Cuentos | Los ascos - Por Flor Intheflowerland | Ilustraciones: Javier Oliver

Se demoró en la puerta para no enfrentarla.

―¿Nada? ―preguntó ella, mientras lavaba un plato.
―La changa ya la había agarrado el Chino.
―¿El de los López?
―No, otro. Un pendejo.
―Los pendejos no duran laburando.
―Los viejos de mierda tampoco.
―Cincuenta y siete tenés. Bien puestos los tenés.

La quiso abrazar, pero sintió que no soportaría ablandarse. Puso en la mesa el cuarto de carne picada que le había dado el carnicero. Era la que siempre le dejaba a los perros de la esquina, que se juntaban a la tardecita sabiendo que aunque sea un hueso ligarían del tipo que olía todo el tiempo a sangre. Ramo había sido testigo un par de veces del momento y esta vez les primereó la intención. Ganarle a los perros no era mérito. Era apenas otro paso que lo acercaba a vivir como animal.

Él se sentía más cerca de los gatos. La suya era flaca y de un negro devenido en marrón. Se llamaba Luna, por los ojos grandes y hundidos que la flacura le resaltaba en las cavidades de la cara. A veces tenía más suerte que ellos y se iba unos días. Volvía con olor a basura descompuesta. De algo vivía, alguna magia que sucedía afuera. Se quedaba por amor, evidentemente, porque nunca le tocaban restos. Le acarició el lomo unas tres veces y se fue a bañar. La gata se estiró sin levantarse, aceptando la caricia de la mano que conocía hacía diez años y que siempre le fallaba, pero no en eso. La lealtad es rara, se apoya en cosas poco claras, pero fuertes.

La Gladys también le era leal. Eso de vivir de cariño sostenía la casa. Ella aguantaba por los dos, como una mesa de roble bajo una gotera constante. A veces se le iban las ganas y en esos días se le hundían los ojos, como a la gata. Todo en esa casa se hundía o tenía ganas de hundirse. Pero siempre un hilo evitaba las caídas abruptas e irreparables.

Había días en que Ramo hubiera preferido caer sin que nadie le sostuviera la espalda. Pero con la luz de la mañana, los problemas parecían achicarse. Qué buena esperanza era esa, que nacía de la inconsciencia de quien recién se despierta.

Se puso una camisa y un pantalón que le habían dado un mes antes de echarlo de la fábrica. El marrón de la tela lo decía todo. Con la percepción del color volvió la realidad a recordarle quién era.

Se había enterado de una changa en El Paraná, la casa de construcción. Ahí le dieron vueltas con lo de la edad y supo que era mejor buscar otra cosa. Después probó en lo de los Mores, que siempre sabían de algo y pasó el resto del día recorriendo el barrio sin suerte. Calculó el horario de cierre de la carnicería y fue a robarle de nuevo a los perros.

―¿Qué hacés, Sosa? ¿Quedó algo?
―¿Qué se cuenta, Ramo? Acá te preparo.
―Estuve en El Paraná, pero no hubo suerte.
―Tomaron uno esta tarde. Vive acá a la vuelta. También era de los de la fábrica.
―Habrá que seguir buscando.
―Te tengo otro dato, pero vos dirás.
―Largá, nomás.
―Una de las clientas que vive por San Martín quería uno que le pasee el perro.
―¿Pasear, nomás? ¿Algo fijo?
―Creo que sí, pero no sé mucho. Dejó un papelito, tomá.
―Vamos a ver qué quiere.
―Y acá tenés un paquete con lo mejorcito.
―Gracias, che. Por todo.

A la Gladys le brillaron los ojos con las noticias y enseguida aprovechó la carne para armar unas albóndigas. Él sintió que alguna puerta comenzaba a abrirse, aunque sólo percibía el sonido. Todavía debía buscarla a ciegas. Todo funcionaba tan bien hoy que ni siquiera tuvo que llamar a la gata para hacerle caricias. Esta vez fue ella quien vino a su encuentro y comenzó a refregarse en ochos contra una pierna y otra, orientando la nariz hacia el olor a comida.

El papel parecía estar cortado de alguna agenda. Se lo acercó a la nariz, esperando alguna fragancia cara. Los buenos y malos perfumes siempre lo movilizaban. Pero el papel era como cualquier otro. El barrio, en cambio, tenía olor a aburrimiento con plata. Ramo se acomodó la camisa y el pantalón de siempre y recién entonces se animó a subir la escalera del porche. Se preguntó si había algo más obvio que los escalones para diferenciar a la gente. A él siempre le tocaba subir.

