La historia siempre tiene cajones con doble fondo. Nuestro cronista lo sabe y cuando fue a al teatro esperaba abrirlos, para combinar los vicios de cualquiera de las versiones. Entre el humor y el revisionismo, con una actualización imposible, el texto pone el ojo sobre el imaginario social y el lugar que los mártires ocupan.
Por Javier Galarza | Especial para El Corán y el Termotanque
«El Diego como jugador fue lo mejor que vi en mi vida, ahora como persona…» suele decir la gente con las que no tengo, ni quiero tener nada que ver. Se sabe: el argentino promedio jamás podrá entender (ni perdonar) cómo un tipo que fue el mejor de la historia en lo suyo, pueda ser un desastre en su vida personal. Pero es así, porque el Diego, al igual que usted y yo, y esto es algo que no lo van a poder creer, es (atención)…un ser humano. De carne y hueso, con sentimientos, aciertos, contradicciones y miserias.
Quizá el pecado del Diego fue crecer en público, a la luz de una red global de información que seguía (y sigue) sus pasos, ya sea mediante una cobertura 24 horas en su propia casa, o sacándole una foto mientras va en ambulancia, moribundo, después de haberse tomado unos cuantos pases de más.
Este momento de maradonismo explícito viene a cuenta de que en la mayoría de las figuras trascendentales de nuestra historia, solemos depositar tanto de nosotros, que cuando no actúan como queremos, los despreciamos y nos encargamos de bajarlos del pedestal al que nosotros mismos lo subimos.
Hay en cambio, alguien de nuestra rica historia que fue perfecto. Que es indiscutido e intachable. Un hombre que no tuvo errores y que es el ejemplo para cualquier persona que se jacte de ser argentino. Alguien que tuvo un espíritu altruista, y que estuvo dotado de un valor que cualquiera de nosotros quisiera tener. Estamos hablando claro está, de José de San Martín.
Desde chico nos inculcaron que Don José fue bueno y liberó tres países el sólo prácticamente, como si fuese una acción mundana y sencilla («hoy en vez de ir al gimnasio voy a liberar un país»). Como si no hubiese tenido, Don José, contradicciones, miserias y dudas. Ese aspecto, el que no nos cuentan los libros, es el que aborda el director de «San Martín vuelve», Pablo Felitti, que se realizó en la sala Espacio Bravo.
La obra se divide en cinco actos no enunciados, que cuentan historias independientes pero que se entienden como un todo. Los hermanos Juan Manuel y Maximiliano Arana, reconocidos artistas provenientes del teatro callejero, que se dieron a conocer por sus shows de marionetas, son quienes le ponen cuerpo a la historia.
La sala es pequeña pero está llena, lo que no es un dato menor: lo primeros gastos que se suprimen son los de las salidas, en estos tiempos del presidente felino.
El comienzo es con un San Martín que justamente, vuelve un 17 de agosto de 2016. ¿Su objetivo? Lograr que su empecinado sueño se haga realidad: que América Toda sea una única Patria Grande. Pero al llegar se da cuenta que tal cosa no existe, que estamos fragmentados en países, con conflictos entre si. Tiene solo 24 horas para lograr revertir esa situación. De todos los lugares posibles en el mundo, aparece en la habitación de un estudiante de primaria, quien se estaba preparando para actuar en el acto escolar en conmemoración al General. San Martín toma al niño de aliado y modifica el discurso que iba a pronunciar el infante, para expresar sus propias ideas, en lo que probablemente sea un desastre para el alumno: si algo nos enseñaron Los Simpsons, es que la gente no quiere no quiere enterarse la verdad sobre sus héroes, y que Jeremías Springfield fue grande.
Acto seguido quien oficiaba de estudiante se quedó solo en escena. Comenzó a sacarse la ropa. Y todo mientras producía rápidamente un monólogo. A medida que se desvestía, iba cambiando lentamente su tono de voz. Y a su vez poniéndose otra ropa. Y cambiando la voz. Hasta que de repente lo que era un alumno tonto, en cuestión de segundos se convirtió en una maestra de escuela. Ante nuestras mirada. Sin irse de escena. Cambiando progresivamente. Desconozco como se llama esta técnica en teatro: yo lo denomino genialidad.
La obra gana en humor. El viejo truco de mezclar actualidad con pasado se hace carne en gags divertidísimos, como un San Martín reafirmando su condición de caudillo, al canto del «soy guerrero» de la hinchada de Central, o citándose con frases que nunca dijo («No conozco a nadie, pero todos saben de mi»).
Los objetos: hay cientos de objetos. O mejor dicho pocos, pero que son convertibles y reutilizables. Un pizarrón por ejemplo, se transforma en silla, en camilla donde van los heridos de guerra, en sillón. Así con todo.
Luego de una hilarante batalla de San Lorenzo cuyo protagonista es un caballo con movimientos humanos, aparece un linyera, interpretado por quien hasta entonces había hecho en los tres actos anteriores de San Martín, que ahora lo encarna el otro actor. El San Martín que eligen es el del busto, que no hace mas que ser recordado en su posición icónica (arriba del caballo, con la espada) y que es interpelado por este linyera que le hace saber que el no fue perfecto. Que tuvo momentos de zozobra. Y que al estar siempre en la misma posición, es inevitable que sea idealizado. «El único linyera culto me viene a tocar justo a mi», se queja el Padre de la Patria.
Y sobre el final, los dos San Martín. El que fue y el que simboliza. Una gran discusión que va desde lo mas profundo de su ser («¿Cómo fue nuestra infancia? ¿Cómo era mamá?») hasta lo mas banal («te haces el honesto, pero cuando te la movías a Remedios, ella tenía 15 años y vos 35»). El hombre con su legado, cara a cara.
San Martín vive aún hoy porque esa fue la empresa a la que dedicó años Bartolomé Mitre, fundando los pilares de la historiografía argentina, creando un prócer blanco, porteño, antiespañol y europeísta. Porque la historia nos la contaron con grandes errores y omisiones (si no alguien que me explique cuándo demonios la bandera argentina la cima de los Andes escaló). Pero sobretodo omitieron los matices: para saber quiénes fueron estos tipos no solamente hace falta ver su palmarés como militares. ¿Cómo fue San Martín como esposo? ¿Dejó morir sola a Remedios de Escalada? ¿Cómo seguís el resto de tu vida cuando tu legado es la historia grande de un continente?
Todo esto me quedó rebotando en la cabeza, mientras salgo caminando del teatro. Y la respuesta pareciera estar en el final de la obra, con los dos San Martines interpretando «Vagabundo», aquella vieja canción que dice: «que importa saber quien soy, ni de donde vengo, ni por donde voy».
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Ficha técnica
Dirección y dramaturgia: Pablo Felitti
Actúan: Juan Manuel Arana y Maximiliano Arana