La temporalidad se deshace en capas. El movimiento es indescifrable, va, viene, avanza, retrocede, es un círculo o una línea sinuosa, algo que no puede ser captado, cuando se vislumbra se evade. Hay unos cuerpos, ¿o son entes, sin más?, que transitan, hablan del tiempo, o de las cosas que se almacenan. Hay un espacio, ¿o son alegorías, con todo?, que persiste, impacta sobre las cosas, o en las imágenes que despiden. Entre todo, se destiñen las circunstancias, estaban o serán.
Las manchas de sangre volvían a aparecer, la remera volvía a ensuciarse, las gotas grandes de sangre de nuevo estaban ahí, fusionándose con la estampa. Mamá y papá van a enterarse. Me pegaron
La alarma de casa se vuelve a sacar, se abre y cierra la puerta de madera. También las rejas. El taxista me devuelve la plata. Franco sube de nuevo al auto. «Qué bien maneja marcha atrás el tachero», pienso.
La nariz empieza de nuevo a dolerme, me la tocó. El reloj del taxi no para de cambiar números, estoy con suerte hoy: se restan no suman. Sí que es suerte, casi no tenía plata; iba a tener que volverme en colectivo si no.
Bajamos en la rotonda de la fluvial. Caminamos –como todos– para atrás: pasamos los carritos, el barco y el monumento se ve cada vez más chico. Se vuelve a armar una ronda, quedo yo y otro más en el medio. Lo reconozco, es el que me pegó. Los sentimientos me vuelven, pero en forma contraria: del amor al odio. Siempre que pasa un tiempo del quilombo me calmo, ahora no. Todo es al revés.
Se escuchan gritos. Miro. Son unos pibes que estaban por ahí, «¡El mayonesa!», grita uno. La ronda se desarma y caminamos hacía el boliche. Sí, para atrás. Cada vez tengo más sangre y cara de enojado.
Ya adentro del baño intentó parar el sangrado. No puedo, cada vez chorrea más. Salgo y subo las escaleras. Camino desde una punta a la otra del pasillo, cubriéndome la nariz, sintiendo todas las miradas sobre mí.
Empiezo a ver pañuelitos sucios en el piso. Son los que me había limpiado. Vuelven a mi mano, como si estuviese haciendo rebotar una pelota. Sucios me los pongo en la nariz, pero ahora se limpia la sangre. Quedan blancos. Los doblo y meto adentro del paquete. Una mano me los saca, son las de una chica que me mira con lastima desde el balcón junto a su compañero. Vuelven a besarse. Me agarran ganas de decirle: «¿Che, no ven que estoy sangrando? ¿No pueden ayudarme?», pero me doy cuenta que todavía no me vieron.
Me empiezo a acercar al montón de gente que esta trabando el paso al vip. Cada vez me duele más la nariz. Me saco la mano de la cara, y siento cómo un líquido espeso fluye desde el naso –o vuelve a él–. Levanto la mirada, y lo único que veo es cómo unos nudillos se van de mi cara. Reconozco al de los nudillos. El que me pegó. La nariz deja de dolerme, y veo a Nuñez. Está discutiendo, pero va del final al principio. «Qué discusión rara», me digo.
Se disuelve el montón y volvemos a caminar por el pasillo, ahora nos vamos riendo. Nadie nos mira. Vamos a la planta baja a encontrarnos con nuestros amigos. Vuelve un vaso a mi mano y empiezo a escupir una mezcla de vodka y speed, para que termine lleno nuevamente. Pero no lo tomo, voy a devolverlo a la barra. Me devuelven mi plata, la del trago y la de la entrada del boliche. Salgo hacia la calle, paso por el detector de metales y el patovica. Le saco mi documento de su mano, la fila avanza hacia atrás.
Me encuentro corriendo con mi grupo de amigos –todos para atrás– hacía el parque Urquiza. Cada vez tengo más pasto y barro en las zapatillas, es porque cortamos camino y subimos por la barranca. «Creí, que ya la habíamos bajado», me digo. De nuevo en el parque, de nuevo, el tipo loco desnudo en el balcón gritando. Se mete para adentro. Volvemos a cantar canciones y mear en la calle.
Subimos otra vez al departamento de la previa. Desordenamos todo lo estaba ordenado, vomitamos vino y fernet a los vasos; dejamos de reírnos, se nos va el pedo. Ordenamos lo desordenado. Todos empiezan a irse, raro porque cada vez es más temprano. Yo también me voy.
Apenas subo a un taxi, el chofer me devuelve plata a mi mano. «Tengo la misma plata que cuando salí de casa», pienso y me río. El reloj estaba en $89, pero iba para atrás. En la puerta de mi casa tenía el precio de la bajada de bandera, y ni me pidió que le pague.
Ya adentro de casa siento la bocina del taxi que acaba de dejarme. «Qué tachero amable”, me digo. Devuelvo a la heladera un pedazo de pizza desde mi boca y me voy al baño. Me deslavo los dientes, me saco el perfume y empiezo a desvestirme. Doblo la remera y mientras la guardo pienso: «Qué limpia está, no se van a enterar».