Se nos ocurrió buscar cruces, puntos de contacto, espacios de las obras donde los autores ponen algo en común, autor que escribe, autor que lee, ambos replicados, más tarde, en otro texto, en otras zonas que se abren. Un escritor joven lee a un clásico: esa es una fórmula posible. Sufotinsky lee a Oliva. La dimensión cíclica, la ascendencia del (o descenso al) ensueño, las constelaciones conjuradas de la poesía.
Para cualquiera que guste de la literatura, para cualquiera que guste de leerla y luego sienta la necesidad o el impulso de reflexionar y, a lo mejor, decir algo al respecto de lo leído (o ello le surge solo), suelen existir –en mi pequeña opinión– ciertos puntos o varas con las que tal persona ha de medirse, casi como un deber o un examen por pasar. Un ejemplo clásico en Argentina es el de Borges, pues casi todo comentador o crítico en algún momento sintió al menos las ganas de enfrentarse a escribir algo sobre el maestro. En este caso, el presente escrito se centra en otro maestro, uno local, que representa una vara no inferior al otro. Me refiero a Aldo Oliva.
Debo decir aún, a modo de advertencia o de apertura de paraguas, que no dejo de ser consciente de la desfachatez en la que incurro al sumergirme en aguas tan profundas (profundas como el alumbramiento de nuestra lengua que este poeta supo ejercer para su poesía) considerando mi breve trayectoria como lector y la todavía más breve o casi nula (o digamos, de una naturaleza «de entrecasa») como comentador. La poesía de Oliva es densa, ardua y hasta hermética, construye su propia mitología, su propia «imaginería que se organiza casi como una constelación». Pero acaso el ejercicio de escritura sea también uno de lectura.
Voy a remitirme a un poema del cual me siento más o menos seguro de poder hacer un comentario conciso y consistente:
Lucro poético*
Juro que vi, en un sesgo,
que perfilaba lo infinito,
en un sutil jardín
de aguamarina en el iris
sublimado en mirada,
emanar la tierna
violencia del violeta.
Así, si tiempo hubiere,
voy muriendo.
Algo se consumó;
no hubo, empero, conjuro
que impidiera
la avalancha del torrente
que arrasa la vacuidad
de estas palabras:
su sagrada oquedad,
su materia soberbia
de sueño.
El poema, de corta extensión, se lee y se vuelve a leer, y se vuelve a leer aún otra vez, se lee ahora en voz alta, una vez haciendo hincapié en la pausa versal e interrumpiendo la sintaxis y otra suavizando el corte de verso y siguiendo el fluir de la sintaxis que se encrespa o se hace delta en proposiciones subordinadas o «encuñadas». Al principio, el poema se deja leer como una palabra que se dice y se dice hasta que se olvida el sentido y se vuelve pura música. Pues claro, es música, el poema se deja como saborear en la boca a pesar de no poder trascenderse su aparente hermetismo, a pesar de tener la sensación de que no se tiene la clave para leerlo –se trata éste, por otro lado, de un fenómeno que sólo contados poetas logran. Pero volvamos a la imagen del saboreo del poema y digamos de nuevo la primera estrofa sintiendo lo que pasa en la boca…
Juro que vi, en un sesgo,
que perfilaba lo infinito,
en un sutil jardín
de aguamarina en el iris
sublimado en mirada,
emanar la tierna
violencia del violeta.
¿No se sienten fluir las /i/, hialinas y altas, acompañadas o apoyadas por las /l/ y las nasales /m/ y /n/? ¿No se siente cómo se van abriendo hacia el final de la estrofa dando lugar a las vocales /a/ y /e/ de registro más bien medio, toda la estrofa atravesada por el sonido sibilante de las /s/ y cercenada en dos golpes finales de la consonante /v/ en la rima interna del último verso (violencia–violeta)? La estrofa se puede decir y decir como un conjuro, como dirá más adelante. Conjuro, además de una fórmula de palabras mágicas, viene del latín coniuro: jurar en común, unirse por un juramento, y la primera palabra del poema es Juro. Podemos pensar que nos encontramos ya frente a una pista para comenzar a descifrar algo del poema.
Pero, retrocediendo un poco, esta primera estrofa comienza con una intensidad particular, «Juro que vi…», doy fe, créanme que vi… ¿qué es lo que desde un principio el poeta quiere que le crean como si de una visión fantástica se tratase? Si quisiéramos construirnos una imagen, se trata de una mirada soslayada en cuyo iris como un sutil jardín color aguamarina (no puedo dejar de pensar en el estanque de los nenúfares de Monet) se perfila el infinito y emana «la tierna/violencia del violeta». Una mirada que refleja el infinito.
