Cuentos | Los incomprendidos - Por Pablo Colacrai

A lo lejos veo entrar a la nena de las flores. Es del barrio, la conozco. Empuja la puerta con fuerza, como si fuera muy pesada. Después, sin dudar, va hacia el otro lado del salón. Pasa por atrás de la barra y la pierdo de vista. Entonces me acuerdo de lo que le quería contar a Lorenzo desde que salimos.

—Otra vez soñé con Andrea —digo.

Lorenzo me mira. Toma un trago de cerveza y se inclina sobre la mesa para que yo lo escuche mejor. La música está fuerte y no es fácil comunicarse.

—Tenés que escribirlo —me dice—. Así lo exorcizás.
—¿Qué cosa?
—Todo —dice, y vuelve a reclinarse en la silla.

Siento que esa distancia es insalvable, que no hay manera de que mi voz llegue hasta él. No me preocupo. Levanto mi vaso y miro la pista. Varias parejas bailan abstraídas. A nosotros no nos gusta mucho el tango. En realidad, sí nos gusta, pero no bailarlo.No sabemos bailar tango. Vinimos a esta milonga porque hoy salimos tarde y era lo único que todavía estaba abierto. Habíamos decidido tomar cerveza y, en lo posible, emborracharnos. No sé si Lorenzo quiere emborracharse, pero yo sí. Casi como si fuera una necesidad.

Acaba de terminar un tema y las parejas se separan esperando el próximo. Miro hacia todos lados intentando encontrar al que pone música. No lo veo. Es como si las canciones salieran de la nada. Como caídas del cielo. Tampoco puedo ver a la nena de las flores. Debe estar en el otro salón todavía, tratando de vender algo. O, a lo mejor, consiguió que alguien le diera de comer. Ojalá.

Lorenzo aprovecha el silencio y vuelve a hablar.

—¿Me escuchaste lo que te dije? —dice, levantando las cejas.
—Sí —le contesto—. Lo estoy pensando.

No es cierto. No lo estoy pensando. Yo no escribo. No sé escribir, no me interesa. Él es el escritor. ¿Habrá querido decir que tengo que contarle la historia para que él la escriba? Puede ser. Me gustaría. Me gustaría emborracharme y hablar de Andrea. Recordar a Andrea y que alguien me escuchara. No escribir sobre Andrea. No quiero escribir. De hecho, apenas si entiendo por qué la gente escribe. Entiendo por qué escriben algunos tipos que tienen muchos lectores y que venden libros y ganan guita y son famosos. ¿Pero para qué escribe Lorenzo si no lo lee nadie? ¿Para qué se la pasa diciendo que escribe si nunca publica nada? Tampoco quiero hablar de estas cosas con él, se pone pesado. Quiero contarle el sueño. Eso quiero.

—Estábamos en la escuela —le digo cuando empieza una nueva canción y las parejas se hamacan marcando el ritmo, como esperando que la música entre en ellos—. No era nuestra escuela, era otra. Pero al mismo tiempo era la nuestra. Como pasa en los sueños.

Lorenzo asiente como si estuviera siguiendo el pulso del tango que suena de fondo. No estoy seguro de que me esté escuchando. Igual, sigo:

—En el aula no había nadie, sólo ella y yo. Y yo tenía que decirle algo importante. Algo que ella quería escuchar y que yo quería decirle. Pero no podía recordar qué era. Tenía la sensación de que era tan fácil que con sólo empezar a hablar me iba a salir solo. Y hasta lo intenté. Pero no. Abrí la boca y no salió nada. Ella me miraba ansiosa. Bueno, no sé si me miraba ansiosa, viste cómo son los sueños. Yo sentía que ella estaba ansiosa, creo que ni podía verla.

Lorenzo está casi recostado en la silla, mirando bailar a una pareja. La chica tendrá unos veinticinco años, o menos. El pelo muy largo, rubio, y unos pantalones negros y ajustados. Hermosa. O al menos eso parece entre la poca luz del lugar y lo poco de ella que escapa al cerrado abrazo de su pareja.

—Tendríamos que aprender a bailar tango —dice Lorenzo, sin mirarme—. Debe ser estupendo.

Yo no me enojo con Lorenzo. Es imposible enojarse con él. Inútil. Levanto el envase de cerveza para indicarle al mozo que traiga otra. Mientras espero me doy cuenta de que tengo ganas de fumar.

—Además —sigue Lorenzo, de repente—,si bailáramos tango todo sería más fácil. —Ahora sí me mira a los ojos. Seguro que piensa que va a decir algo importante y no quiere que me lo pierda—. Porque pondríamos el cuerpo en movimiento, ¿entendés? Y nos dejaríamos de tantos sueños y de tanto pasado y de tanta literatura. Miralos bailar. Son geniales. Puro presente. Sin ayer, ni mañana, ni especulaciones. Un paso detrás del otro. Siguiendo el compás. Tratando de hacer lo mejor posible. Hoy, ahora, a cada instante. Eso deberíamos hacer nosotros y dejarnos de tantas boludeces.

