Mi hermana no se acuerda de la abuela apoyada sobre la mesada, sosteniéndose del mármol, doblada, metiendo verdura adentro de una olla que silba, con los bastones apoyados en el rincón debajo de la ventana en el que se sentaba. Me dice que después de la operación la abuela no cocinó más, que empezó a cocinar ella cuando volvía del colegio, papá le había enseñado a calentar agua para fideos o salchichas, el arroz no le salía, y después aprendió a usar la plancha, que como era tan pesada mamá la dejaba sobre la hornalla antes de irse a trabajar, porque la primera vez que la sacó del mueble la agarró mal y cayó de punta y se dobló, le quedó como un piquito, que todavía está, es la misma plancha que tenemos ahora. Eso fue después, cuando ella estaba en la secundaria, ahí sí que la abuela no hacía nada, pero al principio sí, no caminaba sola pero se recostaba con los antebrazos y con movimientos cortitos y la cabeza escondida entre los hombros preparaba esos guisos que comíamos en invierno, la vi muchas mañanas endurecida y temblando, tenía miedo de caerse de nuevo y de que yo no pudiera levantarla. Me decía que transpiraba por culpa de la hornalla pero se le notaba que se sentaba agitada, quería disimular y paraba el mentón y cerraba la boca pero yo veía cómo se le inflaba la nariz, no respiraba por la boca porque hacía más ruido.
Se recuperaba en silencio, mirando al frente, como si buscara el horizonte, que estaba ahí nomás, en la alacena que teníamos en la pared que daba al patio. Cuando faltaba al colegio nos quedábamos jugando a las cartas, por eso me acuerdo, ella cocinaba como podía mientras yo sacaba los ocho y los nueve del mazo. Por un rato no hablaba para que no me diera cuenta de que estaba agitada. Yo mezclaba y cuando veía que tomaba aire sabía que ya estaba lista y le decía cortá. Controlaba la comida con la nuca y sumaba quince con la frente y con el resto del cerebro me hablaba de la gente de la tele. Estaba sola todo el día, a la tarde teníamos inglés o gimnasia y la tele le servía para sentir un poco de ruido, para llenar la casa. Me hablaba con elegancia, era así la abuela, no le gustaba andar en camisón, le pedía a mamá que la vista, se ponía blusas y pulóveres oscuros y una pollera gris tubo, siempre la misma, y me hablaba con toda la boca, articulando bien, sin trabarse, tenía un ángulo para cada sonido y no precisaba hablar lento, no sé cómo hacía, tenía paciencia para hablar, parecía que tenía las frases estudiadas, impresas en el cerebro, y que las leía de ahí. Una vez mi hermana dijo que parecía que hablaba en cursiva. Después de comer la abuela se acostaba en nuestro dormitorio, ponía los bastones sobre la cama, paralelos al cuerpo, bien cerca, casi abajo suyo, así yo no podía sacárselos sin despertarla, y doblaba una almohada para que los ojos cayeran en el televisor y no en los pies.
