Regresar a la infancia tiene algo de recorrer una geografía prestada, un poco remota, que simula estar en lo más lejos del espacio, pero que, sin embargo, reverbera en la proximidad más inmediata. Retazos de patio, de Paula Fierro, es una de esas reverberaciones de la proximidad. La tierra del origen, el ritual casi siempre igual de Vera, los árboles de Santa Fe, «una margarita, / donde no duela», o «el transcurso / como un goteo que acaricie», dice Fierro. En definitiva, «la sangre cuestionada / la cuestión del amor», porque «aquí se salvan las que inventan».
De las páginas del libro surgen aromas y sabores, canturreos, sonidos de girasoles al viento, altísimos, superficies de una región concreta, el norte santafecino, extendida a todo lo largo de la abstracción que puede desandar un cuerpo. Las palabras del «collage de su historia, / todavía no fueron escupidas por la boca», y entonces toda la intensidad de una biografía cabe en la mirada de una niña ante la cámara, «el horizonte donde mira», y eso, a su vez, es la carnosidad de una historia de continentes. Están ahí las «Mujeres que flotan en papel» y los fuentones, la utopía como un barco de papel que flota en el agua que cae del cielo. El «pueblo sencillo» que se nombra propio, «espacio modesto» donde no sufrir. «¿Qué color tendrán las flores que vengan a nacer?». «No hay tiempo para llorar, ahora nos toca florecer», escribe.
En el libro es el cuerpo el que anda por siglos y el poema es su transpiración: los gritos, el llanto, la risa, y la verdad amarga que se va posando en los brazos y los huesos y en el paisaje y en ese buscar una palabra, un misterio que siempre anduvo entre todo eso. La mirada que busca el registro de otras tierras, Líbano, la hierbabuena, el laurel, una cocina, el viento caliente, el piso granítico del oriente, una forma para «ordenar el ruido». «-Escribo ahora para vaciarlo todo-», dice. Y entonces la voz se vuelve sobre sí misma y hace que el mundo se refracte: una reescritura del origen que es el de la sensación de un mundo.
«La infancia es una patria que se tiene para narrar», dice Fierro. Esa alusión, lo continente de la vitalidad en cada cosa, que busca voces donde parece no haberlas, el decir de un algo que permita habitar un mundo como a una tardecita, pisarlo con los pies descalzos como el piso del hotel de los abuelos, como el suelo de la mezquita, el surgimiento de un conjunto de saberes, recetas, gestos, inflexiones, que cruzan un mar, varios siglos y países indefinibles. «Me pregunto si van a desaparecer las palabras / de este mundo / o podré yo encontrar la posibilidad de olvidarte».
Los poemas producen un efecto de armonía, una especie de regularidad en los tiempos, con ondulaciones y la calma de ir palpando, el tacto en la pausa del decir. «Jugar a ser ella» en el desconcierto y del desorden con un trabajo cuidadoso por deshabituarlo, evocar y tomar, suplantar y reformar, buscarle una nueva organización que permita percibir algo distinto. Un patio, sus retazos, porque «hay una primavera que es propia» y la palabra deja encontrar el lugar, el verano, «una estación que describo hasta brotar», dice.
Y así, el paisaje simple del mundo se transforma en una figura enigmática, que hay que mencionar, reubicarla, ayudarla con una nueva imagen, «extendiendo las mañanas como el río que no alcanzo», ese río que, al mismo tiempo, se vuelve incomprensible, esa ciudad que retumba detrás del otro lugar, la vida del pueblo donde «el tiempo es una cosa intacta, como nube densa donde la lluvia viene demorada». Lo que pasa es que en el fondo hay un carnaval, la carne nace sin permiso. La infancia es ahí donde están «las nenas que corren con bombuchas» y «nacen el diablo y las flores». Luz del sol en el patio y olor a frutas.
Retazos de patio, de Paula Fierro. Alción Editora, 2018.