1
Sus pies esquivan un bulto. Camina con los ojos clavados en el piso, sí, porque las veredas en este barrio están rotas y minadas de mierda de perro. Y anda como apurado, no porque sea tarde sino porque el apremio es más fuerte. No sabe si es la ansiedad o si es el miedo lo que acicatea sus pasos y lo vuelven veloz, vertiginoso. Tanto que sus pies esquivan el bulto y él tarda unos segundos en darse cuenta. Es una paloma: las alas pegadas al cuerpo, ligeramente aplastada, sin revoltijo de plumas. Ha cruzado Salta confiando en la luz amarilla del semáforo. Ha cruzado, la calle ha cambiado de nombre y él se ha detenido apenas por el bulto que ahora es una paloma muerta frente a sus ojos. A pocos centímetros del animal, algo oscuro. Algo que podría ser una piedrita, más mierda de perro. Podría ser cualquier cosa. Vuelve a apurar el paso antes de que la visión le haga estaca en el pecho: un mal augurio.
El movimiento empieza a acomodar la imagen que ha dejado atrás. Un trozo de víscera. Podría ser una pequeña víscera, como si la paloma hubiera estallado. Quizás, fuera el corazón. Se convence: el tamaño, el color que le han quedado impresos en la memoria; sí, seguro era el corazón. Ha visto pájaros muertos en otras veredas, ha visto incluso murciélagos que, al atardecer, se confunden con los pájaros y vuelan rasantes sobre las cabezas. Ha visto de todo, piensa, mientras palpa las llaves en el bolsillo izquierdo, el teléfono en el otro. Ha visto de todo menos pájaros a los que les hayan arrancado el corazón. Percibe sus propios latidos en todo el cuerpo. Quiere pensar que se deben a la velocidad del movimiento. No está acostumbrado a caminar así. Tampoco a la adrenalina de andar por las calles de ese barrio, a escondidas y, al mismo tiempo, a plena luz del día. Aunque quizás lo atrape la noche allí. No lo había pensado. Ojalá lo atrape la noche –piensa–, ya verá qué explicaciones dará cuando llegue el momento. Cruza Jujuy. Falta poco. Esa ansiedad adolescente que lo desboca va a jugarle una mala pasada si no logra calmarse. Debe andar como un loco, apurado por calles en las que nadie camina así.
Se obliga a aminorar la marcha. Debería levantar los ojos y mirar el cielo que explota en un celeste intenso, el sol dorando las hojas de los árboles, las fachadas raídas por el tiempo. Se obliga a cambiar el ritmo y se imagina como un turista buscando los vestigios de un pasado que sólo ha visto en fotos en blanco y negro. Detrás de cualquiera de esas puertas, puede haber un patio como el de las fotos. Ya no estarán las mujeres sentadas como si el tiempo no existiera, esquivando la mirada de la cámara que las detuvo en ese instante, ni los tipos con sombreros esperando sus servicios. Detrás de cualquiera de esas puertas, puede haber un patio lleno de fantasmas, cargado ahora de la presencia de otros cuerpos igual de desorientados entre tanta oscuridad. Desorientados como él ahora, que dobla por Brown y busca la puerta que se abre con la llave que tiene en el bolsillo.
No prestó atención la última vez que estuvo allí: no había modo de sospechar siquiera que fuera a volver. Menos, solo. Menos, en plena tarde. Y aunque lo hubiera sabido esa noche, no hubiera estado en condiciones de retener detalles. El mareo, la penumbra del pasillo, las puertas iguales y, a la vez, tan distintas. Nunca entendió por qué el flaco vivía ahí, entre inmigrantes indocumentados –supone– y vaya a saber qué otra gente, cuando hubiera podido vivir en el centro en un departamento cualquiera. Cree recordar que hablaron de eso esa noche, cuando los echaron de todos los bares y él dijo que podían seguirla en su casa. Y mientras avanzaban un poco a los tumbos por Brown, el flaco agitaba los brazos como alas sin plumas y hablaba de la mística de la zona, de los prostíbulos, de las casas de tolerancia; de las pensiones, de los aguantaderos y de cómo todo era uno y a la vez su reverso en ese barrio donde los nombres se duplicaban y las cosas se volvían dobles para no ser, en el fondo, nombradas. Algo de todo eso debe haberle quedado a él en algún recoveco del cerebro, piensa. Algo que ahora, tantos meses después, lo llevó hasta allí casi sin dudas. El flaco se iba de viaje, él necesitaba un lugar. Como si las circunstancias se hubieran sincronizado a propósito, a pesar de ser puro contrapelo. Hay algo de insólito en las acciones, en cómo se acomodan para dar lugar a los eventos que de antemano parecen descabellados. Entonces, mete la llave en la cerradura y forceja un poco. Forcejea hasta que se abre. Atraviesa el umbral como un golpe y cierra la puerta. Apoya la espalda contra el vidrio opaco, sucio. Le tiemblan las manos. Nada es como lo recordaba. Esperaba, de todos modos, que fuera así: la memoria y la noche son traicioneras; los recuerdos, mutantes buscando un amparo imposible.
