El Turco le pasa un mate al Mono. Un mate ya lavado, frío y amargo. Se sientan formando una especie de ronda. La Cabra revuelve la taza de café. Se acerca el Peque, con una taza de mate cocido en la mano. Se sienta y revuelve la taza. En la mesita chica del medio, relucen unos bizcochos apenas dorados, unas medialunas, de un tamaño considerable, y algunas facturas de crema. Buscan un cuchillo y las cortan por la mitad.
Llueve. La lluvia cae sobre el techo de chapa del galpón. Apenas pueden hablar entre ellos, medio a las señas, medio a los gritos. Desde donde están sentados, pueden ver la oficina del patrón, el CEO, como se les dio por llamarlo hace poco. Lo miran cada tanto, de reojo. Está sentado en su escritorio, con la taza de café en una mano y el tubo del teléfono en la otra. Cada tanto suelta el café y revisa el celular. Cada tanto y de reojo, él también los mira.
—Hijo de puta—, murmura el Peque llevándose medio bizcocho a la boca.
—¿Qué te picó?—, grita el Mono.
Se acercan aún más, para poder escucharse.
—No me garparon el premio.
—¿Vos faltaste?
—Medio día, una sola vez. Y les avisé a las conchudas de Recursos Humanos. Les dije que tenía turno al médico. Que si afectaba el presentismo no iba.
—¿Le dijiste al patrón?
—Sí, boludo. Pero dice que tiene que ser justo con todos. Que no me lo puede pagar.
Permanecen en silencio. Sólo la lluvia en el techo de chapa.
El Peque se pasa el brazo por la boca.
—La plata era para comprarle las zapas a mi nena. La tengo en patas, boludo.
Da un sorbo grande a la taza. El Mono le palmea un par de veces la espalda. Lo ven hacer fuerza. Contenerse.
—A mí tampoco me lo pagaron—, dice el Turco, —pero yo sabía que no me lo iban a dar, porque falté un día. Así que después ya ni me calenté y falté dos días más, de bronca nomás.
Ríen. Agarran las facturas. Miran hacia la oficina. Ven las pilas de dinero que el CEO va contando con una maquinita. Lo cuenta y lo recuenta, con intervalos de sorbos de café. Café en pocillo, pedido al bar. No como lo que toman ellos, preparado por ellos, en el anafe que armaron sobre una tabla.
Uno de los cuatro silva. Cuánta plata, se escuchan decir.
Silencio. Sólo la lluvia golpeando el techo de chapa del galpón.
—Anoche tuve un sueño bastante loco—, dice el Mono.
—¿Qué soñaste?
—Creo que tuve un deja vu. Estábamos así como estamos ahora, los cuatro. El CEO en la oficina, como ahora, tomando su café, nosotros acá, desayunando, comiendo bizcochos, facturas, medialunas.
Silencio. Sólo la lluvia, cayendo.
—Yo soñé lo mismo—, dice el Turco. —¿Se puede que dos personas sueñen lo mismo? Mi sueño fue así, tal cual, con la lluvia y todo. Después se cortaba la luz.
Los cuatro se miran en silencio. Algunas medias sonrisas que no se animan a terminar de ser.
—Loco—, dice la Cabra, —si los dos soñaron lo mismo, cuenten quién se comía la última factura.
El Turco y el Mono se ríen a carcajadas. Los otros se van animando y ríen también. La risa, en medio del ruido de la lluvia sobre el techo de chapa, tiene un tinte macabro.
El Peque se sacude las migas de las manos en el pantalón. —Yo también soñé lo mismo—, dice. —Hay algo raro en esto. En el sueño, la luz se cortaba a las diez y media. Me acuerdo patente, que miraba la hora y se cortaba la luz.
El Turco mira al Peque bien fijo, a los ojos. Paladea la lengua en la boca, como masticando una idea. —¿Y después qué pasaba en tu sueño?—, le pregunta. Mira al resto, desafiante. —¿Y en el de ustedes?
El Peque lo mira. No responde. —Vos sabés lo que pasaba—, dice al rato.
La Cabra se ríe. —Yo no creo un carajo en esas cosas, pero posta que soñé lo mismo.
Se miran los cuatro. En el silencio, sólo la lluvia martilleando sobre el techo de chapa del galpón.
—¿Qué hora es?—, pregunta el Turco.
—Faltan dos minutos—, dice la Cabra mirando el celular.
—Yo tengo y 29—, dice el Peque.
Miran celulares y relojes. En la oficina, el CEO también mira la hora, primero en el reloj, luego en el celular.
Se corta la luz. Ahora, sólo la lluvia en el techo de chapa y la oscuridad total.
—Con esta lluvia no va a entrar nadie a comprar chapas—, dice el Mono.
—Y menos sin luz. Olvídate de cargar pedidos con el puente de grúa.
Dejan las tazas sobre la mesa. Queda una factura, la de la vergüenza, que nadie amaga a agarrar. El mate sigue cebándose, lavado y frío. Los palos flotan.
—Che, ¿el CEO habrá soñado lo mismo?—, pregunta alguno.
—Por lo que me importa—, responde otro.
El dinero brilla en la mesa del CEO, reluce, refulge, como el cofre desnudo de un pirata.
La Cabra se levanta, despaciosamente y va hasta la puerta de entrada. La cierra con traba.
Se levanta el resto, casi a un mismo tiempo.
El Turco agarra el cuchillo de la mesita.
Enfilan hacia la oficina del CEO, que cuando los ve llegar cuelga el tubo del teléfono, abre los ojos y los recibe, con los brazos abiertos.