Cuentos | José León derechera - Por Mario Castells

A mi kape, Humberto Bas

¡Opu’ã jevy vaerãku

MBA’EVERAGUASU!

Zenón Bogado Rolón

 

La luz aún no ganaba su carrera vosa a las tinieblas de la madrugada. Coágulos de noche y de frescura se aglutinaban entre los recovecos de la villa, bajo las tupidas arboladuras de medias sombras o en los ingresos de vientito limpio proveniente de las quintas, en los fondos de calle Doctor Riva. Revisándome los bolsillos del pantalón, había asomado a la vista el vuelto de billetes de diez y dos pesos hechos un bollo. Salí al patiecito y zambullí mi cabeza en un fuentón de agua, intentando aplacar la desazón que endurecía como losa la fuerza de la resaca. Después de refregarme los ojos y hacer un par de gárgaras con agua y dentífrico, me eché hacia atrás como un arco tensado y me liberé por entero en un sapukái quejoso.

Háke ra’e, Kalo cheja’arra tupápe, me contó José León que dijo, levantándose de la cama de un salto, como recluta en el cuartel. Por primera vez en meses de trabajar juntos me despertaba antes que él. Mi cuate fue al baño, orinó y se lavó la cara a las apuradas. Cuando salió, mientras se vestía y armaba con los restos de la cena de la noche anterior su avío para el almuerzo, oyó mis pasos en la vereda. Lo supo antes de que sonaran mis aplausos por el consecuente ladrido de los perros de la cuadra. Metió el tupper en el bolso y tuvo lo que se dice una regresión. Estuvo por recomendar a su mujer que cerrara la puerta con la traba y luego recordó que ella ya no vivía con él.

Sacó su bicicleta y tanteó las gomas; estaban desinfladas.

Buen día, ch’iru, le dije.

Buen día.

¿Y después? El famoso lune rõ, ¿ndaje?

Así mismo es, timado.

Ahí nomás emprendimos la marcha. Salimos por el pasillo a Felipe Moré y fuimos testigos de la metamorfosis. La villa se despabilaba. En la esquina del lunes, la vagancia se negaba a matar la gira y continuaba su amnésica caravana, conjugando vinos y pastillas en improvisadas jarras de gaseosa descartable. Dos rochitos, sobrinos de José León, le salieron de  peaje.

¡Amigo! le gritó uno sin reconocerlo.

Yo no soy tu amigo.

Es el tío José, bobo, dijo el otro.

¿Unos pesos, tío? Para la coca.

No tengo nada, Nalo, respondió José León al que lo había reconocido. El más chico, en actitud intimidante, no podía mantener quieta la quijada y hacía rechinar los dientes.

¿Y tía Celsa? ¿No tiene? preguntó haciéndose el estúpido, burlándose de su reciente separación.

No, menos para que sigan en la calle haciendo macanadas.

Todo bien, tío. Estamos acá y no molestamos a nadie. Escabiando piola.

Tiene que dormir, Nalo. Y lleva a tu hermano. No vaye a estar creando problema.

Joya. Nos vemos, tío.

Eh, amigo. ¿Me convida un cigarro? me mangueó uno de los wachos.

Le convidé. Tenía suerte de estar con José sino probablemente me hubieran robado. En la ronda, los otros cacos se burlaron del castellano de mi compañero que seguía recriminando a los sobrinos y prepararon un poco más de bordolino. Sin despedirnos, seguimos por Moré hasta la bicicletería, a pocos metros de Seguí. José León bajó a meterle aire a las gomas de su bici y yo saludé a un vecino que esperaba el 125. Crucé un par de palabras con él, cosas del comedor y de la última asamblea, hasta que salió José. Me despedí y agarramos por boulevard Seguí hasta Avellaneda, donde nos frenó el semáforo. Con su moderna investidura, Avellaneda delineaba toscamente el espíritu tránsfuga de la zona oeste: su largo cinturón de villas. El desplazamiento tomó el compás cansino de la polca «Kamba resã humi» de Los ídolos de Piribebuy que entonábamos a contra-dúo todas las mañanas.

