La historia latinoamericana está sembrada de experiencias revolucionarias, de multitudes que se encomendaron, en su tiempo, en su lugar, bajo sus condiciones, a la tarea de ser libres y forjar la independencia; esos gestos de soberanía fueron, también, meticulosamente contestados y sus hombres, arrasados y expurgados, como un maleficio de los tiempos y como cadáveres sin tumba. Salvador Allende es uno de esos hombres que reúnen a muchos en una estampa; su acto fue fundacional, como el irreparable principio, se abre con la muerte y la venganza.
Pasado el mediodía el Golpe ya se había consumado. El fuego se había abierto a media mañana pero el plan de ejecución, en realidad, procedía desde el principio. Desde el mismísimo momento de la asunción, apenas tres años antes casi exactos. Porque, como todo lo político en su vida, el comienzo había ocurrido también en septiembre. Entre la humareda que La Moneda exhalaba por sus ventanas, yacía el cuerpo sin vida de Salvador Allende. Con él, moría también la ilusión chilena hacia el socialismo por la vía democrática. Atrás quedaba el anhelo de alcanzar de una vez por todas el igualitarismo social, al menos en las necesidades básicas y en el otorgamiento de oportunidades para quienes hasta allí habían sido invisibles. Se interrumpía forzosamente la dirección que la historia y la conciencia social ya habían tomado y en su lugar se volvía a imponer la hegemonía de la vieja clase burguesa, camuflada en el discurso del libre mercado, dirigido desde el Norte. Como antes. Como siempre.
La Unidad Popular había irrumpido en el escenario político como la vía de continuidad y profundización que los progresos alcanzados por el Partido Demócrata Cristiano necesitaban. Los resultados de las elecciones parlamentarias de 1969 hacían prever la imposibilidad de una re-elección de Eduardo Frei para el año siguiente y desembocaron en la formación de una nueva alianza conformada por distintos sectores de la izquierda, con plataforma socialista y encabezada por Allende, quien se conducía así hacia su cuarto intento presidencialista, finalmente exitoso.
La voluntad popular, a través del 36,3% de los votos, le otorgó la oportunidad de conducción. Ya desde un primer momento, la aplicación del Programa Básico de Gobierno no intentó siquiera ser disimulada: en el primer año se aumentó considerablemente el gasto social y la riqueza extraída se redistribuyó entre los peor pagados y los pobres. El nuevo gobierno necesitaba ahora cintura y espalda para actuar y hacerle frente a la contra ofensiva proveniente de una oposición que por primera vez veía verdaderamente amenazados sus intereses. Para ello, necesitaba que se siguiera tonificando el sostén proveniente de los distintos partidos que conformaban la Unidad Popular, de modo que se continuara extendiendo la base social de apoyo e influencia hacia y desde los sectores populares.
A finales de 1970, con la intromisión de una enmienda constitucional para nacionalizar el cobre, se inclinaba aún más la pulseada histórica que se estaba disputando. La intención del nuevo gobierno, en realidad, consistía en nacionalizar los elementos más significativos de la base industrial del país.
Para 1971 el congelamiento de los precios en consonancia con el aumento de los salarios subió el nivel de vida de los sectores bajos como también el agua del recipiente de la paciencia opositora. A las compañías no les importaba –ni nunca les importó– si la gente vestía y comía mejor que antes; el congelamiento de precios hacía que para ellas la producción ya no resultara tan provechosa y, en consecuencia, comenzaron a disminuir su ritmo de trabajo.
La producción agrícola mostró una suerte afín a la industrial. La reforma agraria, pilar fundamental en la campaña electoral y proceso iniciado por Frei en el mandato anterior, resultó sin embargo en la práctica una experiencia controvertida incluso por sectores que estaban a favor de su aplicación. Mientras los socialistas defendían la colectivización que se estaba llevando a cabo, los comunistas y los radicales estaban a favor de las cooperativas en que los campesinos podían trabajar la tierra sin perder el derecho a poseer parcelas privadas. Toda esta agitación social, sumada a adversas condiciones climáticas para la cosecha, hicieron disminuir también la producción de este sector.
Allende se vio obligado entonces a comprar productos importados. Sin embargo, la baja en el precio del cobre lo condicionaba a la hora de recaudar reservas extranjeras. Hacia fines de 1972, la balanza comercial estaba totalmente desequilibrada, con un descenso del 25% en las exportaciones y un incremento del 40% en las importaciones, desde el inicio del mandato. Índices por demás de suficientes para que la oposición promulgara su anhelo de cambio en la conducción para el año siguiente, omitiendo las reglas constitucionales.
