Cuentos | Una estación impropia - Por Javier Núñez | Ilustra: Facundo Vitiello

Paro el auto a la sombra y abro el baúl para bajar las bolsas del mercado. Laura trabaja en las flores del jardín. Si no estamos en el fondo haciendo dulces caseros o cerveza artesanal para los turistas que van hacia las montañas y cada tanto paran por acá, se la pasa en el jardín. Seguro insiste con las gardenias, que se resisten a florecer no importa cuánto lo intente. Cargo todas las bolsas que puedo para hacer menos viajes, aunque el peso me obliga a balancear el cuerpo en cada paso. Cuando me ve se incorpora y se frota las manos en la falda del delantal.

—Llevá menos bolsas que se te van a caer.

No le hago caso. Un día puede pasar. Y ese día, aunque para entonces yo haya hecho setecientos o dos mil quinientos viajes sin que se cumplieran sus augurios de desastre, va a decir que me lo advirtió. Viste que tenía razón, me va a decir. Pero no insiste: sigue hacia el auto y su cabeza desaparece detrás del baúl abierto.

—Dejá, dejá que lleve estas y ahora busco las demás.

No quiero que haga ningún esfuerzo. Ninguno. La otra vez los médicos dijeron que eso no tuvo nada que ver. Que no es común en embarazos avanzados y sin complicaciones, pero que a veces pasa y ni siquiera se llega a saber por qué. Igual extremamos los recaudos. O lo hago yo. Ella se aferra a esta casa y al jardín como si las causas hubieran estado en la ciudad en la que solíamos vivir. O en la civilización. Como si ahora, sólo por el hecho de estar acá, fuera a ser distinto. O como si ella pudiera hacer que fuera distinto.

—¿Trajiste azufre? ¿Le dijiste lo del ph del suelo?
—Sí. Está por ahí —, le digo de lejos. Dejo las bolsas en la mesa de la cocina y vuelvo al auto—. Dice que no está seguro de que funcione. Que no son flores para estas temperaturas. A lo mejor tendrías que probar con otra variedad que se adapte mejor.

Ella me habla del parque General San Martín de Mendoza. Del terremoto a fines del siglo xix, de los problemas sanitarios que asolaban a la ciudad y del proyecto de forestación para poblar el oeste de la ciudad durante el proceso de reconstrucción. Más de trescientas hectáreas, dice, abriendo los brazos como si con ese gesto me ayudara a calcular. Pero el mayor desafío, continúa, no fue superar los conflictos que se desataron a raíz de la inversión económica que significaba un proyecto de esa magnitud en una ciudad casi en ruinas ni el trazado de caminos ni emparejar la superficie. El verdadero desafío fue vencer el terreno y la región: imponerse a la aridez de un suelo pedregoso y un clima casi desértico que hacía fracasar, una y otra vez, los intentos de que creciera algo donde no estaba destinado a crecer.

Ilustración: Facundo Vitiello

—Tenían que transportar el agua en carros tirados por caballos a través de todo el parque y regar cada planta con un balde.
—De cualquier modo, el tipo del vivero no está seguro de que vaya a funcionar —, le digo—. Así que también te mandó otra cosa por las dudas.

Le doy otra bolsa que saco del baúl.

—¿Qué es?
—Me dijo el nombre, pero ya me olvidé. Es una flor parasitaria que se alimenta de flores marchitas. Si se secan las gardenias, la tenés que enterrar cerca de la raíz. El parásito se apodera de la otra planta, la cubre toda, y entonces aparece una flor rojiza.
—Rojiza.
—Así dijo.

Laura agarra la bolsa y mira a trasluz con cara de asco. Parecen capullos con tentáculos. O rabanitos. Una variante oscura de rabanitos. Me pregunto si no me habrá vendido cualquier cosa. Si crecen rabanitos, Laura me va a matar.

—Lo del ph tiene que funcionar —, dice.

A la noche, después de frotarse la panza con crema para prevenir las estrías, se acomoda dos almohadas en la espalda y lee. Yo me acuesto a su lado, le apoyo una mano en el vientre y aguanto la respiración.

—Está quieto hoy —, digo.

Nunca digo «no se mueve». Digo que está quieto. Ella me guía la mano a otro sector de la panza, sin dejar de leer. Entonces percibo algo leve, como un borboteo por debajo de la piel. Y es el primer atisbo de algo que, sospecho, no hará más que incrementarse a medida que pasen los últimos meses: la sensación de que hay un nivel de conexión entre ella y el bebé que para mí siempre será inalcanzable. Algo que los une y les pertenece y que yo no puedo compartir. Ella lo carga y lo siente. Ella es la que sabe lo que ocurre ahí dentro y la única que puede revelarlo para mí. Yo no puedo sino esperar.

Por algunos días parece que lo del azufre para nivelar el PH del suelo funciona bien. Sin embargo no dura. Pronto las gardenias se cubren de pequeñas manchitas marrones. No pasa lo mismo con las otras plantas y flores. La forsythia con sus flores amarillas que realzan todo el seto; las tres variedades de crisantemos; la prímula obcónica; las violetas de los Alpes. Pero Laura se empeña en tener gardenias en un clima hostil y en una estación impropia. Como si en ese éxito impensable se cifraran unas esperanzas inconfesadas pero que sospecho.

—No sé, Laura. A lo mejor el tipo del vivero tiene razón.

