El almanaque anunciaba fiesta, pero las plazas estaban cerradas. El tímido sol de mayo apenas tajeaba el frío y la alegría que la memoria acercaba sólo tenía lugar en las mesas pequeñas, lejos de los abrazos de piel con piel. Creímos que la amargura había ganado la partida, pero nos equivocamos. Desde la calle al escenario, sin escalas, llegaban ellos para arrancarnos del tedio. Nuestra cronista destapó cervezas, brindó por la patria y por la calle hecha canción – porque no hay rejas que puedan hacerle frente a la música – y antes de que muera el feriado, nos regaló su texto.
La cita tuvo lugar un día durísimo, el día de la Patria ya no tan grande, ya fragmentada y tras las vallas. Un 25 de mayo sin revolución, más feriado que nunca, menos festivo imposible.
Durante el día me dediqué a conocer a estos músicos mediante la serie documental registrada en el soporte oficial de Canción de la Ciudad, que cuenta, además, con un mapa que nos muestra en qué sector del microcentro está ubicado cada uno de estos artistas para que podamos ir a escucharlos. Un laburo impecable, que visibiliza el otro arte, el callejero, el popular y el que a menudo no encuentra espacios que los convoquen, y por eso la cita se volvió aún más emocionante, al menos para mí. Y al parecer no era la única, ya que cuando llegamos con mi amiga apenas pasadas las 21, ya había una cola que llegaba hasta la esquina de Córdoba y, conforme fueron pasando los minutos, llegó a sumarse más gente detrás de nosotras. Las puertas seguían cerradas, pero desde afuera se veía movimiento. Esperamos y nos pusimos un poco al día, tipo nueve y media, diez menos cuarto, aproximadamente, al fin abrieron las puertas del D7.
Conseguimos una mesa no tan lejos del escenario, bien cerquita de los músicos, nos pedimos media pizza de espinaca que estaba tremenda, unas papas con cheddar y una birra. Estábamos listas para empezar a disfrutar. A veces, cuando todo sale tan rico, tan bien, temo automáticamente que algo lo opaque, sin embargo, una vez más, mis temores fueron decreciendo cuando por fin empezó la fiesta.
Subió al escenario Marcelo Moyano y descolló la guitarra, pasó por un repertorio folclórico imprescindible: zamba y chacarera. Arrancó con una interpretación de «Zamba por vos», siguió con «Chacarera para mi vuelta» y en «La oma» nos volvimos todos locos. Marcelo nos agradeció por estar ahí, el D7 estaba lleno, la moza siempre tan simpática, los chicos filmaban y sacaban fotos. Todo parecía abrirse paso a una noche distinta, y Marcelo siguió tocando. El público empezó a pedir una más. Marcelo tocó su último tema y les dejó el escenario a las violinistas. Pero a Marcelo lo encontrás en la peatonal Córdoba entre Entre Ríos y Corrientes. Desde allí nos acompaña, interpretando al aire libre, a pulmón abierto y cantando con los ojos del alma, como sólo los verdaderos artistas saben hacerlo.
Las chicas son María Elisa y Kathleen, y son las responsables de hacer llorar al violín y al violonchelo en plena peatonal San Martín. Según cuentan en la serie documental, tocar en la calle les cambió la vida, al menos a María, porque ella venía cargada de estructuras musicales muy clásicas y la calle les permite innovar, ver qué le pasa a la gente cuando las escucha, qué hay detrás de esas cuerdas y cómo se pueden ensamblar para lograr efectos emergentes entre lo clásico y lo popular. Tocaron «Viva la vida» de Coldplay, entre otros, porque dicen que es uno de los que más le pide la gente. Estar en la calle significa la empatía con el otro, no de aquel que paga una entrada para ver una sinfónica en un teatro, la calle es comunicar desde otro lugar, acá no hay públicos selectos, acá está el arte en su estado más popular, de transeúntes que pueden calmar un poco sus cabezas y elegir unos minutos de conexión musical que los distraiga del mambo de laburar ochocientas horas diarias para vivir. María es la que nos agradece en nombre de ambas por estar ahí, acompañándolas, y habla en defensa de lo público en cuanto al arte y el acceso a la universidad. Ya estábamos a mitad de pizzas y papas, por la segunda birra y, de tanto en tanto, recordando que todavía era 25 de mayo y que habíamos salvado el día gracias a este encuentro.
Las chicas dejaron espacio para que entraran en escena Agua Dulce y otro muchacho invitado. Tocan «Al otro lado del río» de Drexler. Agua Dulce nos habla de la necesidad de entregase al arte y automáticamente se origina un clima de intimidad y de protestas compartidas. El humo del escenario parece detenernos en el tiempo, la voz y los tempos de Agua Dulce son distintos a los del resto, no tengo mucha idea de música pero compartimos esta sensación con mi compañera de cena. Agua Dulce logra que el público quede en silencio, cosa que no había sucedido cuando las chicas tocaron. Había un grupito de amigos, supongo, que no paraban de hablar. No entiendo la gente que va a ver un espectáculo y lo pisotea todo el tiempo. Ahí dentro, afuera, en el teatro o en la mismísima calle, no deberíamos olvidar el respeto por el otro. Agua Dulce queda solo tocando y cantando. Ahora nos deleita con «Argentino a morir» y arengamos todos. La gente aplaude fuerte, se generó ya la intimidad. Todos acompañamos con «Argentino, originario, latinoamericano a morir…» Agua dulce agrega al final: «¡Qué viva la Patria Grande!».
