Cuentos | El otro - Por Gerardo Ortega | Ilustración: María Victoria Rodríguez

En el traslado, en un ir y estar por llegar, en el mismo estar llegando, ocurren las presencias. Estar solo o que caigan inesperadas, que surjan caras y voces, que hablen y repiquen, y dejen, al fin, un coro de otras voces y otras caras repiqueteando en la cabeza de ese, que solo, no termina de entender cómo está. 


A Miguel Branca le surge una reflexión acerca de los beneficios de estar solo. Se trata de un gran pensamiento, según cree. Saca, de una bolsita plástica, su libreta de anotaciones y un lápiz. Pero ni bien comienza a escribir, una frenada brusca del colectivero y ¡tic!, la mina se rompe. Queda mucho trayecto hasta su casa y ya no es posible anotar, pero se propone recordar la idea repitiéndosela una y otra vez.

Rubidio, un compañero de trabajo, sube al colectivo cargando bolsas con artículos de librería. Como Branca no desea conversar con nadie, se pregunta qué hará, a la vez que sigue repasando mentalmente la idea. Mientras el otro paga el boleto, evalúa la posibilidad de hacerse el dormido. Así, en caso de ser descubierto, habrá una chance de que Rubidio ni siquiera se acerque a saludar, evitando una probable invitación a sentarse en fila de doble asiento, para conversar. Pero desecha esta opción y ocurre lo siguiente: justo cuando el hombre está por ocupar un asiento, en fila de uno y varios lugares delante de Branca, mira hacia atrás y lo ve. Hay una especie de primer saludo, de parte de Branca (mirada fugaz, leve movimiento de cabeza, imperceptible sonrisa), que alcanza para que Rubidio sustituya la decisión de sentarse por la de venir a su encuentro.

Saludo entusiasta del recién llegado, que incluye recio apretón de manos, violento sacudón de brazos y fuertes palmadas en el lomo. Enseguida, la temida propuesta de ocupar asientos de la otra fila; invitación que Branca no rehúsa y que pone fin a su labor reflexiva. El hombre que, como todo el que conversa con él, dice más de lo que escucha, comenta sus problemas (económicos, conyugales, de salud) y, como es común también en todos los que conversan con Branca, no le extraña, ni mucho menos le molesta, que el otro hable poco; tal vez porque su deseo es decir antes que escuchar.

Mientras Rubidio se explaya a gusto y placer acerca de una cuestión que a su acompañante no le interesa en absoluto, de manera paulatina, Branca deja de prestarle atención. En tanto, las uñas se abocan a la tarea de restaurar una ínfima porción de grafito que le permita anotar la extraordinaria idea. Pero son uñas demasiado cortas. Y aunque de manera instintiva los dientes se lanzan al ataque, emprendiendo una nueva lucha contra la punta del lápiz, apenas consiguen desgarrar pedazos ínfimos de la ingrata madera. Branca prevé que la misión está a punto de fracasar y pierde el control. Toma el lápiz con ambas manos, inclina la cabeza y el lomo sobre la punta, y muerde, como ardilla a la cáscara de nuez. Pero al darse cuenta de que Rubidio ha dejado de hablar, lo que representa un hecho sumamente llamativo, mueve apenas la cabeza hacia su posición y, todavía con el lápiz en la boca, levanta la mirada y se encuentra con la del otro. Rubidio lo observa confundido, entornando los ojos, como quien trata de entender una receta médica. Branca vuelve a agachar la cabeza sobre las manos, esta vez para escupir los pedacitos de madera adheridos a la lengua y, de reojo, sondea la reacción de Rubidio: de entre los útiles escolares que acaba de comprar para sus hijos, toma un sacapuntas y luego, sin mediar palabra, le quita el lápiz de la mano a su acompañante y comienza a sacarle punta. En pocos segundos el trabajo está terminado. Rubidio le entrega el lápiz a Branca, sacude los restos de madera y grafito que han quedado en sus pantalones y se pone de pie. Se despide con la misma actitud vigorosa con que se presentó y cargando sus bolsas se encamina hacia la puerta delantera. Ni bien desciende apoya los bultos en el piso y saluda otra vez. «¡Chau, amigo!», grita desde la vereda, levantando un brazo, como si festejara un gol. Miguel Branca contesta con leve inclinación de cabeza y sonrisa parca. Acto seguido, toma su cuaderno de anotaciones, apunta la idea acerca de los beneficios de estar solo y sonríe satisfecho.

Por María Victoria Rodríguez

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