Kuña resã hu, luséro mimbi
che tavyetéma ku nderehe

De a poco, Avellaneda en sentido norte fue despojándose del lastre villero; doblamos en Avenida Godoy hacia el Parque Independencia, esquivando un atasco del tránsito por un accidente. Siguiendo el contradúo atravesamos el parque y desembocamos en boulevard Oroño y Pellegrini. De allí, un tramo más de paseo por la senda peatonal del cantero central del bulevar, y desembocamos en calle Rivadavia, en cercanías del río Paraná. A media cuadra, dimos nuestros nombres a la guardia y entramos al interior del predio cercado, donde un esqueleto de hormigón con remate de encofrados de fenólico y puntales de pino, despuntaba sobre los edificios adyacentes. Dejamos los bolsos en los casilleros, al fondo del hall de la planta baja, que albañiles y plomeros utilizábamos como vestíbulo y comedor, y subimos al tercer piso, donde con mi cuate teníamos las herramientas con las que curábamos el hormigón.

A pesar de los seis meses que llevaba trabajando en altura, no terminaba de acostumbrarme al movimiento del balancín. El miedo se me pegaba a las pantorrillas cada vez que el tablón se hamacaba por el impulso intempestivo de nuestros cuerpos o cuando le mandaba palanca al criquet para subir el andamio.

La crisis económica, la caracterización política y la línea discutida en el partido me habían llevado primero al barrio de mis parientes y amigos para abrir un comedor comunitario y con él, el trabajo político territorial de nuestra corriente. Con el primer agite de la organización habían salido asambleas numerosas y marchas a la Sub-secretaría de Acción Social. Al poco tiempo me hice un rancho y por último, al quedarme sin trabajo, terminé laburando con uno de los más esforzados compañeros, mi cuate José León. Esa era la pequeña trama por la que ahora, subido al balancín, llevando a un ritmo incansable el arreglo de los defectos que había dejado el encofrado, estaba subido a un tablón de pinotea a casi diez pisos de altura. Sin haber tenido que poner la concha como catango, pues algo sabía con la cuchara, José León me enseñaba los pormenores del oficio. Decía que más allá de que volviera a la industria y a ganar un mejor salario, saber este sucio oficio me podría sacar del paso en cualquier apuro. Pero más que eso, sus lecciones abarcaban otro orden de cosas que rara vez un pedante recortado de la estudiantina puede aprehender. Sin hablar casi, sin buscar retribuciones, sin querer obtener beneficio alguno, me enseñaba a ser un revolucionario proletario. Pedagogía de la paciencia, la frase cauta, la cuchara, el balde y el fratacho. Paciencia que, como pequeño burgués proletarizado, me costaba aferrar.

Yo no sabía aun lo que estaba mortificando a mi compañero. José León llevaba un par de horas sumido en la disyuntiva de hablar conmigo, tratar ese rumor dañino, aunque de buena fuente, o quebrantarse solo sin decir nada. La noticia le había llegado por intermedio de un viejo vecino de Paraguay. El casco le pesaba cada vez más, como la duda, y aunque nos vigilaban como policías para que los usásemos, mi compañero se lo quitó, se enjugó el sudor de la frente, abandonó el balancín y pasó hacia el piso en donde se puso a hablar. El sol dorado del litoral resbalaba por su cara achinada, aceitando su tez cobriza con los sumos del agua y el follaje. El relato corto y grave, sin efectos entonacionales, detalló las circunstancias que hacían altamente probable que su casero, uno de sus ex cuñados, borrachín y jugador, amenazado por matones seccionaleros de Natalio, el pueblo del que era oriundo, hubiera abandonado la casa y que su lote ahora estuviera usurpado por gente extraña.

Upéicha omombe’u chéve Tani, me dijo al terminar el relato. Así me contó Taní.

El problema tenía visos de urgencia que yo no podía encarar. Quizás por eso cometí el error de tomarlo de manera desenfadada. Aduje que era un rumor de mala fuente, que Estanislao era mentado chapucero. Era un momento en que el calendario de luchas y negociaciones no nos dejaba respiro. No solo por los comedores o los emprendimientos productivos que me tenían a la cabeza, tampoco por el partido; el inconveniente mayor era que yo mismo estaba en quiebra económica y esa manifestación de impotencia iba contra mi balance. Si había pleito las dos vías de resolución estaban fuera de nuestras posibilidades. No teníamos plata ni abogados conocidos en Paraguay. Ningún tendota nos amparaba. Argumentar en contra del apuro fue la respuesta que encontré para ganar tiempo y es lo que intenté sin éxito.

Me voy, me dijo.