2
«Estoy demorada». El mensaje de Carla hace vibrar su bolsillo y la ansiedad se vuelve carnívora. La imagina en mil posiciones en esos muebles ajenos, sus gemidos en ese aire en el que un rayo de sol delata un polvillo flotante y, al mismo tiempo, quieto. La imagina honda, húmeda como nunca. Enciende un cigarrillo y corre las cortinas. No se explica de dónde sale ese rayo de luz, cómo llega a colarse en el corazón de la manzana y se derrama sobre los objetos del otro. Nada es como lo recordaba: esperaba encontrarse con un amasijo de platos, vasos, ropa sucia; con la idea de lo que para él es un tipo viviendo solo, libre. Había pensado, incluso, que tendría que ordenar un poco, justificar cualquier potencial desastre, convencerla de que no importaba el lugar. Pero no: todo estaba ordenado y limpio. Demasiado ordenado para su gusto, como si cada objeto ocupara un espacio que alguien había pensado con sumo cuidado. No se había percatado de eso antes, de que el flaco podía ser así. Se inclina para dejar caer las cenizas en algún sitio y encuentra un cenicero sobre la mesa ratona. Recorre con los ojos los estantes de las bibliotecas, la colección de vinilos de la que tanto hablaba el flaco y a la que nadie le había prestado atención esa noche en la que ya estaban todos muy borrachos y hastiados. Él se acuerda ahora que se tiró en el sofá y levantó los pies sobre la mesa que tenía enfrente sin reparar en ella. Se acuerda de las botellas, de los vasos; de las carcajadas y de los silencios hasta que se sumergió en una duermevela confusa, en la que las quejas de su mujer se le aparecían como fogonazos mientras la única parte de él que todavía resistía el derrumbe intentaba ensayar explicaciones inútiles. No ve los libros en esos recuerdos, ni la pantalla colgada como un cuadro, ni el ventanal por el que se vislumbra un patio minúsculo lleno de verdes. De ahí viene el sol, pero cómo si todo está en sombra. Se queda mirando la enredadera que escala la pared, imagina la fachada sucia del otro lado y cree entender por qué el flaco se empeña en quedarse en ese lugar al que no llegan los ruidos de la calle ni sus miserias.
Todo es silencio y Carla está demorada y le resulta muy fácil pensarse otro sentado en ese sofá que no es suyo, rodeado de tantas cosas que sí podrían serlo. Sí, quizás sea más sencillo así: fingirse otro, creérselo por un rato. Otro, capaz de verdad de estar ahí, a punto de hundirse en una mujer que tampoco es la suya, pero que también hubiera podido serlo si las cosas se hubieran conjurado de otro modo: si hubiera tomado otras decisiones, si cada acto imperceptible se hubiera sincronizado en otro tiempo, a lo mejor en otro espacio. Pero al final era cierto eso de que los cuerpos se preocupan por vivir, no por encontrar sentido. Y al carajo la sincronización, las secuencias que se abren y que se cierran como en las películas. Más lo piensa y más necesita estar adentro de ella de una vez, acabar como si en ese instante el mundo fuera solamente ese patio verde que se despliega del otro lado del ventanal en sombra pero iluminado y no una paloma muerta en la esquina en la que todo se subvierte, en la que un corazón termina siendo un pedazo de carne arrancado sin miramientos.
3
Le manda un mensaje y deja el teléfono sobre la mesa. Se levanta. Camina hacia la heladera y la abre. No hay nada más que una botella con agua. Busca un vaso y se sirve. Tiene la boca pastosa, recién se da cuenta. La caminata, el tabaco, esa inquietud que se vuelve sed cuando piensa en ella. En ella que todavía no llega, en ella moviéndose vaya a saber uno dónde, demorada en vaya a saber qué nimiedades, mientras él está ahí, cada vez más animal desbocado, tratando de distraerse con cualquier cosa para no pensar. Se le ocurre hurgar en las alacenas: el flaco tiene que tener algo más fuerte. Detrás de las puertas, el orden es inconcebible. No lo tenía tan obsesivo. Encuentra unas botellas de vino; una de whisky, la única abierta. Whisky será, piensa. Le da cierto pudor alterar ese orden, abrir una botella para tomar apenas una copa o dos, porque ella seguro no va a querer. Va a llegar apurada, va a decir que es muy temprano, que prefiere estar sobria, que después tiene que hacer quién sabe qué. Usa el mismo vaso en el que acaba de servirse el agua. Apura un sorbo que le quema la garganta y lo despabila. Enciende otro cigarrillo. La sed es un pozo sin fondo. “Vení”, escribe rápido. Ya no es una pregunta: es un pedido, una orden, no sabe bien. Pero no es una pregunta. Eso es lo único que tiene claro. Vibra el teléfono sobre la mesa. Algo en él sonríe satisfecho mientras lo guarda, por reflejo, en el bolsillo; algo que necesita seguir moviéndose hasta que ella llegue.
