Hay color y ritmo sobre el escenario, las gargantas afinan al viento y cantan sobre la correspondencia que muere antes de salir de viaje. Pero una de ellas llegó a destino, la escribe nuestro cronista y va directamente hacia Uruguay. Revive una vieja discusión sobre el calor de la murga oriental, la percusión que la sostiene y el coro que sale al cruce. Porque a fin de cuentas, es como versa la canción: «Si la vida es una farsa, que regrese el carnaval».
Rosario, 11 de abril de 2016
Querido Washington:
¿Cómo estás, tanto tiempo? ¿Cómo te trata la vida? ¿Seguís viviendo ahí en Malvín? Por acá todo muy bien. Bah, es una formalidad. Están pasando demasiadas cosas raras para que todo pueda seguir tan normal. Pero eso será motivo de otra correspondencia.
Te escribía por lo siguiente: ¿Te acordás de ese verano en que nos conocimos? ¿Que nos presentó el Laucha, 2007 o 2008? ¿Te acordás de esa noche en que me dijiste «Bo, andá a ver a la Trasnochada, la rompen esos gurises»? Que yo te decía que no, que ni en pedo, que no es de las murgas que más me gustan. Que tuvimos una discusión cuasi filosófica acerca de lo que es la murga. Que estábamos en la rambla a los gritos discutiendo, porrón en mano. Pienso hoy, a la distancia: qué insolente, un argentino discutiéndole a un uruguayo acerca de lo que es la murga uruguaya. Es casi como si vos me quisieras contar la letra de «Malevaje» a mí. En fin, no recuerdo quién ganó esa discusión, o si verdaderamente hubo un ganador (la edad y el vino atentan contra la memoria).
Anoche finalmente te di el gusto. Fui a ver a La Trasnochada. Llovía, sí, como viene lloviendo desde hace diez días acá en Rosario. Central había perdido sobre la hora y yo estaba muy contento, porque si ganaban quedaban punteros los canallas y le sacaban tres puntos a mi San Lorenzo querido, que se mete otra vez en la pelea por el campeonato.
La murga, te decía. Caí sobre la hora. El show era en uno de esos galpones que conociste que estaban sobre el río. Resulta que ahora la municipalidad lo acondicionó y lo transformó en lugar para recitales y lo llama Espacio 75. Había sillas, muchas, y un público, cuanto menos, extraño: mucho matrimonio, mucho señor arriba de los cincuenta años, de buzo atado al cuello. Mirá que yo voy a todos los corsos de las murgas de acá y nunca los vi a estos tipos, ¿eh?
El show arrancó bien arriba, con la clásica presentación, en la que la murga cuenta que llegó (qué obviedad, como si no lo estuviera yo viendo) y te habla de que el carnaval es lo más maravilloso del mundo, que la murga es el amor, y todas esas cosas. No me pareció gran cosa, amigo. Eso sí, cuando los tipos cantan te despeinan. Recién te hablé de las murgas de acá. Pues bien, creo no hay ni una que le llegue a la sombra de los talones cantando. Cómo suenan estos muchachos, por favor.
Para el primer cuplé, un cantante nos introduce en la historia: estamos en una oficina de correo de «cartas que no llegaron a su destino». La carta, como eje central del show. El director toca un arpegio en tonos menores, y el murguero canta afinadísimo unos versos conmovedores. Y al ratito entra la murga, a susurrarnos que «en este correo las cartas llegan con el viento», mientras hacen sonidos percusivos con la mano, cual Anna Kendrick en Pitch Perfect. Lindo pero algo empalagoso.
Y de la nada, «el viejo correo se transforma en popurrí» y ahí sí, hermano, arranca la murga, a cantar como debe sonar una murga y disparar este fragmento clásico en los espectáculos del género. Se supone que el popurrí tiene que denunciar, tiene que ser incisivo, pegarle a quienes tiene que pegar, palo y a la bolsa. Eso me lo enseñaste vos y no me lo podés discutir. Ahora bien ¿cómo justificas que no le pegan a nadie, que no denuncien al gobierno de turno, que no hablen de las injusticias? Se la pasaron hablando de cómo usamos la tecnología, de que las madres responden los whatsapp contestando sólo «Ok». Se la hubiesen jugado un poco más, ¿no?
Para esa altura de la noche yo ya había terminado el primer vaso de fernet. Escuchate ésta: cuando entrabas al lugar te daban un papel con dos casilleros. Cada vez que pedías un trago te lo marcaban con una cruz. Cuando completabas las dos, no podías pedir más. En mi barrio se llama vigilanteada. Pero digámosle consumo responsable, queda más lindo. A todo esto van diez minutos de espectáculo y no me sacaron una sonrisa estos muchachos.
Acto siguiente aparece en escena uno de los murgueros, grandote, pelado. Es el cupletero, no hay dudas. El que lleva las riendas actorales del espectáculo. El que debe hacer reír. Y vaya si lo logra. La canción acerca de la intolerancia es hilarante, y despierta al público, los hace reír y aplaudir. A decir verdad, este muchacho se lleva todas las luces. La rompe toda. El show remontó inesperadamente hasta que nuevamente les agarra el síndrome de Diego Torres, el mensaje color esperanza («Educar en el camino del día a día, dar por el otro sin nada a cambio, regar la vida») y yo me vuelvo a aburrir. Consigo un papelito prestado y voy a por mi tercer y último fernet de la noche.
El show seguía, la gente se enganchaba, parecía atenta, respetuosa. Aparecen en escena unos muy divertidos traductores de emoticones que desasnaban sobre los significados de las caritas de whatsapp («por qué no me escribís palabras como alguien que tiene tu edad»). A ellos se les suma… Mirtha Legrand (!), analizando los colores de piel de los emoticones, particularmente el de un nadador, concluyendo que el rubio es Michael Phelps, y «el negro es un indocumentado que se escapa de Cuba». Carcajadas generales. Momento altísimo del espectáculo.
Vos me contaste, recuerdo, que un momento importante del show es la «canción final», un texto que no pretende hacer reír, más bien lo contrario. Te quiere hacer pensar, tocar ciertas sensibilidades, intentar conmover. Hacia allí se dirige inevitablemente el show, una muy bonita canción tocada con percusión, guitarra… y ¡un bajo! Los ortodoxos de la murga se revolcarían en su tumba si vieran esto. Yo los banco a las trompadas, suena hermoso.
Bueno terminó esa «canción final». No obstante, comienza otra similar. Y otra. Y otra. Cuatro canciones de ese estilo. Quince minutos sobre un espectáculo de cuarenta y cinco, sólo de baladas. Era la FM Kiss de la murga. Es domingo, llueve, y me deprimí. Irremontable.
Los últimos quince minutos estuve en piloto automático, te juro. Fue demasiado. Se suponía que venía a reírme, a pasarla bien y hace un cuarto de hora que esta gente me quiere hacer llorar. No puedo dejar de pensar que cualquiera de estas canciones las podrían cantar Axel o Abel Pintos. Te acordás el verano en que nos conocimos, que nos presentó el Laucha, 2007 o 2008, y me dijiste «Bo, andá a ver a la Trasnochada, la rompen esos gurises» y yo te decía que no, que ni en pedo, que no es de las murgas que mas me gustan. Siguen sin gustarme, che. Pero bueno, la verdad es que qué puedo saber yo de todo esto.
Amigo, disculpá la catarsis pero sentí que te lo tenía que contar. Llegó la hora de nuestro adiós. La vida está hecha de momentos, de un tiempo que para siempre ya se fue, y de otro que vuelve a comenzar.
Con afecto,
Javier
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