¿Dónde vas a ir, ch’amigo?

Tengo que recuperar mi lote… Es la única cosa que tengo en el mundo, lo compré con lo que me legó mi madre, con mi herencia. No puedo dejar que me coman de balde los perros.

No digo que no tengas razón, le respondí, pero esperá que lo discutamos con los compañeros, así les pedimos una colaboración económica que nos permita costear pasajes y vemos también si conseguimos un arma. Yo te acompaño, vamos juntos. (Fue el único compromiso que pude tomar). ¡Si vas solo te van a facilitar! Pero yo no puedo ir hasta que terminemos la negociación de las garrafas sociales y las partidas para los nuevos comedores.

Nahániri, ch’ermáno, aháta mante cheaño. Voy a irme solo nomás.

 

El loteo de tierras del que formaba parte el terreno que consiguió José León había sido entregado por el Instituto de Bienestar Rural a campesinos pobres a principio de los noventa; como pasa en estos casos, sin apoyo crediticio ni capital para invertir, muchos de los beneficiarios de esos campos empezaron a revender sus derecheras a grandes propietarios. Desde el 93 en que él había llegado a Puerto Triunfo, compañía de Natalio, y mucho más precipitadamente con la caída de los precios del algodón, la región se convirtió en una de las principales zonas de producción de soja. Los pocos vecinos que no habían vendido sus campos vivían rodeados de inmensos sojales, expuestos a las fumigaciones.

La primera vez que José me había hablado del problema de la tierra en Paraguay, ya me había hecho ruido esa palabra tan bonita que usaba para designar su lote. Mi derechera, decía. El castellano paraguayo tiene esas palabras que rozan lo mágico. Hay vocablos que, pensando con cierta lógica, parecen apuntar en su significado a un lado y, sin embargo, tienen otras direcciones. Por ejemplo, arribar no es llegar sino subir una cuesta; formal es empecinado; señear no es entregar una seña de trato, sino hacer un gesto en un código que el interlocutor comparte y aprueba. La palabra derechera es una de esas palabras que tiene una plurivalencia de sentidos aun cuando implica uno solo de ellos. De buenas a primeras, parece remitir a lo recto, sin desviación. O a lo que está en el lado derecho de algo. Sin embargo, hace referencia al derecho de posesión de la tierra. Tiene esa magia, por supuesto que derrumbada, soterrada, que tiene también, por ejemplo, el yvy marane’y que de tierra virgen mudó su significado a tierra sin males. Vender la derechera es otorgar a otro, de manera verbal, por lo general, aunque por la desconfianza reinante en las últimas décadas, con un recibo de por medio, el derecho de usufructo previo pago de una suma de dinero.

El trato opera de este modo. El IBR, en tiempos del dictador Stroessner, y el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert), en democracia, da el derecho de ocupación a quien solicita la tierra a ser pagada en cuotas. Cuando se abona la totalidad del precio de la parcela, titula el Indert. Sin embargo, los que solicitan la propiedad, sin estar habilitados a ello porque lo concedido no se puede vender por un lapso de 10 años, venden su derechera (el derecho de posesión) a un segundo propietario; este lo hace a un tercero y este a un cuarto. Ha oho hína. La tierra ndaikuatiái, no tiene papel, título de propiedad, pero pasa de dueño a dueño. Si por ahí el cuarto o el quinto se queda en la tierra tiene que encontrar al primero para que este la titule y le transfiera, tras cumplirse un tiempo establecido en el Estatuto Agrario, al nuevo propietario. Si aquel murió, se fue a Buenos Aires o está en alguna lejana ocupación, amóntema. Y aunque técnicamente, el Indert sigue siendo la propietaria, en realidad, la situación irregular solo termina favoreciendo a los sojeros que corren a los pobladores con amenazas y veneno. Hoy, muchas de esas derecheras están en poder de ellos.