Estaba acostumbrada a la almohada larga, finita que tenía en la casa, una almohada horrible y fría que parecía haberse muerto con mi abuelo. Nosotros teníamos unas más altas, más gordas, que le servían para ver tele sin tener que sentarse. A la noche no cocinaba porque mamá para esa hora ya estaba en casa y se encargaba ella, a la abuela le venía bien no tener que hacer nada porque a las ocho daban un programa que no se perdía nunca, no me acuerdo cómo se llama pero me acuerdo que la conductora gritaba un montón, una rubia, o no, rubia no, tenía el pelo blanco, no sé si por los colores de la tele o porque se les había descontrolado la tintura, no sé, la rubia gritaba un montón y encima hablaba finito, la abuela lo ponía fuerte porque escuchaba poco y estaba el silbido de la olla en la cocina justo al lado de nuestro cuarto y era una pelota de ruido en la que ganaban los gritos de la rubia, la abuela a esa hora ya tenía el rosario entre las manos, lo apretaba mientras escuchaba a la rubia, mi hermana hacía la tarea en el living y la abuela sonreía, yo jugaba sentado en el piso, en el mosaico salpicado que teníamos antes de arreglar la casa, la rubia gritaba y la abuela contenta y para mí era rarísimo, no sé qué decía esa mujer, no me acuerdo, había un montón de invitados y un tipo que tocaba el piano cuando ella entraba y la rubia decía maestro, maestro, gracias, maestro, y contaba qué ropa tenía, todas las noches decía lo mismo, me peinó Miguel y sostenía la ele un momento, y las medias son de no sé quién, yo pensaba que todas las noches se ponía las mismas medias prestadas, la abuela ahí arriba de la cama como un bulto bajo las sábanas, se le había abombado el cuerpo, había crecido entre el pecho y la espalda, se había redondeado porque se movía poco pero estaba contenta con la rubia gritando, yo no la aguantaba pero no se lo decía, trataba de concentrarme en jugar, a veces me ponía de espaldas a la tele para ver si se callaba pero tampoco, trataba de tapar el ruido contándome historias. El programa parecía de otra década, yo no estaba acostumbrado a ver gente en la tele, veía dibujitos, superhéroes, esas cosas, nadie de carne y hueso, gente que no envejecía, era mentira todo lo que veía, pero ahí no, ahí había gente, gente de verdad, como en el noticiero, gente que existía afuera, a mí no me interesaba porque gente había en todas partes, en la calle, en la escuela, por todos lados había gente, era una estupidez buscar gente en la tele. Pero a la abuela le gustaba y yo empecé a mirar, la rubia gritaba por toda la casa y no escucharla me costaba cada vez más, un día pensé voy a mirar a ver si entiendo por qué le gusta tanto a la abuela, que estaba acostada ahí al lado mío como tranquila, en silencio, con las manos sobre el pecho y el rosario naciéndole entre los dedos, no se agitaba, ver a la rubia no la agitaba, debía sentirse bien de nuevo, la abuela, viendo a la rubia, como si ese rato no viviera ahí con nosotros.
Me ponía en el piso con la cabeza inclinada para atrás porque el televisor estaba adentro de un estante como a la mitad del placard, que ocupaba toda la pared, y trataba de encontrar una reacción de la abuela, un movimiento como continuado del programa que empezara en la pantalla y terminara en la cara de la abuela para ver si me descifraba qué era lo que le gustaba de las luces y los gritos de la rubia y maestro, maestro, gracias, maestro, ahora vamos a presentar a la invitada de hoy, dijo una noche la rubia, y yo miré a la abuela, para ver si la invitada de hoy le importaba o le movía un músculo y la abuela justo me habló, subilo, me dijo, subí el volumen que el control no tiene pilas, dale, andá, golpeando el control remoto contra el canto de la mano, dale, es modelo, decía la rubia, tiene veinticuatro años, con una planilla en la mano, una tablita con un gancho arriba sosteniendo papeles, leía, la rubia, y cada tanto miraba a cámara y mentía, me paré frente al televisor, la botonera me quedaba delante de la cara y levanté la mano y es de capricornio, decía la rubia, y yo buscaba el botón de volumen, que estaba un poco hundido, y la abuela correte, a ver, subilo, y la rubia dijo Venezuela y yo justo me despegaba de la pantalla y retrocedía para volver a sentarme y en ese momento escuché el auto de papá atrás de todo el ruido y el esfuerzo que hacía el motor para subir la entradita de la cochera y no entendí quién era la invitada de hoy pero vi el rosario brotando de las manos de la abuela y me di cuenta de que yo me iba a morir, de que un día me iba a morir aunque la rubia siguiera repitiéndose y gritando en la tele y antes de sentarme de nuevo vi las luces del auto que entraban por la ventana del living y pasaban por el pasillo y se apagaban con el motor antes de pasar por la puerta de mi habitación y me senté y me quedé mirando a la rubia aunque no quería, quería decirle a la abuela que cambiara pero sabía que el control remoto no andaba y no quería pararme de nuevo, la tele de cerca tiene una lluvia mínima, una electricidad que se me había pegado en la cara y me la quería sacar.
[Texto e ilustración publicados en nuestra novena revista]