El mozo trae la cerveza y nos la cobra. Pago yo. La anterior la pagó Lorenzo. Sirvo los vasos en silencio, esperando que él siga con su discurso. No sé qué me quiere decir. No entiendo a dónde va con su reflexión. Muchas veces me pasa eso con Lorenzo. Pero él no dice nada más. Gira la cabeza y se queda observando a la misma pareja de antes. Como si el tema se hubiera terminado.

Yo aprovecho.

—Entonces Andrea empezó a desnudarse —digo—. Y eso fue raro, porque era una nena de doce años, como cuando íbamos a la escuela, no una mujer como debe ser ahora. Y no me gustó, pero a la vez sí me gustó. Empezó a acercarse y yo me quedé quieto, sin saber qué hacer. Me parecía que algo estaba mal, pero al mismo tiempo me gustaba…
—Creo que deberías llamarla —dice Lorenzo, indiferente.
—¿En serio?
—O lo escribís. O la llamás. ¿Cuántos años hace que soñás con ella?

¿Llamar a Andrea? Ahora soy yo el que se reclina en la silla. Como si necesitara tomar distancia para pensar mejor. Desde acá ya no puedo ver la puerta que da al otro salón. Si la nena de las flores saliera en este momento, no la vería. ¿Qué sentido tiene llamar a Andrea? ¿Qué le podría decir después de quince años si lo más probable es que ella ni siquiera se acuerde de mí? No, no tiene sentido llamarla. Ni escribirlo. Nada tiene sentido. Tampoco el sueño. De todos modos quisiera hacer algo para que no volviera. Me hace sentir incómodo, culpable.

Black And White Art Drawings Spirit Of Origami // Illustration | Origami Cranes, Blackwork

La canción termina. Ahora se escucha un rock con el volumen bajo. Más bajo que el tango. Es como un intervalo para que las parejas descansen y las chicas jóvenes tengan excusas para sacarse a los viejos de encima. Lorenzo está atento a la pista. La rubia sonríe y se despide de su pareja. Lorenzo deja de mirar a la chica y ahora sigue al muchacho. Es alto, de hombros grandes y redondos: de gimnasio. El pelo corto y prolijo brilla cuando le da la luz. Seguro que usa gel o gomina o algo así. No es la primera vez que veo a Lorenzo observar a un hombre. Lo hace para tener material para su escritura. Si uno no conoce la naturaleza humana, me dice siempre, es imposible escribir. Y la naturaleza humana está tanto en los hombres como en las mujeres. Y a veces pienso que más en los hombres que en las mujeres, me dijo una vez y como no entendí le pregunté por qué lo decía, pero no me respondió. Se quedó callado. Ni siquiera cambió de tema. Simplemente se quedó callado hasta que a mí dejó de interesarme la respuesta y le hablé de otra cosa.

Ahora sí, por entre las mesas, veo venir a la nena que vende flores. La encuentro casi siempre que salgo. Trabaja los fines de semana de noche. Durante la semana va a la escuela y por las tardes baila tango. Yo pienso que es muy chiquita para bailar tango. Igual me gustaría verla bailar. Debe ser encantador.

Pasa de mesa en mesa y nadie le compra. Termina la canción, era una de los Redonditos, y empieza otra vez una milonga. La pista tarda en llenarse. Recién se están armando las nuevas parejas. Me sorprende que no siempre sean los hombres los que buscan a las mujeres. Al lado nuestro, una chica le toca el hombro aun muchacho y lo invita a bailar. Supongo que son amigos. Igual me sorprendo.

La nena me reconoce y viene hacia nosotros. Sabe que le voy a comprar una rosa. Siempre le compro. Me da lástima. Además, cuanto antes venda todo, más temprano puede volver a su casa. Es peligroso que una nena esté sola hasta muy tarde. Lorenzo la ve acercase y me hace un gesto que no entiendo. Pareciera estar negando con la cabeza. No sé si no quiere que le compre o no quiere verme hablar con la nena. No me importa lo que piense. Yo tengo ganas de hablarle. De verdad quiero hacerlo.

Ya está parada a mi lado. Quietita.

—¿Me comprás? —dice, levantando apenas las flores.

Se llama Florencia, al menos eso me dijo una vez. Yo no le creo, pero no se lo digo. En parte me gusta la idea de que me mienta.

—Hola —le digo—. ¿Cómo estás?
—Bien —contesta y sonríe. Su sonrisa es tímida.

Un mechón de pelo le cae sobre la cara y le tapa un poco los ojos. Lo agarro con cuidado y se lo acomodo detrás de la oreja. Ahora su frente se luce más.

—Así está mejor —le digo.

Ella baja la vista y me agradece. Después mira a Lorenzo de reojo. Lorenzo no la mira. Es como si ella no existiera para él. No entiendo por qué le hace esto. Me molesta, realmente me molesta que la ignore. Cuando Florencia se vaya se lo voy a decir. Ella no se lo merece. Nunca le hizo nada.

A propósito, para molestarlo, me inclino hacia delante hasta quedar bien cerca de Florencia. Ella sigue con la mirada baja. Le toco la mejilla. Su piel es suave. Mansamente suave.