 

José emprendió su lento viaje sin sueño. Con apuro y sin plata, de un día para otro, sacó pasaje en «Río Uruguay» destino a Posadas. Los pasajeros, en su mayoría paraguayos, no eran personas silenciosas pero por suerte ninguno pudo importunarlo porque había pedido asiento en la sección de abajo del vehículo, detrás del baño y cerca de la puerta. Repudiaba de los viajes largos el olor a pata, las preguntas inoportunas, el carcajeo kachi’ái de los muchachones. Además estaba con luna y le preocupaba atender bien qué plan iba a oponer a los usurpadores. Menos aún que eso, no sabía si llegar por Puerto Triunfo, yendo hasta Puerto Rico o si pasar a Encarnación y tomar la ruta VI. Así pasó el primer tramo del viaje. De repente, a la salida de Santa Fe, cuando las luces del micro se apagaron y las penumbras cayeron como una caricia sobre la frente cansada, las pantallas televisivas usurparon la atención de los pasajeros con una película mbóre: un peleador tailandés que combatía a pura patada y rodillazos demoledores contra mafias súper poderosas. Nada más irreal y burlesco.

A pesar del fastidio y la preocupación, o quizás justamente por eso, entró en una especie de duermevela que fue un constante entrar y salir de la vigilia al sueño, de la película de Tony Jaa a la onírica representación de un mito clásico. Entonces la peripecia que acometía en la pantalla el héroe de Ong Bak cambió intempestivamente. Un ambiente tropical afín a su imaginario, apartó al soldado del Rey Elefante y lo depositó a él, montado en un picazo, por un camino de vacas en un rumbo no ajeno que distinguió fácilmente como el que lleva a su casa, pero que a su vez le generó un raudo extrañamiento. Casi horrorizado, la vio aparecer, enfilando desde los espartillos de un cañadón en el que un rato antes había visto volar a las garzas. Era gorda como un raigón en la parte más gruesa del lomo. Nada fofa, su gordura se afinaba hacia la cola. Tenía escamas color verde moteadas de escarlata, y, por si fuera poco, un matorral de pelos lobunos proliferaba en su lomo. La cabeza tenía la forma de perro, chica y deforme en relación con el tronco, lo cual la tornaba más espeluznante.

Al verla reptar hacia ellos, el caballo entró a corcovear desesperado y no se calmó ni al constatar que no podría echarlo sino cuando él decidió volverse hacia atrás, dispuesto a huir del peligro. Pero él sabía que no había escapatoria. Y no por caer en el delirio del coraje ni tampoco por enfervorizado fanatismo religioso, supo que tenía que matar al monstruo. Saliendo de la huella, se metió en un bosquecito. Ató el cabestro de su montado a una mata de naranja, sacó un gran machete corvo y el arreador que llevaba ligado al apero. Sintió mucho no tener su treinta, siempre se había sentido seguro con el revólver de su padre. Ahora, la hoja del machete brillaba en la tarde como una extensión plateada de su brazo izquierdo. Era otra vez la escena de San Jorge y el dragón.

Como quien va a los bretes a tomar lugar en la labor cotidiana, su corto trecho a la muerte se hizo sin dilación. Haciendo zumbar el hierro, con la zurda fuertemente prendida a la empuñadura, llamó al bicho que lo miró impávido, quizás también aceptando que la única razón de ser de ambos era oponerse, matarse. De repente, la mirada del demonio se le dibujó en los ojos y dejó de ser la inocente y animal mirada de antes. Enroscando el cuerpo irguió su cabeza a dos metros de altura, dispuesta a lanzarse como estoque y mazazo contra su cuerpo. José León sintió también una confianza fatal en su destino de machetero. ¡Sí, señor!… con ese filo podría desmalezar el infierno, fetear a la víbora perro. Iba a hacer lambreado con ese bicho puerco.

Despertó y se metió en el baño. Mientras meaba supo que habría pelea y que su arma, única que podía comprar, sería un machete. Salió y volvió otra vez al delirio del guerrero indochino y sus rudas técnicas de muay thai. No importaba si marcagallo o un simple hierro afilado, pero sabía que de machete se valdría. Se trabó un rato en el silencio, pensando en el machete y la batalla. Pero ahí nomás su mente saltó a otros sitios, a tristes recuerdos cercanos. Su mujer lo había abandonado. Quizás fuera su culpa pero no dejaba de sentirse triste y algo rebelde ante la injusticia de su partida. La vio, rememoró su cara y su cuerpo en la penumbra de la habitación, recostada sobre el colchón, pernoctando el necesario sueño para reponer fuerzas. Es un facilismo horrendo creer que el fin del amor llega estipulado como el del ciclo vital. El amor no muere de muerte natural. Ahora José León la veía en el momento de taparse la cara con la remera y naufragar en un llanto melodioso; abrir el grifo de la ducha y, ocultando su llanto, llorar porque sí, porque la vida es dura y uno no siempre puede responder de la mejor manera.

