Cuentos | El hermano mayor - Por Mariano Quirós | Fotografía: Agostina De Mileto

Lo bueno de aquel año fue que mi hermano Alejo vino a pasar un par de meses a casa. La novia lo había dejado, o algo así, y, según explicó mamá, el pobre había caído en un pozo depresivo. Eso dijo mamá: «pozo depresivo». Mamá me pidió que hiciera un esfuerzo y me mudara a la pieza con Lucas, que era el menor de nosotros y que andaba siempre con cara afligida, cara de perro hambriento, decía mamá. Como si con ocho años tuviese muchísimos problemas. Su único problema, en todo caso, era su doble dentadura, una hilera de dientes más finos que le crecían por detrás de los dientes genuinos y que no le dejaban cerrar la boca por completo. Por eso el pobre tenía mal aliento y sufría crisis asmáticas. Todo el aire malo de la casa y de Resistencia le entraba por la boca y se quedaba en sus pulmones. Y todo por culpa de la dentadura deforme. Mamá sentía culpa por la boca de Luquitas. Como era el único de nosotros que no había sido «planeado», le pasaban esas cosas, como reacciones alérgicas.

Yo no tenía problema en pasar unos días con él en su pieza, pero igual me quejé. Quería llamar la atención de Alejo, mostrarle que yo también estaba crecido. Alejo se había ido de casa hacía ya unos siete años, a los dieciocho. Durante dos años le hizo creer a mamá que estudiaba Derecho y que trabajaba como asistente en un estudio jurídico de Corrientes. Decía que compartía departamento con Augusto, un compañero de facultad que, según él, no tenía todas las luces, así que tenía que andar ayudándolo en cada materia. Le contaba a mamá con lujo de detalles los pormenores de sus exámenes; se quejaba de que lo obligaran a rendir vestido de traje y corbata, justo a él; hablaba de los profesores, de lo estúpidos y amargados que eran. También hablaba de su trabajo: de la cantidad de trámites que hacía por día y de la valiosa experiencia que estaba acumulando junto al doctor Saldívar, un abogado correntino que, por los comentarios de Alejo, parecía un juez de corte suprema. Mamá no era tonta. Si bien estaba orgullosa de su hijo y de todo lo que su hijo experimentaba, sabía que algo no iba bien. Y fue precisamente a partir del abogado Saldívar que mamá empezó a sospechar: embalado, Alejo llegó a decir que Saldívar le ordenaba cubrirlo en algunas audiencias y que, pese a los nervios, llevaba la cosa con dignidad y convicción. Mamá la hizo fácil: llamó a la oficina del único abogado Saldívar que aparecía en las guías de Corrientes y no, nadie conocía a Alejo y no había ningún otro Alejo trabajando ahí. Después bastó que preguntara un poco por aquí y otro tanto por allá para darse cuenta de que Alejo hacía tiempo que ni siquiera pisaba la facultad de Derecho. Casi no la había pisado nunca.

Ahí sí mamá se puso como loca. ¿Qué había hecho entonces su hijo durante esos dos años?

Fotografía: Agostina De Mileto

Pero la revelación más asombrosa fue que, sí, Alejo vivía en Corrientes, pero no con el tal Augusto, que claro, nunca había existido. Vivía con una mujer de cuarenta años que lo mantenía como a un hijo, aunque en realidad era su novia. Se llamaba Gladis y lo primero que dijo mamá fue que Alejo se estaba prostituyendo. A mí me pareció extraña la definición de mamá porque hasta entonces entendía que prostituirse era sólo cosa de mujeres. Cuando Alejo vino a casa para aclarar las cosas, se encerraron a discutir con mamá mientras Luquitas y yo intentábamos escuchar algo con las orejas pegadas a la puerta, yo tratando de que mi hermanito no me respirara tanto encima.

Una hora pasaron encerrados, y cuando salieron tenían los ojos colorados de haber llorado y mamá todavía moqueaba. Alejo le dio un beso en la mejilla, le susurró algunas cosas más en el oído y después se fue. Pero antes nos dijo a Luquitas y a mí que no teníamos que andar escuchando las conversaciones de los mayores detrás de una puerta, que mejor era pedir permiso y escuchar de cuerpo presente, como corresponde. Nos frotó las cabezas y entonces sí, se fue. Mamá pasó un par de días con mala cara, hablaba sola, y cuando uno le preguntabas qué decía, te mandaba callar, nos pedía silencio y calma, que con tanto alboroto no la dejábamos pensar.

