Nuestro cronista subió hasta la cúpula de Lavardén en busca de un concierto de jazz. Reparó en los cruces de los músicos y en las sonrisas que flotaban entre los acordes. Tomó nota de los estilos y hasta se animó a detectar las influencias para desmenuzar lo que fue concierto variopinto, cerquita del cielo.
Elogio de la disponibilidad
De pronto, en medio del fuego musical, Genovese, sentado sobre un cajón peruano, moviendo la cabeza y haciendo volar los dedos sobre el Roland, mira a Justin Purtill que, de pie, está tirando acordes desde una guitarra. Cuando sus miradas se cruzan, se ríen.
Al ratito, Brahim Frigbane está tocando el oud (un objeto majestuoso) de un modo que me hace pensar, a la vez, en el blues rural del Delta del Mississippi y en Tinariwen. Lo veo levantar la cabeza y mirar en dirección a Genovese. Entonces miro a Genovese y los veo reírse.
Ese fue el tono emotivo de la noche del 19 de noviembre en Plataforma Lavardén: músicos riendo. Un poco como niños. Es decir, protagonizando un retorno musical a la niñez entendida como exploración, curiosidad, complicidad, sorpresa. Un retorno donde los instrumentos funcionan como juguetes complejos. Es decir, como posibilidades latentes.
Ubicados en esa intersección exuberante, el trío toca lo que puede. Toca lo que, como trío, es capaz.
Uno podría decir que cualquier músico toca lo que puede pero esa proposición no siempre es correcta. Hay músicos que tocan lo que se espera de ellos, hay músicos que tocan lo que el perímetro de un género (o varios) baliza como posible, hay músicos que tocan lo que creen que deben tocar. Incluso hay músicos que tocan algo para no tener que tocar otra cosa. El trío Genovese – Frigbane – Purtill (aka Leo Genovese & The Nomades) toca lo que puede como trío, como singular encuentro de saberes, aprendizajes e intuiciones.
Si algo distingue a Genovese y sus diferentes formaciones es la no ser de las que se bañan dos veces en los mismos ríos sonoros sino de las que disponen las cosas en función de lo que la situación presenta y ofrece. Hay una fidelidad, un respeto, una apuesta de Genovese a la especificidad del encuentro. Un gesto camaleónico pero de sentido inverso: no es el animal que se adapta al entorno sino el entorno el que parece plegarse sobre una animalidad plástica, flexible, creadora. En ese camaleón invertido puede verse una declaración práctica sobre lo colectivo.
Hubo free jazz, hubo country folk, hubo chacarera, hubo tradiciones bereber, hubo momentos de blues y hasta bajos de sintes, medio new wave; hubo gritos y cantos. Hubo guitarras, cornetas, bajos, percusiones, ouds, voces con efectos.
Hubo un flujo musical que osciló entre el caos y el cosmos (en ese estricto sentido, la música es un modo de lo religioso), que fue de la forma a su disgregación y de la disgregación a la forma, trazando los rasgos del nomadismo de Leo Genovese y sus compañeros: un caminar intenso, constante y atento por un territorio de fronteras en el que descubrir, recordar e inventar pierden los límites.
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