— ¿Usted sabe dónde tienen el corazón las serpientes?
El viejo mira con ojillos de araña, pendiendo del silencio que siempre deja entre la pregunta y su propia respuesta.
— …yo sé.
Trabajó mucho tiempo de cazador de serpientes, buscador de víboras vivas para llevar a los laboratorios y utilizar su ponzoña.
— ¿Sabe cómo hace para rastrear una culebra que sirva? Pues le habla, con el silencio de la selva, le habla. ¿Has escuchado alguna vez el silencio del monte? ¿Has prestado atención a esas palabras hechas de hojas y rajaduras y cristales? Pues, escucha entonces. Después de que aprendes a escuchar ya puedes comenzar a hablarle, así empecé yo, así se empieza.
Te escuché Madrecita, y si así es como lo pides: ajo por todos los puntos cardinales y para las huestes de chupasangres ajo. Ajo para la mordedura venenosa y para el mal del sapo tosco, ajo. Ajo para la picazón de avispa hembra y ajo para el picotazo del abejorro negro. Ajo para los pozos y para las arañas que en las cuevas empollan más arañas. Ajo, para todo ajo. Y más ajo para la nada. Después el viento.
— ¡Vamos, corra!
Y salió ligero el viejo corriendo como niño entre la maraña, pisando con sabiduría ancestral las ramas firmes que dan paso en los pozos cenagosos y delicadeza al borde de los hormigueros, sin lastimar una sola hormiga, sus más entrañables amigas, como le gusta decir.
— Ya has visto cómo es la forma de la serpiente. Si le hablas ligero se escurre, si le hablas con pausa se extravía. Es cenagosa la piel lustrosa de las culebras sedientas. Se acurrucan en el nido ¡y guay de pisar el cogollo! Que la bota más dura no para el cebo de la serpiente endiablada cuando le rompen un huevo. ¿Has escuchado ya la voz de la serpiente?
Te escuché Padrecito y no sabes el hambre que porto. Hambre de noche y memoria. Hambre de sutilezas y colmillos lustrosos. Tu colmillo es lo que me gusta, el brillo de la noche con Luna espesa en la punta de tu colmillo que rasga el viento y ruge aliento y baba carnosa. No tu pelo torvo: tu aliento, tu colmillo engrasado.
— Mira pues, arrimale estas ramitas a la pava, así hirve ligero.
Las manos son callosas por dentro y cruzadas de venas y pliegues por fuera, como manos de iguana; es igual: cuando posa la mano quieta en algún tronco o sobre la mesa, parece una iguana tomando sol. Cuando agarra la pava se le nota el reuma, aunque sutil y amaestrado, se le notan los huesos combados en la sutilidad de lo aprehensivo. En cambio cuando empuña el remo se ve la fuerza del músculo, la firmeza del agarrón acostumbrado al pampero y al viento norte en remontada.
—Ya conoces cómo es el viento, caprichoso y ligero. Lo más fácil de escuchar es el viento, porque habla claro, pues. ¿Qué dice la tormenta cuando es noche? ¿Qué dice la tormenta cuando día? ¿Y la palabra de la brisa sobre el lomo del río? ¿Y los susurros del aire caliente cuando al mediodía uno se tira bajo el sauce? No hay que entender al revés… hay que descifrarlo al lenguaje del viento, con cuidado de no errar: una tarde de lluvia escuché al revés el saludo y me trencé en pelea de piedra y aire que lacera, y me pensaba que hablaba de calma.
Nunca vi una mano que se pareciera tanto a un animal.
—Ahí tienes el humito que te avisa. Otra cosa es leer el humo, como el indio. Esto sí es rico. El mate tiene el gusto mismo de la selva, si lo tomas amargo; si lo tomas dulce ya la caña mete su cizaña, jajajajaja.
¿Y ahora qué busco? Lo de siempre, tu veneno. Tu frágil, feroz y encantador veneno, no me escatimes tus colmillos. No, los tuyos no, Padrecito, los de Ella quiero ahora, pues he venido a trabajar.
—Acá hay tantos espíritus distintos que se confunden en las noches con las enramadas del monte. Al principio era más fácil encontrarlos pues no había tantos, así dicen. Pero con el paso del tiempo fueron multiplicándose como monitos, ¿sabes que el tiempo pasa porque se mueven las estrellas? una noche las vi detenerse y fue como si se detuviera mi sangre y mi aliento y hasta el agua del río. Alcánzame el palo para tomar la pava, fuma, fuma…
El viejo canta con los ojos entornados, las pupilas le bailan vibrantes y serenas. Son como diminutos cosmos los ojos del viejo, se aclaran, se oscurecen. La pava humea el contenido evaporado por su pequeño piquito de calandria. La isla sopla un viento hacia nosotros. Las hojas de los sauces se menean y escurren en el aire como las mojarras en la orilla. El viejo canta bajito:
…Oiaguelitaestamosacáparáescuchartulatido, Oi! Oi! Oi!Oiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiimmmmmmmmm
Había algo de brillo oculto en todo lo que nos rodeaba. Todo brillaba de una manera que mostraba lo mucho que podía brillar todavía: la arena, las brasas, la madera viva o seca, el agua, el entorno isleño.
—Y ahora Madrecita que me puedes escuchar, entiende que esto es parte de nuestra historia, tú y yo y el Universo entero rodeándonos. Deja que te abrace, deja que te aprehenda… no me interesa tu estirpe, sólo tu veneno.
El humo de las ramas ardiendo aumenta y disminuye según las llamas bailan: arriba el cielo gira, en el ensueño un niño y una niña corren y trepan las tablas de los corrales tras las casas, donde retoza, sobre el piso de tierra, un cerdo salvaje de largos colmillos y pelambre hirsuta: le tiran raíces, cáscaras de fruta, papeles, el chancho se enfurece y empieza a chocar contra las tablas, logra escapar al monte y la niña y el niño volver a avisar a los mayores, entre ellos un chino isleño criollo que más tarde aparecerá con rasgaduras, manchas de sangre y barro.
— Ese es tu cielo, Padrecito. Huele la noche, husmea mi transpiración. Nada quiero más que tu salvajismo y tus pezuñas barrosas rasgando los fangales. Puedo volver sólo, el niño que ahora es adulto se ha liberado.
Estamos en el medio de la noche y en el ensueño se oye un latido, cada vez más hondo.
— Es Ella, la que se acerca, no hay temor que evada su venida. Escucha su latido, parece un tamborcito que flota en la espesura de la galaxia, si le das lugar se acompasa con el tuyo.
Late, late, late tu corazón Madrecita salvaje. Escuchamos tu latido. Nos entregamos a tu pulso.
Ya no escuches, siente su corazón. No temas sus colmillos no traen revancha.
Madrecita venero y agradezco tu acompasado corazón. Jamás te cortaría la cabeza ni encendería con fuego tus nidos. Sólo queremos vibrar con tu pulso, amanecer en tu bosque de humedal.