Que vuelvan los visitantes es una de las deudas recientes que el fútbol argentino tiene con su público; tal vez no con todos, pero sí con los miles para quienes el jueguito de la pelota es una fiesta popular y una posibilidad de aventura. Tal vez no sea tanto para los porteños, para quienes la mayoría de las veces ir de visitante es cruzarse de barrio o esperar en el propio a su equipo que tiene la sede en otra jurisdicción; pero para los del interior (país adentro) donde en general los clubes no cuentan con la caja suficiente para pelear y festejar campeonatos, ir de visitante fue siempre la Gran Aventura, la Fiesta Infinita, la posibilidad de agarrar la ruta y salir de la ciudad aunque sea ida y vuelta en un día.
Ponen a la violencia como excusa para esa prohibición pero todos sabemos que la violencia se erradica de otra forma y la connivencia político-barra-policial es la verdadera causa y motor del negocio, pero ese tema queda para otra nota, esta es sobre los viajes de visitante.
La primera vez que viajé tenía catorce años y me acompañó mi viejo (que es nauta y no futbolero), en los bondis que sacó el club para ir a cancha de Huracán con quienes peleábamos la punta. Fue iniciático. Una tremenda cantidad de gente inundó por una tarde el barrio de Parque Patricios y copó su cancha con colores, cantos, banderas y vinchas. Nos ganaron pero volví a mi casa con la sensación de haber vivido algo muy grande que estaba empezando: mis recorridos por las canchas argentinas.
No soy para nada de los que más viajaron, muchas veces en esos años de fiebre viajera me quedé en Rosario para ir a la isla o patear el barrio escuchando el partido por la radio. Pero sí conocí muchas canchas y cada viaje fue algo especial, distinto, una aventura en sí más allá del resultado (qué jamás prioricé): me movía la ruta en compañía de la tribu, el faso, el chupi y el chori que jamás faltan, las esencias de cada estadio e hinchada.
Siempre me gustó ir a la Boca, sobre todo cuando viví en Buenos Aires. Encaraba solo desde San Telmo, pateaba un rato la rivera hasta embocar algún bodegón donde morfar algo y beber alguna birra camuflado entre los bosteros, para salir luego a encontrarme con los míos en la calle donde «hicimos la caravana y entramo igual».
A la de River también fui y lo que más recuerdo es la enorme luna llena amarilla que apareció sobre el filo de la alta tribuna donde H.G. Oesterheld imaginó la resistencia al invasor. De cada viaje recuerdo algo particular que nada o poco tiene que ver con el fútbol como juego sino más bien con sensaciones de descubrimiento, fervor y aventura: en la cancha de Ferro por ejemplo descubrí mi vocación de escritor. ¿Alguien conoce la mítica cancha de Ferro? Tiene o tenía un gran césped pero tribunas de madera; me acuerdo que en un momento fumé algo dulce y fuerte, bajé al baño que se ubicaba bajo las gradas, entre tablón y tablón había espacio vacío, podía ver cientos de pantorrillas y calzados distintos con la cancha parcelada al fondo, cosa que me sorprendió, y lo que terminó de estallarme la cabeza fue el hábitat de ese baño: muchísima humedad que chorreaba por las paredes musgosas, encharcaba el piso y me hacían imaginar ahí, en el baño inundado bajo las tablas tribuneras, un criadero de caracoles como en «Delikatessen».
Fue tan fuerte y efímera esa imagen que sentí que tenía que empezar a escribir para poder narrar cosas como esas: la maravilla de un baño inundado en una cancha de mierda. Y acá estoy veinte años después, haciéndome caso.
Una vez fuimos hasta Córdoba a cancha de Instituto, no sé cuántas miles de horas tardamos en llegar, las remeras manchadas de violeta, para bajar y que nos dijeran que el partido se suspendía, que volvamos a Rosario por donde vinimos, con nuestras banderas, cantos y borracheras. Uno de los viajes que más recuerdo (no el resultado) fue a cancha de Gimnasia, en el bosque platense, con mi amigo Maravilla. Yo tendría diecisiete años y él unos menos, eran las cinco de la mañana de un sábado, estábamos en la bajada Puccio despidiéndonos para irnos a dormir y me dice:
—¿Vamos a la cancha?
—No tengo un centavo. (Él tampoco, era obvio)
—No importa, vamos a dedo.
Cuando el sol salía estábamos en el peaje de Gral. Lagos con el dedito al aire. Nos cruzamos con Fuyimori —uno que siempre viajaba a dedo a todos lados— y entre los tres encaramos la travesía. Nos subió un camión (donde apoliyé un rato tirado en el colchoncito tras el conductor), nos dejó en Capital, ahí fuimos hasta Constitución, mangueamos unas monedas para el tren, y hasta nos alcanzó para un Fernando (Fernet y Coca que ya viene mezclado en una botellita de plástico verde), lo bebimos del pico pasándolo de mano en mano junto con las facturas viejas que el Maravilla había pedido en una panadería, conversando y mirando por la ventanilla del tren los costados de la vía rumbo al sur.
Llegamos unas cuantas horas antes del partido a la cancha de Gimnasia y para nuestra sorpresa nos encontramos con 5 o 6 jugadores del Nuestro. Nos acercamos entusiasmados a pedirle alguna entrada o unos mangos, pensando que valorarían nuestro esfuerzo y entrega para ir a verlos justamente a ellos, pero no largaron prenda, y me acuerdo que el uruguayo que jugaba de 2 tenía justo guita en la mano, y como no podía mentir como los otros sacó de ese fajo una monedita de un peso y nos la dio: es verdad que antes con un peso se hacía algo, pero ni cerca alcanzaba para la entrada, así que anduvimos un buen rato por el bosque mangueando a domingueros y hasta hinchas del lobo; pudimos entrar a la fiesta y volvimos en algún bondi amigo.
Esas aventuras son solo algunas y otros hinchas más seguidores tendrán miles de historias más. Aclaro que con viajar en Copa Argentina no alcanza: queremos ir a todas las canchas. Hay pibitxs que no saben lo que es viajar siguiendo al equipo pues nos lo han arrebatado. Lo necesitamos. Necesitamos esa sensación de apertura, riesgo y alegría. Necesitamos que nos griten los goles en la cara las hinchadas contrincantes. Necesitamos mostrarles con toda nuestra furia lo que somos capaces cuando todos entonamos la misma voz, el mismo canto. Devuélvannos esa adrenalina, esa entrega, esa pasión rutera de seguir al equipo a donde sea. Quédense con el negocio, devuélvannos la libertad de llevar la fiesta a todas partes.