Pero si los ojos son la puerta de entrada a la persona, si son el lugar donde interior y exterior se ponen en contacto, y si el infinito aparece «sublimado en mirada», podemos pensar que puede tratarse de un infinito tanto interno como externo, o a la reflexividad de uno y otro, esto es, macro- y microcosmos. Es, entonces, un destello de evidencia de una como «bidimensionalidad» metafísica específica en la mirada, dimensiones que, en tanto que se reflejan, es decir, se devuelven mutuamente, se encuentran en un orden (cosmos) de correspondencia, una armonía. En ese sentido, valga tal vez hacer referencia a la mención del iris, aquel jardín de aguamarina, lugar ameno y plácido donde se encuentra la plenitud de la contemplación, el acuerdo con los dioses antiguos, pues, Iris es la mensajera de los dioses y la personificación del arco iris que es el restablecimiento del pacto entre humanos y dioses tras la tormenta.
¿Y «la tierna/violencia del violeta»? Habíamos mencionado de pasada el término sublimado; la sublimación es la conversión directa del sólido en vapor, es decir del estado sólido al gaseoso, una eterización o volatilización del objeto, que asciende. En alquimia el violeta se vincula al intercambio cíclico entre el cielo y la tierra, la muerte/sublimación deviene en renacimiento/reencarnación. Por ello la «tierna/violencia…» en tanto ciclo creativo que destruye y construye. También en alquimia se vincula al violeta a la transfusión espiritual, la hipnosis y la dominación mesmeriana: la magia, el conjuro que hace el poema con su superficie fónica (nos servimos aquí –así como también en el párrafo anterior al referirnos al «iris»– del extraordinario diccionario de símbolos de Jean Chevalier).
La idea que pudimos introducir acerca de la ciclicidad nos da una mano para avanzar en el poema:
Así, si tiempo hubiere,
voy muriendo.
Esta concepción de ciclicidad que se perfila como lo infinito nos permite comenzar a entender esa prótasis: «si tiempo hubiere», pues no habría un tiempo en el sentido de la linealidad sino uno cíclico en el que todo está destinado a destruirse y retornar (aún hay algo aquí que no podemos respondernos: ¿cómo entender el futuro del subjuntivo en el que está expresada la prótasis: «hubiere»?, ¿acaso como una paradoja o una burla gramatical del mismo tiempo que se deniega?). Entonces, de haber tiempo, la muerte es algo de lo que se está en camino: «voy muriendo». Otra manera de pensar la negación del tiempo de estos versos es considerar la idea de instante no como período breve de tiempo, sino como una especie de recorte en el que éste se abole y lo infinito o la infinitud de la existencia acaece como un presente continuo (lo que nos recuerda a más de un pasaje de la obra de Saer, colega literario de nuestro poeta); en este caso, se trata de la percepción fugaz de una mirada.
Hasta estos dos versos –que, por otro lado, parecen una deconstrucción de un endecasílabo de ritmo trocaico– continuamos dentro del conjuro sutil e idílico de la /i/, sentimos actuar en ellos, además, la aliteración del diptongo -ie-: «tiempo», «hubiere», «muriendo». Veamos ahora qué pasa en el último fragmento del poema:
Algo se consumó;
no hubo, empero, conjuro
que impidiera
la avalancha del torrente
que arrasa la vacuidad
de estas palabras:
su sagrada oquedad,
su materia soberbia
de sueño.
El tono se vuelve de súbito grave, las vocales acentuadas se vuelven /u/ y /o/ («consumó», «hubo», «conjuro») y proliferan las mismas notas en las sílabas inacentuadas. Algo se consumó en ese instante, es decir, se consumió, se agotó, también se completó como objeto de una experiencia. Sin embargo el conjuro/poema –que se dice y se dice cíclicamente– no alcanzó para retener la sublimidad del instante, y el tiempo o flujo del suceder se reinstaura y se lleva todo impiadosamente (barre con las errrres: «torrente» y «arrasa»), ¿qué cosa se lleva?: «la vacuidad/de estas palabras:/su sagrada oquedad,/su materia soberbia/de sueño», se lleva el poema/conjuro, la música del significante que se abstrae (del significado y de lo significado) para ser la pura «materia soberbia/de sueño»: el sonido, la música hipnotizante que se canta y se canta y se vuelve a cantar en un bucle, la pura cifra del momento extático o, mejor dicho, su símbolo, pues es por sí misma y no es más que una serie de palabras que el flujo de la existencia barrió pero que, en su actualización, ulteriormente revela o permite atisbar esa como dimensión infinita de la que proviene. Todo se funde, desde el cuarto verso de esta estrofa hasta el final del poema, hacia la claridad de las /a/ que proliferan, por momentos copando todo el espacio vocal («avalancha» «arrasa» «palabras» «sagrada»), todo se funde volatilizándose ascendentemente como un conjuro que nos va metiendo en un sopor de ensueño. Ese sueño, dimensión otra, interna, es el Lucro poético, lo que se trae de aquel lado.
De Ese General Belgrano y otros poemas (2000), en Oliva, Aldo: Poesía completa, Editorial Municipal de Rosario. Rosario: 2003.