Para mediados de 1973, la posición política de Allende se encontraba definitivamente deteriorada. A esa altura el descontento militar era un hecho y las posiciones políticas se habían endurecido. El empeoramiento de la situación económica hizo que la resistencia a la Unidad Popular aumentara tanto dentro como fuera del Congreso. Las divisiones internas de la Unidad terminaron por desproteger al presidente: mientras que los comunistas y los radicales predicaban con moderación, la mayoría de los socialistas y el MAPU le exigían que acelerara el proceso revolucionario. Así, Allende se encontraba arrinconado, cubriéndose por delante de los ataques que siempre le propinó la derecha y ahora por los costados de los golpes bajos que le llegaban desde la mismísima izquierda. La estocada final, por detrás, sería finalmente la puñalada aplicada por Augusto Pinochet.
Apenas tres semanas antes, Allende había designado a Pinochet como Jefe del Ejército, tras recomendación del general Carlos Prats quien había ocupado el puesto antes de la solicitud recibida por ocupar el cargo de Ministro del Interior. Sin embargo, el 11 de septiembre Pinochet acompañaría la acción militar que la Armada de Chile, junto con la Fuerza Aérea y la ayuda de Carabineros, propinaría el golpe de Estado y la inmediata instauración de una dictadura cívico militar que se extendería hasta 1990.
Ya Alexander Haig, por entonces Jefe de Gabinete de Nixon, había acusado de ingenuo a Allende por depositar su suerte y la de su plataforma política en la antropología positiva del hombre, la cual permitiría sin objeción la llegada al socialismo por la vía pacífica y en los rieles de la democracia. El intento del presidente descansaba, más bien, en una lectura de la realidad latinoamericana, que reconocía a los países como Chile ya inmersos en un proceso de imperialismo expandido como consecuencia del proceso de colonización y la toma de conciencia de todo ello que haría inútil la necesidad de recurrir a la violencia.
También Fidel Castro, en su visita en 1971, lo había aconsejado sobre la maniobra concreta de neutralizar el Ejército para que éste, en tanto instrumento del Estado, garantizara el éxito de la revolución y no fuera precisamente su arma destructiva, como finalmente terminó ocurriendo.
Difícil e injusto resulta desde la distancia establecer críticas y resaltar defectos. Inútil queda también a esta altura reconocer que tenía razón y lo genuino de su intencionalidad, si no poseía los medios y la suerte corrió por otro camino. El legado de Allende, sin embargo, quedará por siempre vivo en la medida en que se reconozca que las conquistas sociales le corresponden a los pueblos y que los mismos, dada la complejidad socio-política de los tiempos que corren, no se coronan a partir de una explosión que marque con un tajo la línea de tiempo delimitando un antes y un después, sino que se van formando y moldeando en la medida en que se vayan acumulando victorias en los diferentes escenarios y coyunturas que vayan estableciendo avances más espiralados que lineales.
La experiencia de Allende sirve también como una prueba más para la identificación de quién es y ha sido siempre el verdadero oponente de la libertad y de los derechos de los pueblos latinoamericanos. El capital privado, en tanto expropiador de los recursos naturales ajenos y máquina opresora conducida y planificada desde el primer mundo –sea la época que fuere-, con la complicidad de la clases hegemónicas del escenario correspondiente, han direccionado el capital financiero hacia la reproducción de la riqueza de un sector minoritario y han hecho del Estado de derecho su brazo ejecutante de tales operaciones
A Allende, por su parte, le tocó el momento histórico pos revolución cubana, enmarcado en el contexto de distensión de la Guerra Fría donde, dado el desarrollo alcanzado por los dos grandes bloques hegemónicos, el tablero estratégico del enfrentamiento no se disputaba entre sí sino que se había trasladado a las periferias conformadas por los países anexados a cada bando. También coincidió con la administración de Richard Nixon quien, junto a su secretario Henry Kissinger, no titubeó a la hora de impedir la posibilidad de otro punto socialista ahora en la parte austral del continente.
Así y todo, Allende dejó este mundo con la convicción ideológica intacta de que su faena había contribuido al avance por el cual se encaminan los procesos sociales. Fue interrumpido y, como tantos otros, no pudo ser testigo de la continuación de los mismos. Pero en su obra quedará la contribución directa para dicha evolución. Lo dejó en claro en su último discurso, aún desde La Moneda, con los bombardeos iniciados, sin ningún papel que le sirviera de guía, a escasos minutos de su muerte.
[…] y descolgarnos de las luchas colectivas que debemos articular y levantar. Somos herederos de un legado pinochetista, de él se desprende un contrato social lúgubre: la clase dirigente hace prosperar su capital. La […]
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