Acabo de llegar y no las conozco. Están en la calle. No sé sus nombres ni sus historias. Las veo venir en grupos desde puntos distintos, ganarnos el paso. Están juntas desde hace rato porque compartieron los verdes que llevan en la piel, en las uñas, en el pelo y también las palabras que proyectaron en los carteles que alzarán hasta que caiga la noche. No las detiene la lluvia, tampoco los vendedores de pañuelos que las aguardan en todas las esquinas. Ya los tienen, y cargados, de tiempo y de encuentros. Son anónimas, pero en un rato, sólo en un rato, proyectarán al mundo su identidad.
La sesión en el Senado empezó hace unas horas. Aprendo de golpe algunos de sus nombres, el zócalo de la transmisión me asiste y alguna memoria aceitada recupera algún antecedente político. Busco una señal que me permita ubicarlos de un tirón de un lado u otro del abismo que también traza el vallado en la Plaza del Congreso. Están cómodxs, sin frío, sus momentos previstos y sus argumentos escritos y más o menos adecuados al tiempo que fija el reglamento. Es agosto, 2018, y las y los senadores de nombres propios dictaminarán si las sin nombre, las de afuera, pueden decidir sobre sus propios cuerpos o tienen que pagar, con dinero, con la cárcel o con la vida.
Desde el piso 7 del edificio de Av. Rivadavia al 1600 descubro, sobre la marcha del otro lado, el feto gigante. Ha de estar impermeabilizado, tiene que sobrevivir a la llovizna de todo el día y salir favorecido en la foto tras la votación. Abro la ventana y me invade una música que, para mi sorpresa, no llega de abajo, sino de más allá. Las voces masculinas protagonizan el escenario celeste y parecen más deseosas de trascender la valla para conquistar el aire que respira la marea verde que para deleitar a quienes revolean sus pañuelitos de forma orquestada. Son más que en junio, cuando el proyecto se debatió en Diputados y cuentan con mejores recursos. El equipo de sonido es inmensamente superior, pero no evidenciaremos su furia hasta entrada la medianoche, cuando llegue el turno de Cristina Fernández y la potencia explote para silenciar esa voz que tanto les molesta. Habrá luces y un láser que hará resplandecer al cielo varias veces, como un refucilo o, tal vez, como las señales festivas del querido Dios que les justificó la inquisición, el genocidio o el robo de bebés.
Pero aquello vendrá después. De este lado, hay cada vez más protagonistas que se saludan con la mirada para sonreír aún más. Si les pasa como a mí, no podrán dimensionar los límites de este verdor y esperarán que algún lente desde la remota altura les muestre ese cuerpo gigante del que son parte. Nuestra proximidad no es sólo espacial. Una chica me pregunta por una línea A de Subte y no puedo indicarle, esta ciudad es tan ajena para ella como para mí. Otra, que apenas podemos ver cuatro chicas más atrás, le señala el sentido. Hay una necesidad de enfatizar eso que se respira: me importás, te escucho, te ayudo. Sigo sin saber cómo se llaman o las historias que las atraviesan pero empiezo a reconocer qué hace que me sienta tan a gusto. Y es que estoy con las que se atrevieron a romper el tabú, a pronunciar lo impronunciable: «yo aborté», a enunciar lo que otras ya no pueden o a decir «yo abortaría». Estoy del lado que hizo estallar el secreto, que lo destituyó de las fuerzas represivas que lo confiscaban al terreno de lo innombrable, del lado donde se pare la palabra, que ahora es pública, política, feminista. Escucho recitar poesías desde el escenario Lohana Berkins. Las voces de aquellas mujeres se proyectan firmes. Seguramente han leído mil veces esos relatos, pero la emoción irrumpe, como si fuera la primera vez que los oyen. Caen lágrimas de cientos de mujeres que no pueden correr la vista del lugar donde se habla, en primera persona, en nombre de todas. En el recinto, quienes se autodenominan defensores de las dos vidas apelan a los números. Cuestionan las cifras que reflejan las muertes por abortos clandestinos, rankean las causas de mortalidad, el aborto baja de puesto.
Afuera el problema está claro y la resistencia se hace sentir. Un grupo de chicas y chicos rodean la montaña de mochilas cubiertas con nylon y cantan, incansables. Defienden quizás la única trinchera que les queda, sus propios cuerpos. Están preparados para hacer frente a todo. También a la vileza del senadosaurus que sostuvo sin vergüenza que, en algunos casos, la violación no implicaba violencia sobre la mujer. Una piba de unos quince años se acerca a otra para darle un librito fotocopiado. Son las canciones que resuenan por todos lados. Se abrazan e inician un pogo sororo: «Y ahora que estamos juntas y ahora que sí nos ven… Abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer». El mensaje no puede ser más sencillo. Sin embargo, no ha llegado a los oídos de algunos representantes aún. En el recinto, las mujeres vamos cambiando de status, al son de quien tome la palabra en el bando de la hipocresía celeste: indignas por renunciar a la maternidad, cuasi chimpancés, incubadoras. Hay discrepancia.
La calle se cubrió de paraguas, la comida de los puestos se tapó con cartón, las cámaras con bolsas, las mantas sobre las que se desplieguen los pines y las telas estampadas con símbolos feministas, con nylon. La marea verde ocupa el territorio, hace colapsar las carpas de las organizaciones, los bares, los umbrales. La gente comparte en las redes sociales lo que muchos diarios no se atreverán a decir mañana: «Acá estamos y nos quedamos hasta el final». Michetti advirtió temprano que la votación se haría a las veintidós porque no podían garantizar la seguridad. «Vayan resumiendo», dijo. Su desprecio al proyecto es obsceno. Asiente ante las intervenciones de los antiderechos, comparte la congoja que expresa un senador ante la suposición de que la madre de Vivaldi hubiese abortado en el siglo XVII pero no disimula su desgano –ni quiere hacerlo- cuando se defiende la IVE. Entonces quiebra su postura, se recuesta hacia delante, apoya el codo y se sostiene la cabeza desde la mejilla que se estira más y más. Tiene sueño, quiere irse. Afuera, aún presumiendo el resultado de la votación, dormir no es una opción.
Se acerca ese momento. El láser de la iglesia y de los grupos antiderechos refusila frente al Congreso. La marea verde aguarda en el escenario de 9 de Julio y Avenida de Mayo. Silencio. La pantalla muestra el desenlace: 31 a favor, 38 en contra. Sabido. Seguiremos siendo clandestinas. Para ellos. No para nosotras. El 38 dispara, directo y rompe en mil pedazos la realización del ahora. Pero el deseo se reagrupa rápidamente para convertirse en un será. Ya lo sabemos: vamos a destituir los poderes que nos aprisionan, que nos relegan, que nos silencian. Estamos juntas, empoderadas, invencibles. Ese será no está lejos. Y cuando sea, la red estará tan fortalecida que esta ley ya no será suficiente y será mucho, mucho más.