Sube Carlos del Mar, el hombre de letras doloridas. Carlos es un payador nato, el alma del pueblo que cree todavía en las raíces a partir de la música. Arranca con «Si se calla el cantor», calla la vida… de Horacio Guaraní. Dice que Horacio es su gran referente, que el poeta defendió la música nuestra desde la infancia. Ahora los renegados de la mesa de al lado hacen silencio, de alguna manera a todos nos atraviesan las letras y la voz de Carlos, que es poderosa y contiene la fuerza que da la vida árida, injusta y compleja. Carlos no para de agradecer a los chicos de Canción de la ciudad por generar este espacio y nos cuenta que no es para cualquiera sentarse en la calle y cantar para todos. Toca luego «Canción del adiós» y recita a lo Fierro dándole consejos a sus hijos. Carlos saluda y agradece a los amigos senegaleses por estar ahí, bancando la parada musical. Baja para dar lugar al resto de los artistas. En ese pequeño intervalo –y seguramente luego de volver del baño–, observo a las chicas violinistas que se van y una de ellas se funde en un abrazo poderoso con Marcelo, creo que ahí comprendí que eran una gran familia y que el poder de sus voces áridas y de instrumentos heterogéneos conformaban un todo armónico, una verdadera comunidad artística.
Se tienen entre ellos y la música es el puente
Marcelo, desde su mesa, le pide a Carlos que toque «El arriero», pero él sigue con una chacarera. Finalmente, el arriero va… la voz ronca se pone firme y bate la justa: «Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas», seguido de un solo de guitarra que nos anestesia. Como la vida misma, de repente percibo que el D7 cayó en el letargo de esas penas, la gente casi ni habla, todos transitamos esa soledad del arriero. El final se funde en un aplauso solemne, el payador agradece.
Suben a escena Ernesto y Agustina. A Ernesto lo conozco de Letras pero no sabía que era músico. Los caminos de la vida nos vuelven a encontrar. Agustina la descose con el bandoneón, Ernesto con el piano. Esta es la parte en que aparece siempre mi viejo, el tango. La noche se convierte en un maravilloso reencuentro. La milonga que convoca, que dan ganas de salir a bailar al medio de la pista sin siquiera tener idea de cómo dar algún paso. De un momento a otro parecíamos formar parte de un rodaje de arrabales y tangueros, en el que la angustia se transformaba lentamente en compasión. La gente aplaude mucho esta presentación magistral de piano y bandoneón, la gente sabe que ese género nos corre por las venas y nos llega al alma. Mi amiga me dice al oído: «Ese instrumento es como un ser». Y claro que lo es. Tiene vida propia, se retuerce con cada emoción. Las imágenes, detrás de los músicos, proyectan las mismas sensaciones que podemos percibir en vivo y en directo. El tango transforma, luego viene la milonga. Ernesto hace de goma el piano en un solo brillante. Forman un dúo tan homogéneo que pareciéramos estar en presencia de un orgasmo extendido. Los despedimos con muchos «bravo» sinceros. Por último tocan «A Evaristo Carriego» y generan en el público un final épico, como dirían mis alumnos.
Para finalizar, los artistas se funden en una sola pieza, que transmite una sensualidad pícara, como una especie de revancha a un mundo que se obstina en ser cada vez más hostil. Todos, nosotros y ellos, nos acompañamos con los movimientos de los cuerpos, en una especie de swing que nos une bajo la misma sintonía. Un bajo nos despide, pero la sensualidad no acaba. Sólo el arte salva y por eso estamos acá, hoy, reunidos. Hablo de Bajo Mundo, una banda que no conocía y que nos deja a todos atónitos, mezcla de jazz, blues, tango, Kusturica y Yann Tiersen sin bajón. Nos hacen transitar por todos los ritmos y estilos, interpretan lo que quieren, hacen hablar a sus instrumentos, se acoplan, se revelan y nos sacuden. Estamos en la cresta de la ola. El silencio es impoluto, la banda se nos metió en el cuerpo y ya podemos decir que somos parte de este ritual tan ecléctico en sus formas pero tan ensamblado en nuestras emociones. Nos reúne la música y yo siento que todo el tiempo nos estuvimos despidiendo para volver a aplaudirnos, a saludarnos, a fundirnos con ellos en ese encuentro de violas y bandoneones.
Pienso que estos pibes disfrutan con todo lo que hacen. Del primero al último nos hicieron sentir el arte como una fe inquebrantable. Ilusión y vida. Lo que nos hace resistir.
Gracias por la magia. Nos vamos yendo, es muy miércoles. Mañana se labura…
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