Deambula con el vaso en una mano, el cigarrillo consumiéndose en la otra. Se asoma al dormitorio. La penumbra lo tranquiliza un poco. Una cama turca, tendida con una prolijidad que le da escalofríos. Cree ver una pila de libros oficiando de mesa de luz. Arroja la colilla en el vaso casi vacío, determinado a levantar la persiana. Desde esa ventana también se ve el pequeño patio. En la pared opuesta, un ropero antiguo, un perchero, un escritorio escueto. Y fotos. Muchas. Colgadas en las paredes. Como improvisadas, pero no. Debe haber un orden, una suerte de plano imaginario de la ubicación exacta de cada portarretrato. Y se queda unos segundos con los ojos desenfocados tratando de absorberlo todo. ¿Hace cuánto que conoce al flaco? Rastrea en la memoria. Como diez años, quizás un poco más. No se conocen de toda la vida, es cierto. No se han visto con regularidad todo ese tiempo, ni ha conocido a su familia o a sus parejas. Tampoco recuerda haber estado allí, salvo esa noche, hace unos meses y de casualidad. Así y todo, el otro no dudó cuando él le pidió la llave, cuando le mintió y le dijo que necesitaba un lugar para estar tranquilo porque las cosas con Adriana no andaban bien. Y ahora estaba allí, descubriendo las manías ocultas de un tipo al que creía conocer. Quiso pensar que la situación amplificaba la sensación de extrañeza. Estar solo en la casa de otro le provocaba la misma incomodidad que escuchar a alguien hablando en voz alta entre sueños: ser testigo potencial de algo que, se supone, pertenece a esa zona oscura e imprecisa que llamamos intimidad. Quizás fuera simplemente el descubrimiento: la certeza de saberse ciego para tantas cosas, indiferente a lo que lo rodeaba. Cuántas cosas más estaría perdiéndose. O, a lo mejor, como decía el flaco, el barrio tenía de verdad su mística y las cosas empezaban a mostrar sus contraluces, sus dobles fondos. A veces, la luz y la oscuridad pueden ser, un poco, la misma cosa.
4
Lo sobresalta la vibración, de nuevo, del teléfono en el bolsillo. Carla llega en diez minutos, dice. El mensaje lo sacude del estado hipnótico en el que lo sumergieron la espera y el whisky y todo lo que se ha soltado en su cabeza. Intenta volver. Se ha hecho un poco tarde, es cierto, pero saberla cerca lo enciende. Desde hace meses es así. A veces quisiera rastrear el momento exacto en el que empezó a sucederle ese alboroto en el cuerpo, ese impulso que se volvió incontenible cuando lo supo recíproco. Tenía que seguirlo, agotarlo hasta que se acabara la turbación, la alteración de otro orden que había creído inquebrantable por cobardía, por inercia. Vaya uno a saber. Era mejor no meterse allí, no hurgar demasiado en las razones. La sincronía de ciertos eventos, lo que algunos llamaban casualidad. Ya no importaban los porqués ni los para qué, menos ahora que Carla estaba llegando y él empezaba a tensarse en el recuerdo de su olor, a tantear en el aire su presencia fantasmal.
Se acerca a la pared y observa las fotos. En blanco y negro, fragmentos de Pichincha que no llegó a conocer. Quizás sus abuelos hubieran caminado por allí, sus padres. Pero no él. Eso era lo que conocía del flaco: su entusiasmo por la Historia, esa pasión que los otros juzgaban demencial y que oían sin escuchar. En colores, fotos de paisajes. Los viajes del flaco. Esos que en algunas ocasiones le había contado sin muchos detalles. Apenas un ‘estuve en tal lado o en tal otro’. Paisajes, el flaco en primer plano; montañas, mares, ciudades de fondo; callecitas de otros continentes; el flaco y ese amigo que alguna vez se cruzó en alguna juntada, quizás en algún cumpleaños. Ahora recuerda que sí, que le parece que han viajado juntos. No había caído en la cuenta de que habían viajado tanto. El flaco tiene otra cara en las fotos, una alegría distinta, le parece. Mira alrededor de sí, buscando algo que no encuentra. Vuelve los ojos a las imágenes en la pared y el reverso se vuelve diáfano, definitivo.
Carla, recuerda. Debería ir a abrirle: si todavía no llegó, debe estar en eso. Cruza el living- comedor en sentido contrario y tiene la sensación de que tendrían que irse de allí, de que ya no puede seguir invadiendo la intimidad del otro que, de pronto, se le ha vuelto incómoda. Pero ya es demasiado tarde para cambiar de sitio, para cerrar los ojos a todo lo que siempre había estado ahí, aunque él no lo hubiera vislumbrado siquiera.
El sol ha dejado de reflejarse en las paredes linderas y las habitaciones empiezan a sumergirse en una penumbra sin espesor.
Afuera, en cambio, todo parece latir su ritmo habitual: el cielo refulge celeste sus últimas horas de luz; cada tanto se oye el trinar de los pájaros, los motores perforando el aire como si esa parte de la ciudad estuviera recién despertándose del sopor cálido de la siesta.