La obra «Hamlet» de Rodolfo Pacheco y Ricardo Arias no cuenta la historia lineal del príncipe de Dinamarca ni sus desvelos por vengar la muerte de su padre aparecido como fantasma al borde de un balcón: nos muestran los ritos de un hombre que mira la muerte a los ojos, y en sus pequeñas ceremonias íntimas nos lleva al borde del abismo a todos los que a su alrededor contemplamos el ritual.
El término ceremonia refiere a un acto solemne que se lleva a cabo según normas o ritos establecidos. En su sentido más básico es un ritual. Proviene del bajo latín ceremonia y del latín clásico caeremonia: rito religioso, veneración o reverencia. Deriva a su vez del latín Caere (condición) y Monia / Munus (estado del ser/espectáculo público).
Esta descripción coincide exactamente con lo que vivimos en Hamlet: un hombre (un actor) que en su rito por desprenderse del miedo a morir, o por el valor de enfrentar el infinito negro, nos lleva consigo y nos concede esa visión: todos, a través de sus ojos niquelados por el peso de monedas de plata, miramos a la muerte de frente.
Pero no sólo ese umbral traspasa, también el de sus frustraciones y pesos infantiles; y también (tal es la gracia del rito) con ellos se encuentra y así los trasciende.
Imagino que ese hombre que actuaba, al terminar la función, sentirá un limpio vacío en su alma: un vacío limpio es aquel que no duele, es el que permite liberación.
El espacio ceremonial: una larga alfombra roja con cabecera de mesa, silla y elementos rituales, y rematada en una enorme piedra que para mí era un resumen de todos los minerales que conforman la Cordillera Andina: miraba esa roca y veía los infinitos pliegues de la Quebrada de las Conchas, miraba la roca y aparecían los Apus, miraba la roca y un sentimiento mineral coronaba la función.
Entre mesa, alfombra y roca: el rito. Un hombre, más que vengando al de su padre, enfrentando a sus propios fantasmas. Y en ese viaje nosotros con él. Nosotros apapachados por su simbólico abrazo. Nosotros mirados y mirando con sus ojos. Nosotros en el filo de su espada amenazando a todos aquellos que quisieron humillarnos: ¡Vengan ahora a mojarme la oreja! ¡Vengan ahora a tocarme el culo! Nadie, ni uno solo de los espíritus que se invocaron en la ceremonia tuvo el tupé de hacerle frente al hombre de camisa blanca y pantalón negro, riguroso atuendo de brujo actoral.
Un actor (un hombre) con la valentía suficiente para enfrentarse con los muertos y encarnarlos: en el suelo, tendido y despojado hasta de respiración, nos muestra un cuerpo en los albores del banquete de los gusanos; parecía muerto y así lo hubiésemos dejado, reposando manso el infinito, si no hubiese vuelto a reencarnar en el que, como Hamlet, busca la verdad, su propia verdad en el encuentro con sus padres.
Sobre la alfombra mantos de lino blanco superpuestos, algunas servilletas también blancas e impecables, un cofre de madera donde se guardan los pequeños tesoros personales conforman el altar que se completa con unas cerámicas partidas, dos figuras prehispánicas de arcilla, una cuchara y un tenedor antiguos, un cortaplumas marinero, una faca abre-panzas, la navaja de afeitado y degüello, un puñal con espolón, un viejo cuchillo de carnes y otro más viejo de acero alemán, las veinte monedas de pesada plata, un monedero de cuero, las cenizas, la enorme espada puntuda con mango de madera y cruz de bronce: sobre ellos las plegarias y los arrebatos más iracundos, el llanto despojado y la risa en dosis tan pequeñas como gotas de cicuta.
Liberarse y no vengarse es la esencia de este Hamlet. Y para ello utiliza al teatro como puente, y
como Chakaruna va de una dimensión a otra, hilvanando la historia con los magnificentes textos shakespereanos a los que tantos pensadores universales han abordado.
Cuando las luces se fueron apagando y la oscuridad devoró objetos, actor, espacio escénico y espectadores, me pareció ver en el último brillo, acunado por aplausos, que Pacheco Hamlet lloraba. A veces este rito que es el teatro nos permite emocionarnos. Y así sentir liberación.
Escuchen el sonido del silencio.
Ficha técnica
Dirección: Ricardo Arias
Dramaturgia: Elena Bossi
Actúa: Rodolfo Pacheco
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