Empieza a caer la tarde y el frío baja de la montaña como una llovizna. Después empieza a hablar, no sé si conmigo o con la planta. Dice que lo intentó todo, que trató por todos los medios pero a veces hay cosas que simplemente no funcionan. Terrenos áridos en los que algunas cosas no pueden crecer y entonces hay que darle lugar a otras.

Lo dice mientras planta los bulbos rojizos que parecen rabanitos.

Durante los siguientes cuatro o cinco días apenas se asoma al jardín. Es como si las gardenias hubieran consumido todo su entusiasmo. Sería una lástima que todo lo demás también se echara a perder. Lo que hace en esos días, en cambio, es volver a la cocina, a la preparación de los dulces, a la organización de algunos papeles que teníamos postergados. Como si lo único que quisiera fuera olvidarse del jardín.

Una noche le pongo la mano en la panza y no siento nada.

—Está quieto hoy.

Ella me guía la mano a un par de lugares. Después desiste.

—Sí. No te preocupes. Es normal.

Pero se preocupa ella también, aunque trate de no demostrarlo. Durante el día le pregunto una o dos veces más. Sus respuestas son ambiguas. Yo insisto; a la tarde por fin la convenzo de bajar al pueblo para consultar al médico. Preparamos el bolso sin hablar. Cuando camina hacia el auto se para en el jardín. Mirá, me dice. Donde estaban las gardenias ahora hay otra cosa. Una capa grisácea cubrió por completo las hojas, y alrededor de los capullos secos y amarillentos brotaron unos pétalos ásperos y rojizos que los envuelven formando una especie de corola amariposada. No sé si es porque sé que se trata de una flor parasitaria, pero el aspecto de las flores me provoca cierta repugnancia. Pero están ahí: donde antes no había más que un capullo seco, hay algo que no sabemos bien qué es.

Viajamos sin hablar. No puedo saber qué ocurre en la cabeza de Laura pero imagino que es algo parecido a lo que pasa en la mía. Un par de veces estoy a punto de decir algo, pero temo que la voz me traicione. Ella tiene la mirada perdida en las montañas que ondulan a lo largo del camino.

El médico no está pero nos informan que no tarda. Nos sentamos a esperarlo. Laura hojea sin interés una de esas revistas de chismes de la farándula mientras yo doy vueltas en la sala y salgo a la calle un par de veces para mirar hacia las esquinas. Cuando el médico llega me saluda con un apretón corto y demasiado suave. A Laura le da un beso y le deja una mano en el hombro mientras le pregunta cómo está. Nos hace pasar a un consultorio luminoso, con una ventana amplia que da a un jardín en el que crecen algunas plantas. Las miro, tratando de reconocerlas, mientras Laura se desviste detrás de un biombo. Vuelve con una bata blanca y se recuesta en la camilla. Le agarro la mano mientras el médico la revisa y ella me aprieta fuerte apenas siente el frío del estetoscopio en la panza.

No sé muy bien qué pasa después. Estoy ahí, pero es como si no estuviera o como si todo ocurriera en otro lugar. Sé que el médico habla, que Laura llora, que yo la abrazo. Pero es como si en realidad no fuera yo sino alguien que se me parece y yo estuviera viéndolo todo desde algún lugar distante. Lo único que sé con seguridad es que el médico tiene que dar unos pasos hacia atrás porque el dolor es algo invisible pero denso y compacto, y entonces no le queda otra que retroceder para darle espacio cuando empieza a extenderse por toda la habitación. Después dice que nos va a dar un momento a solas, mientras llama al hospital para los preparativos.

Ilustración: Facundo Vitiello

Laura todavía llora un rato y después para. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano y después con la bata. Al final me hace señas para que le alcance el bolso. Revuelve hasta que encuentra unos pañuelos descartables y se suena la nariz dos veces. Desde el bolsillo abierto asoma una bolsa de nylon. La saca. Mira los bulbos rojizos que parecen rabanitos a la luz de la ventana.

Afuera el médico habla con una enfermera: le da indicaciones para que las transmita al hospital. Se escuchan algunas palabras sueltas que se nos clavan como puñales. Laura sigue inmóvil, con la bolsa en la mano y la mirada perdida. Salgo al pasillo para pedirle al médico que se vayan a hablar más lejos pero se me quiebra la voz. De todos modos me entiende. Me pone la mano en el hombro como antes se la puso a Laura para preguntarle cómo estaba, pero lo que dice ahora –lo que repite ahora– es que lo siente.

Vuelvo al consultorio; la puerta quedó entreabierta. Desde afuera veo el perfil de Laura sentada en la camilla, su panza llena de nada, la mirada perdida y la mano metida en la bolsa.

—Laura —, le digo.

No me mira. Abre la bolsa despacio, como si en esa dilación me diera la oportunidad de hacer o decir algo más. Saca el primero de los bulbos y, durante un momento, lo examina. A la luz parecen de un rojo más vivo, como el de los pétalos rugosos que crecieron entre los capullos muertos. No guarda el bulbo rojo: lo tiene ahí, como sopesándolo, atrapada en una decisión impostergable. Entonces algo sucede. La cara se le va transfigurando lenta, inexorablemente, como si una oscura comprensión la asaltara de golpe. Vuelvo a decir su nombre aunque sé que no alcanza: tendría que moverme, agarrarle la mano que avanza con el bulbo tembloroso entre los dedos, detenerla ahora que todo está por suceder, detenerla antes de que sea tarde.


Texto e ilustraciones publicados en nuestra sexta revista


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