El timbre sonó como cualquier timbre, eso lo animó un poco.

―¿Quién es? ―dijo la voz que atravesó el portero.
―¿Qué tal, señora? Busco a Elvira Campos ―dudó en agregar  «de la Serna». Le parecía que podía lidiar con cualquiera que tuviera un solo apellido, pero el resto era como otro peldaño que lo distanciaba de la casa.
―¿Quién la busca?
―Vengo por lo del aviso para cuidar perros. El carnicero Sosa me dijo que estaban buscando.

Después el ruido de la llave, y la oca avanza otro casillero. Del otro lado una mujer de unos 70 años, poco atractiva pero bien arreglada, lo recibió con una postura cortés y distante.

―Pase ―y le señaló el living a su izquierda.

Ramo se volvió a alisar la ropa antes de sentarse en los almohadones de color beige. El sillón era mucho más cómodo que su cama. Sentía que su cuerpo se hundía agradablemente ante el mínimo movimiento. Se preguntó cómo sería la cama en aquella casa y si todo olería a vainilla, como en esa habitación. Al menos eso fue lo que percibió al principio. Después de un rato un olor pesado comenzó a invadirlo todo, como si las paredes transpiraran una mierda sutil y delicada, a la altura de la casa.

Conversaron una hora y media. Ramo admitió que no tenía demasiada experiencia con perros y al darse cuenta de lo complicado de su situación, comenzó a contarle sobre su gata. La mujer pareció ablandarse levemente, como un hielo al que le pega el sol por primera vez.

―Sin compromiso, señora. Lo saco a dar una vuelta y usted se fija si le parece.
―Laika. Es perra. Una Golden.
―Me gusta el nombre.
―Si no le cae bien le va a ladrar. Y ahí terminamos el asunto.
―Va a ver que le voy a gustar.

Al otro día empezó a trabajar. Le pagaba por día, así que no había seguridades. Al volver de la cuarta vuelta diaria, que se daba cerca de las 9.30 de la noche, lo invitaba con lo que estuviera tomando (que siempre tenía alcohol) y conversaban unos minutos. En esas charlas se había enterado de que tenía dos hijos que vivían en Estados Unidos y que la visitaban para las fiestas. Faltaban dos semanas para la próxima visita y ella estaba feliz. Se quedaban por quince días e iban juntos al cementerio a visitar al padre fallecido hacía diez años, donde le reprochaban que las flores estaban secas desde hacía meses. Este último año había optado por unas de plástico. Se había comprado unas iguales para rezarle en casa, pero también esas se estaban llenando de olvido. Tal vez era ese el hedor mal disimulado que sentía brotar de las paredes cuando estaban conversando en el living o la cocina.

En su vida lo hundido comenzaba a levantarse, como si también a su casa le hubieran crecido escalones. Había comprado carne sin mendigarla; en dos meses juntaría para zapatillas y ropa para los dos. Una sonrisa tranquila había borrado las ojeras de su mujer, pero no todas:

―¿De dónde venís? Hace rato que está la comida.
―De la Elvira, la vieja se puso a contar que cuando era joven era modelo para La Favorita. Pobre…
―Cada vez te demorás más.
―No quiero que se raye.
―Un día me puedo rayar yo, también.

Ramo se acercaba y la abrazaba, para cortar la conversación. Por lo general servía, pero cada vez la sentía más tensa.

Luna se acercaba y los olía, moviendo apenas la punta de la cola, como una espectadora de algo a lo que le desconfiaba. A él, sobre todo, porque traía el olor a la perra. Ramo pasaba más tiempo con Laika que con su gata, pero la odiaba. Y no porque el animal fuera complicado de llevar, sino porque cagaba mucho. Al principio a él sólo le parecía parte del trabajo, pero esa tarde la perra vació los intestinos en el medio de la vereda que estaba limpiando la mucama de los vecinos (esa escalera era la más alta de la cuadra). Juntó la mierda en una bolsita como otras veces, pero no alcanzó.

