Los hechos ocurrieron en un extraviado sitio al oeste. No nos es dado saber cuál. Más aún carece de sentido conocer el tiempo en que sucedieron. Sin embargo (a fin de saciar las opulentas ambiciones tecnicistas) supongamos que fue en un tiempo no demasiado remoto.
El protagonista, Luis Routiere, fue un hombre sin cualidades significativas. Uno más, tal como se correspondería en definir el vocabulario habitual de cualquier mortal. Podemos decir, como licencia documental, que fue solo por las destrezas de la casualidad que le tocó tomar parte en el episodio que nos compete. Podría, tranquilamente, haber sido otro con quien se obstinaran los sucesos.
El origen del conflicto ocurrió una desmemoriada tarde en la cual, aún a disgusto, Routiere debió visitar al juicioso Dr. Hermenegildo Lloret, hombre tan cauto como indivisable.
La casa era enorme e impetuosa (cuestión que intimidaba a nuestro maltrecho protagonista) y el Dr. Lloret, indecorosamente petulante.
Fue una casual mirada, disuelta al pasar, en la Routiere observó el sugestivo libro: no supó las mágicas razones que envolvieron al objeto en aquel instante, pero no pudo resistir el encanto del extravagante ejemplar. El Dr. Lloret preparaba unos tragos con la ingenuidad de quien nada sospecha más que las acostumbradas galanterías de la visita. Routiere repasaba apesadumbradamente la habitación, procurando espantar el impulso cleptómano que crecía con irresistible vibración.
En este caso (sorpresivamente) la indistinta práctica que solo perseguía los inocentes fines del entretenimiento derivó en una experiencia ciertamente cautivante. Al notar el libro otra vez, ahora lo veía sobresalir provocadoramente, flotando sobre un imaginario estante invisible, algunos oportunos centímetros delante del resto de los restantes tomos. No pudo evitar la lumbre en su mirada. Tal vez el atento Dr. Lloret haya notado la devoción cautiva con que su invitado contemplaba aquel rincón de la biblioteca, pero decidió no atribuirle más que algún comentario pasajero (que no merece nuestra atención).
La charla entre los módicos señores fue tensa e intermitente (como todas, claro) colmada de reiterados lugares comunes y vácuos formalismos. Al finalizar al suplicio, Routiere esperó que el modoso doctor lo invitara a retirarse y, cuando la advertencia de éste no recaía sobre sus actos, se apresuró a tomar el anhelado libro y guardarlo bajo el saco.
En adelante (como era de prever) no supo más del solemne doctor. Al parecer, de acuerdo a las íntimas habladurías, jamás tuvo noticias acerca del robo. De todos modos, para nuestro hombre aquel no fue un vulgar acontecimiento. A partir de entonces comenzó a sistematizar su vocación de hurtador de libros, que luego leía con vehemencia en incontables noches y los acumulaba con prodigiosa parsimonia junto a una inexpugnable fogata.
Los métodos del hurto cobraron mayor sofisticación con la lógica reiteración de experiencias, pero este atildamiento en la metodología, sin embargo, no aparentaba ser una necesidad ante la unánime indiferencia de sus víctimas. El entusiasta ladrón perfeccionaba sus prácticas, al tiempo que crecía su obsesión por los libros.
Con el correr del tiempo, la pila de libros junto a la cálida fogata lucía una altura portentosa. La tarea de nuestro dedicado ladrón ganó cada vez mayor dificultad. Nunca supo (el pobre patán) si corrió el rumor de sus vilezas y los lectores se dispusieron a esconder sus libros previniéndolos del robo, o si esos libros desaparecidos jamás hubieron existido. Lo cierto que es nuestro señor comenzó a padecer los angustiosos tormentos de la frustración: ingresaba en silentes hogares, renombrados hoteles, indistintas escuelas o cientos de cafés literarios, pero no lograba encontrar ejemplar alguno. Las aplazadas estanterías resplandecían en la triste soledad del vacío o simplemente eran poseedoras de inútiles baratijas que en nada se vinculaban a los hábitos de la lectura.
En una noche tempestuosa, nuestro desesperanzado saqueador, prorrumpió en las amplias salas de la Biblioteca Nacional, convencido de encontrar en aquel recinto los perdidos libros. El temido fracaso cobró cuerpo cuando comprendió que allí solo hallaría viejas y mustias papeletas inmerecedoras de la dedicación del lector, archivados en interminables filas (que sería innecesariamente tortuoso describir) consagrándose a la resignación del olvido.
Fue entonces que nuestro hombre, vencido por la infértil tarea, decidió conceder la rendición propia del abatimiento. Caminó hasta una cercana comisaría y se presentó, sin ningún vicio de soberbia, como el reputadísimo ladrón de libros. Los policías lo miraron con divertido extrañamiento y, tan solo para complacerlo, lo hicieron tomar una siesta en una de sus celdas. A la mañana siguiente, Routiere recuperó su libertad y sus proezas quedaron en el olvido.