Leer hasta agotarse. Agotarse en enésimas lecturas. Escribirse en lecturas infinitas, interminables, imperecederas, que se van sólo cuando viene otra cosa, un final, una degradación, la muerte, llegado el caso. Pero escribirse para poder leer, imantar un signo para poder despegarse. Leerse para escribirse, más luego, con otras letras. Leerse y escribirse, sucesivamente, entre predicciones y cosas que no pueden decirse. Ahí, en su medio.
Lo predecible
escucho, leo, penetra en mí, como si fuera silencio,
eso que predije,
aquello que los astros no pudieron detener
¿Qué será entonces ahora de la culpa?
Se burlará de mí
me morderá las manos.
Yo que no sé respirar y me ahogo en las palabras
yo que no sé de esperar,
en aquel intento de ser…
corro,
compro todo lo que habita en los kioscos desiertos,
en los kioscos que abren para nosotros,
los devastados por la ironía, por la verdad.
La noche es húmeda
la cama gigante
los libros mojados
los adjetivos imperfectos, acabados, vacíos
yo que quedo perpleja, atada
que sin llegar me voy como lo hacen las mariposas.
Quedan los ojos infinitos, doloridos y cansados
tanto cegarse,
tan bailarines,
las miradas, las palabras y el viento,
se corrompe lo místico.
Tendrán que aprenderme a leer hasta que ya no diga más nada.