Nuestro compañero encaró la noche con ciertos reparos. Agazapado en la incertidumbre que trae el desconocimiento y con una lapicera en la mano, asomó la nariz entre la multitud que mezclaba el choripán con cerveza y la cumbia con el frío. El calor se adueñó del tiempo y ya no tuvo más remedio que bailar hasta que dolieron los pies. Los años no fueron excusa, tampoco los vasos vaciados sobre la barra y una vez que el último aplauso cerró las puertas, nos mandó estas líneas que cuentan lo que las piernas le dictaron.
«El sábado a la noche hay un par de bandas en el Club Japonés, ¿lo haces?». Juan Campos me tira una invitación difusa, indefinida. Y yo la lleno de sentido: el Club Japonés debe ser un pub; las bandas deben ser estas formaciones de eterna adolescencia en las que el bajista todavía no sabe tocar pero se suma porque es amigo del baterista, que trabaja con la novia, en el mismo restaurant.
Con esa idea, invité a dos amigos y les anticipé que el plan era una mentira auto-creada, que no tenía idea de qué se trataba y que no se bañen, que no hacía falta. Antes de salir, uno se dio de baja acusando abulia, malestar existencial. Argumentó su ausencia con un semblante melancólico, haciendo un recorrido por todo lo irrealizado de su ser en el trabajo, en el amor y en lo más oscuro de la cotidianidad. Esa fue la primera alarma de que estamos grandes y empezamos a tener problemas que no se resuelven en lo inesperado de un sábado a la noche. El «hace frío, tengo paja, no activo» dejó de ser la única opción para darse de baja y se hace cada vez más difícil desconocer el hecho de que estamos grandes y nos pasan otras cosas.
El 107 nos dejó enfrente de la terminal. Lloviznaba, llegábamos tarde. Dos chabones tomando birra nos pisaban los talones. Iriondo 1035 y el descubrimiento de que el Club Japonés no es un pub. Ni siquiera es un Club. Es la Asociación Japonesa de Rosario que ofrece, al fondo de un pasillo iluminado, un salón grande equipado con siete tablones, una cantina esquinada y un escenario fuerte, espacioso, provisto de verdes y azules. Los banderines de colores, dos o tres niños hippies barrileteando, la gente que recién se estaba acomodando y el olor a comida comunista nos acercaban más a la atmósfera de una exitosa peña de barrio auto-gestionada que a lo incómodo y cuidado de un té-canasta escolar.
La chica de las entradas tenía un mechón azul, los ojos brillantes y la sonrisa amplia y fácil. Me presenté. Estaba anotado como «Miguel». «No soy Miguel», le dije. No le importó. Nos selló la mano y entramos.
Hicimos tres pasos y quedé cara a cara con Lourdes. Lourdes es Lourdes Lorena Garnica Gutiérrez y la primera vez que la vi yo era mozo en El Aserradero. Ella estaba bañada por las luces de un escenario que le quedaba chico. Era la potencia de tonos sostenidos, el quiebre en los ritmos acelerados, el cuerpo desbordado, agitado, de euforia afro-colombiana. Lourdes era una diosa carnal, hormonal; una mantis religiosa que te devoraba la cabeza en lo más pornográfico de la erótica musical. Y la volvía a encontrar. Me miró, se dio cuenta de que estaba en cualquiera y en tres cachetazos dialécticos me ubicó. «Sí, tocamos con Huevo de Iguana. Esto es la Choriarepa CumbiaFest. Después, Homero y sus Alegres. Al final, todos juntos». Lo miro a mi amigo, que a lo largo de los años ha consolidado una estética pop, mod, de fiestas electrónicas y amores free-lance. Pensé que me odiaba. Y no. Le brillaban los ojos y estaba excitado ante la idea de comerse un choripán envuelto en arepa.
El escenario seguía vacío y ya sumábamos las doce de la noche, dos birras, tres fernets y una serie discontinua de ritmos cumbieros, tropicales, afros y santafesinos. Estábamos raros, ajenos. Los dos habíamos vivido esto en algún momento, lo habíamos abandonado y ya no podíamos retornar. El público era en su mayoría femenino y –a excepción de algunos turistas bolicheros y las infaltables femme fatales de perfumes dulces, ropas ajustadas y excesos de strass– era un público signado por un hippismo treintañero que parecía haber renunciado a los pantalones de bambula verde loro haciendo la experiencia de la maternidad o buscándola. Y así, la minoría de masculinos quedaban al servicio de los cuatro estados femeninos presentes: 1) cargaban niños asumiendo la paternidad; 2) acompañaban a su mujer embarazada, en un cuidado perimetral de la panza; 3) eran estudiados como portadores de semen y calificados de acuerdo a su calidad de ADN; o 4) eran convocados a fumar porro, reírse, hablar de sus vidas, bailar y coger.
Y apareció otra vez Lourdes, esta vez en el escenario, con un pañuelo en la cabeza, un top rojo pasión y una pollera ancha, larga, de un blanco virginal. Huevo de Iguana pone quinta en los primeros segundos. La percusión acelerada revive al maraquero que había sigo cargado en pleno rigor mortis y los tres percusionistas se aceleran mutuamente. Lourdes aúlla, como hace la perra, marca su territorio y el micrófono –si bien es de ella– circula junto con los instrumentos. Todos cantan, todos tocan, Lourdes baila y el público se aprieta, y se empieza a mover de manera seductora, hipnótica, siguiendo el beat de la cumbia, limpiando el choriarepa entre pedos y eructos que los hermanan, los comulgan, los encuentran, los vuelven Uno.
Cuando Homero y sus Alegres toman la posta, el público ya está apretado, completo, ensalzado. Y el despuntar del lleva, llévame contigo de Los Palmeras da cuenta de la profunda y oscura verdad a la que Homero y sus Alegres han arribado: todo, desde Sinatra y New York-New York, hasta la picardía de la güera Salomé y la demencia de Alcides, todo, absolutamente todo, puede ser cumbia santafesina. Invitan a Lidia, una Lía Crucet en mejores condiciones que la original, sin tanta teta desbordada y con un recato y un acercamiento más propio del coqueteo de Nina Simone que del Maipo porteño. Y entre el guitarrista, devenido bajista, Homero que se divide entre el acordeón y la viola, y Ale, tan entre el güiro y el comentario jocoso, todos bailan, todos cantan, Huevo de Iguana se acopla orgánicamente, hay un exceso radical de talento que no se capitaliza, que no se usufructúa, sino que se goza de manera quinceañera, pero sin vestidos, sin velas, con choriarepa, birra, porro, y fiesta opulenta que supera lo barrial.
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