Hoy me crucé con una antigua compañera de esquina en la zona de trabajo. Al principio ella me vio y pareció que vio al diablo. Pegó media vuelta y se fue.
Después la volví a cruzar en los pasillos de un hotel medio pelo, el más barato del barrio Villa del Parque, y al verme agachó su mirada.
En el tercer y casi vencido intento nos topamos frente a frente, y ahí no tuvo opción a regalarme un hola casi obligada por la situación.
– ¿Qué te pasa boluda? ¿Por qué me esquivas? – le pregunté.
Y ella, levantando la mirada, me contesta:
– Pero no te acordás las veces que me cagaron a palos vos y Silvana. La vez que me sacaste las sandalias y las tiraste al techo de la fábrica abandonada. ¿Cómo querés que te salude después de eso?
Yo, quizás buscando una respuesta a sus palabras, le dije que eso pasó cuando éramos pendejas y tenía 23 años, que ahora no soy esa.
Ella, ya mirándome a la cara, me pregunta si la puedo dejar trabajar en la misma cuadra porque en la otra las chicas le dijeron que no podía. Le contesto que la cuadra no lleva mi nombre, que no es mía ni de nadie. Que labure tranquila. Ella intenta darme un abrazo y llora. Lloramos las dos.
La invito a tomar un café y en media hora me cuenta de su vida, de sus hijxs, sus clientes, sus amores. Yo le cuento de Ammar, del sindicato, de Santino.
Me dice que hoy tiene que hacer tres mil pesos para poder pagar la luz, sino el lunes se la cortan. Yo convenzo a un cliente para que nos lleve a las dos, ella luego hace lo mismo con el suyo, y cuando terminamos de trabajar, volvemos al bar para contar el dinero. Me quiere pagar el café como forma de agradecimiento y no le acepto. Al final el café de las dos termina siendo cortesía de la casa, según las palabras del dueño.
Antes de despedirnos le vuelvo a pedir disculpas por lo que hice con ella cuando éramos más jóvenes y pensábamos que así se resolvía la disputa del territorio y era parte de los códigos de la calle que sobreviviera la que era más fuerte. La invito al Sindicato.
– ¿Vos decís que vaya? – me contesta ella.
Le digo que si, que a mí me transformó la vida y que parte de lo que soy como persona se lo debo Ammar.
Ella, en tono de chiste, dice que Ammar hace milagros. Y en ese mismo momento en que nos despedíamos, viene otra compañera nueva a pedirnos lugar en la esquina. Nos miramos y ella contesta:
– La cuadra no lleva nuestro nombre, no es nuestra, es de todas. Laburá tranquila.