—¿Cuánto están las flores? —le pregunto rozándole con los dedos el lóbulo de la oreja.

Es tan perfecto, tan simétrico.

Me contesta sin levantar la cabeza. Pobre. Como si tuviera que avergonzarse de algo. Voy a comprarle flores, siempre lo hago. Pero si buscara mi billetera se rompería este momento único entre ella y yo. Así que me demoro un rato más. Lorenzo debe estar mirándonos. Seguro. Me gustaría que me dijera algo, ahora o después. Que alguna vez me dijera algo.

No creo que lo haga.

La música cambia y es como una señal, como un límite. Agarro a Florencia del mentón y la obligo a mirarme a los ojos. Su mirada es triste, lejana. Quisiera poder ayudarla. Pero ayudarla en serio. Con algo verdadero.

No sé cómo.

—Te voy a comprar dos, ¿querés? —le digo y ella asiente, casi inexpresiva.

La suelto para sacar la billetera. No tengo cambio. Nada. Lorenzo me está dando la espalda. Hace que mira la pista pero no es cierto. Lo conozco. Debe estar pensando. Piensa mucho Lorenzo. Demasiado. Me inclino sobre la mesa y le toco el hombro porque es imposible que me escuche. Le muestro el billete de cien. Entiende en el acto y niega con la cabeza. Creo que miente. Creo que tiene cambio y no me quiere dar. No sería la primera vez.

Florencia ahora está un poco más lejos. No sé en qué momento retrocedió. Si quisiera tocarla de nuevo ya no podría. Me mira y mira a Lorenzo, que no la mira.

—¿Tenés cambio? —le digo a Florencia y le muestro el mismo billete de cien.

Ella niega y se muerde el labio. Tan indefensa. Tan sumisa.

—No importa —le digo, decidido—. Te las compro todas.

Florencia abre grandes los ojos y, ahora sí, sonríe de verdad. No me pregunta si lo dije en serio. Sabe que lo dije en serio. Da un paso, deja el paquete de rosas sobre la mesa y vuelve a retroceder.

—No, no, no, no, no —le digo, y me inclino un poco—. Con una condición.

Ella se queda quieta. Nuestras caras están cerca, a la misma altura.

—Con una sola condición —le susurro y me apoyo un dedo en la mejilla.

Ahora veo que ella duda. Tiene las manos cruzadas sobre la barriguita flaca, y duda. Mira las flores, después sus pies y otra vez las flores. Se nota que siente mucha vergüenza. Pobrecita. Quisiera decirle que no tiene que tener miedo, ni vergüenza, ni nada. Que todo está bien. Pero me quedo callado.

De repente, como si hubiera juntado el coraje necesario, Florencia respira hondo, da un paso adelante, estira la cabeza y me deja un beso rápido en el lugar preciso que había señalado mi dedo. Después, como un resorte, vuelve a la misma posición.

Exactamente a la misma posición.

—Ahora sí —digo, y le doy el billete de cien.

Ella lo agarra y lo hace un bollo. Fuerte, como si quisiera hacerlo desaparecer. Después da media vuelta y se va. No me agradece. Tampoco mira atrás. Nunca. Ni una vez.

Con mucho esfuerzo abre la puerta para salir. Afuera, en la vereda, algunas personas se están despidiendo. Recién cuando la puerta termina de cerrarse vuelvo a escuchar la música. Como si todo ese tiempo hubiera tenido los oídos tapados. Ya no suena más la misma milonga que antes. A ésta no la conozco. Creo que no la escuché nunca en mi vida.

Lorenzo se inclina sobre la mesa.

—Ya sé sobre qué voy a escribir mi próximo cuento —dice.

Me decepciona. Creí que iba a hablar de Florencia. Que finalmente iba a decir algo sobre Florencia, sobre por qué la desprecia así. O sobre mis sueños. Que iba a tratar de ayudarme con mis sueños. Pero no. Él sólo quiere hablar de él y de sus cuentos que nadie lee.

—Sobre los incomprendidos —me dice—. Voy a escribir sobre los incomprendidos.

No sé de qué está hablando. No tengo idea. De todos modos, no le pregunto. Dejo pasar varios segundos y después le digo que voy a buscar otra cerveza. Lorenzo mira la pista y asiente, como si estuviera ofendido. No me importa. De verdad, no me importa. Me levanto y voy a la barra. Mientras espero quiero mirar hacia fuera, pero la puerta está totalmente empañada. Me acerco y paso la manga del pulóver por el vidrio. La escena es desoladora. Nadie en ningún lado. Ni un alma. Sólo un auto que avanza despacio, en silencio, como con cautela. Me quedo observándolo. Parece mentira que pueda ir tan, pero tan lento. Es como si se negara a moverse. Me fastidia ese auto. Me dan ganas de salir y empujarlo, sacarlo del medio. Me contengo. Por fin, después de un largo rato, desaparece y la calle queda totalmente desierta. No sé porqué, pero siento que es mejor así.


* Incluido en Nadie es tan fuerte, Modesto Rimba, 2017, finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez.


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