―Yo ya había terminado con la vereda, así que me la dejas como antes ―le dijo la mucama, señalándole el balde y la escoba que había dejado apoyada en un árbol.
―Ya te la junté, no es culpa mía que el perro justo haya cagado acá.
―Yo puedo seguir con lo mío o ir al lado a hablar con tu patrona. Pero la vereda no la vuelvo a limpiar.

Sintió cómo su orgullo llegaba a algún subsuelo. Ser empleado de la mierda de un perro hace que no te respete nadie, ni los que están igual que vos. El miedo a perder lo poco que había conseguido lo obligó a barrer su asco y furia junto con lo demás. Le pegó una patada a Laika cuando nadie lo vio y siguieron caminando. La perra avanzó media cuadra y volvió a cagar en el medio de otra vereda, recordándole quién mandaba.

Cuando entró para devolver a Laika, Elvira no estaba en el living. Escuchó que lo llamaba desde la cocina, y después de soltar la perra en el patio, fue hacia ella.

―¿Cerveza? ―Ramo iba a contestar que no, pero la mujer le alcanzó un vaso y apoyó la botella en el suelo. Ya había tomado el resto, como las otras veces.
―Laika anda medio floja de vientre. El alimento nuevo… ―se atajó, al ver una mirada rara en la mujer.
―No venga con boludeces ―le dijo ella y se le acercó. Por un momento Ramo creyó que sabía del incidente con los vecinos, pero la mujer lo abrazó y le empezó a besar la oreja.

Ramo se paralizó del miedo y tomó otro trago de cerveza, como si no tuviera colgada una mujer en los hombros. Se dio cuenta de que cualquier paso equivocado podría hacerle perder el trabajo. Pensó que la mujer no le gustaba, que la piel que lo estaba rozando se sentía como una bolsa de plástico transparente. Pensó de nuevo en el trabajo. Pensó en la Gladys.

―Mis hijos no vienen, no pueden. Pero no es eso, ya no tienen ganas ―le confesó sin dejar de abrazarlo.

Ramo entendió que no era calentura, sino que le estaba pidiendo algo para recordar, ahora que los hijos le habían negado la foto anual. Dejó el vaso de cerveza lentamente sobre la mesa, para ganar tiempo y trató de olvidar qué tanto le desagradaba la mujer, sus texturas y ese mundo donde el afecto se reemplaza con lo que haya a mano. El favor era grande, pero le significaba comer todos los días. Cuando acercó su boca, volvió a sentir aquel olor espantoso que percibía siempre y se dio cuenta de que venía de ella, de su vejez, de aquellos pliegues transparentes y caídos disimulados con cremas y tarjeta de crédito.

Los Ascos | Ilustración: Javier Oliver

El asco le llenó la boca de arcadas y tuvo que alejarse. Supo que ese iba a ser su último día cuando volvió al comedor y la mujer lo echó a los gritos, sin pagarle. Ella también luchaba contra sus propios escalones y los dos sabían que por algunos no se puede volver a subir.

―Qué raro vos, tan temprano.

Ramo le contó todo. La Gladys estaba barriendo y se sentó sin decir nada. Él esperó alguna reacción, mientras acariciaba a Luna que lo miraba sin expectativas.

―No sé qué vamos a hacer ―dijo ella, y esta vez fue él el del silencio.

Volvieron las vueltas por el barrio, que terminaban en nada. En ese mes habían cerrado varios negocios por la crisis, incluso la carnicería de Sosa. Otra vez se vio parecido a los perros de la esquina, respirando aquella desesperanza. Sería mejor volver a casa y acostarse temprano para no sentir las horas.

Al menos su mujer se las había arreglado para cocinar una porción de carne que alcanzaba para los dos. El gusto raro lo hizo sospechar. Tuvo miedo de girar la cabeza y comprobar que aquella arcada no era como la de la vieja, sino que nacía de un asco más profundo. También estaba el hambre de días, apuñalándolo desde el otro costado.

Ramo tomó agua y tragó ese bocado. Tomó agua y tragó otro, hasta terminar el plato; sin cuestionarse, como lo haría un perro. Al lado del tacho de basura, la cabeza cortada asomaba adentro de una bolsa plástica transparente como la piel de Elvira, donde podían verse todavía los ojos hundidos pero abiertos de la gata mirando fijo hacia adelante, como vigilando un futuro que viene, pero que nunca termina de llegar.


Relato e ilustración publicados en nuestra séptima revista de Literatura y Artes.

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