Una semana después, Alejo vino a casa con Gladis. Mamá los había invitado a comer. Luquitas y yo no sabíamos nada y nos quedamos maravillados cuando vimos a aquella mujer, porque la novia de Alejo no era una chica, era una mujer. Y eso nos parecía sorprendente, más que nada por el hecho de que nuestro hermano mayor se acostara con mujeres, algo que nosotros, Luquitas y yo, ni siquiera concebíamos.

Pero ahí estaba esa mujer, apenas unos años menor que mamá, acurrucándose contra Alejo y diciendo que teníamos un hermano maravilloso. No era linda Gladis, pero era llamativa. Era como mucha mujer para mi hermano, que siempre fue como medio flaco y también algo desaliñado. No recuerdo qué cocinó mamá aquella vez, o puede que no haya cocinado nada, que pidiera la comida a una rotisería para dedicarse a observar con mayor atención a la mujer que mantenía a su hijo.

«Soy peluquera», dijo Gladis cuando mamá preguntó. «La mejor peluquera», corrigió Alejo, y ella respondió el cumplido con un nuevo arrumaco que nos incomodó a todos. Después, y como nadie mostraba muchas intenciones de hablar de alguna otra cuestión importante, le pedí a Luquitas que le mostrara a Gladis su dentadura deforme. Mamá me dijo que no sea asqueroso, pero Alejo, en cambio, dijo que estaba bien, que le mostrara, y cuando Luquitas abrió por fin la boca ante la cara sorprendida de Gladis, la pobre novia de mi hermano soltó un gritito que primero nos hizo reír, pero al rato acabó por complicarlo todo, porque Gladis empezó a decirle a mi madre que así no se podía tener a un hijo, que lo tenía que llevar a un especialista, que esa dentadura, seguro, iba a ir ganando más y más espacio en esa boca hasta acabar deformando la cara del pobre Lucas.

Mamá no lo resistió: le dijo que ella tenía tres hijos a los que criaba sola, sin ayuda de nadie, y no sólo que los criaba, sino que además les daba de comer. A lo que Gladis respondió que no tanto, señora, porque a su hijo mayor soy yo la que le da de comer. Alejo quiso decir algo, pero mamá se le adelantó y le dijo que ya, ya mismo, le sacara esa mujer de la casa. «Peluquera», susurró después mamá, «peluquera te voy a dar a vos».

Fotografía: Agostina De Mileto

Pero Alejo no hizo nada, y tampoco Gladis. Terminamos de comer en silencio, cada uno hundido en su plato, menos Luquitas, que de a ratos abría la boca bien grande, cosa que Gladis pudiese ver al detalle esos dientes de otro mundo.

Para el postre mamá trajo helado y el helado hizo que nos olvidáramos de la discusión, o que al menos se pasara a otra cosa, porque así, como si nada, Alejo le preguntó a mamá por cierta serie de TV que, por lo visto, habían sabido mirar juntos muchos años atrás. «María de nadie», se llamaba la serie, una telenovela. En la cara de mamá, y también en la de Gladis, se dibujaron sendas sonrisas que dejaban traslucir el cariño con que las dos recordaban aquella serie. Pero bastó que Gladis dijera que sí, que era una hermosa telenovela, con esa actriz, Grecia Colmenares, de expresión tan pura y ese pelo tan lacio, para que mamá dijera que las series de ahora son mucho mejores, mucho más realistas, que ya no tratan a las mujeres como descerebradas sino que se las pone en un plano de igualdad con respecto a los hombres. Así dijo mamá: «plano de igualdad». Alejo dijo entonces que sí, que podía ser, pero que a la vez esta nueva costumbre le quitaba cierto encanto a las series. Que eran menos románticas, dijo. «Para lo que sirve el romanticismo», le contestó mamá, y ahí nomás Gladis dijo «ay, señora, a usted tampoco nada le viene bien». Y otra vez la explosión de mamá, que si no es por Luquitas y por los problemas que el helado le provoca en la dentadura todavía estamos separando a las mujeres.


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