a dejar de estar vivo para empezar a estar muerto, el pensamiento se sustraiga a estas huellas primitivas, a estas marcas de primeras veces, a estos recuerdos imborrables, inaprensibles, oscuros.
Cuando te morís, se acaban tus primeras veces. Y preparan tu funeral, casi sin notar que tu nieto, frente al cajón, come caramelos de limón, fascinado ante el hecho de ver a un muerto por primera vez.