 

Al volver del sueño encontró un paisaje de colinas suaves con tupidas frondas de pino reforestado. Frontera so’o. Posadas los recibió con su picante solcito matinal. Al bajar en la Terminal le costó agilizar el cuerpo, destrabar los huesos. Respiró largo. Con apenas una mochila al hombro era el menos cargado de los viajeros. Sin esperar mucho salió a buscar su machete; lo compró en un negocio cercano. Nada parecido al de sus sueños, era un machete kolí, sin punta, más grueso en la extremidad superior que en la empuñadura, sumamente filoso, pesado y contundente. Cerca del mismo lugar desayunó un cocido negro con chipita. Tomándose un tiempo se puso a armar su plan de acción; ya estaba mal no haber venido con ninguno, pero la cercanía le imponía trazar uno que fuera factible. Sin embargo: ¿cómo sabría qué hacer si ni siquiera sabía contra quienes lidiaba? No sabía nada. Y si mataba a alguien tan pobre como él, ¿qué ganaba? Al llegar a ese punto se prometió no recular ante la situación ni menos interpelarse moralmente antes de que fuera necesario como hacen los cobardes buscando razones para apuntalar su flojera. Haría lo que fuera sin dudar.

La mejor hora para llegar era bien temprano a la mañana, de ser posible antes del amanecer. Siguiendo ese razonamiento desistió de seguir el trayecto hasta Puerto Rico ese día. Tenía que llegar a Triunfo a la hora indicada; llegar a su lote rápido y espiar, recabar información. En Encarnación vivía su sobrino Pablo y decidió ir en busca de su hospitalidad, pasar la noche en su casa y quizás pedirle que lo acompañara. Nunca lo había molestado y alguna vez lo había ayudado. No tenía más que su teléfono. Si no lo encontraba sacaría pasaje a Puerto Rico para la tarde y haría noche por allá, dormiría en la plaza o cerca del puerto para cruzar bien temprano a primera hora.

Por suerte Pablo conservaba el mismo teléfono y conversaron brevemente. Su sobrino se mostró interesado en que se vieran. Le propuso pasarlo a buscar por la costanera de Encarnación. Le indicó cómo hacer, cómo llegar al punto de encuentro. A él le pareció muy bien pues iba a tener tiempo de caminar y pensar solo. Irían a su casa y conocería a la familia de su sobrino. Por primera vez en todo ese tiempo, José León sintió que la fortuna le hacía un tímido guiño. Sin esperar más, cruzó la frontera. Contemplando Encarnación desde el puente le costó recordar su vieja fisonomía. Toda la zona baja de la ciudad había quedado sumergida por el lago artificial y una costanera hermosa ocupaba un sitial predominante en el nuevo espacio urbano. Cruzó la frontera sin problemas. Pero el momento de extrañeza quedó atado a su memoria, proyectando otros recuerdos de Encarnación, imágenes de esa vieja ciudad fantasma que había quedado bajo las aguas. Caminó por Avenida Irrazabal y luego tomó Pacu Cuá. La ciudad lucía mucho más joven y amnésica; caminó un tramo importante de la costanera centro, pasando la playa San José hasta que se encontró con Pablo Andino que lo pasó a buscar en su taxi.

El encuentro no abrió paso a la efusividad, característica que José no cultivaba. El relato de los motivos de su viaje fue franco y tempranero. Pablo manifestó su preocupación de la misma manera y antepuso que no podría acompañarlo y que él, como su familia, ahora era creyente. José no respondió nada. No esperaba nada. De repente, Pablo sacó de la guantera de su taxi un revolver calibre 38 y le pidió que lo conserve.

Por suerte yo, tío, tengo para mi protección un arma mucho más poderosa, le dijo.

Fueron atravesando avenidas y puentes hacia el oeste, corriéndose del ejido urbano. Roja y polvorienta por la sequía que asolaba al país, el coche se metió en una calle de tierra de las afueras y paró frente a una casa de estilo y techumbre colonial. Se adivinaba desde el auto la confortable amplitud de un patio favorecido por la sombra fresca de árboles nacidos en la región.

 

Como le sugirió Pablo, llegó a Natalio de noche y quedó en la casa de la madrina de Celsa, Ña Saida. Desde que puso un pie en el pueblo supo que los usurpadores y sus padrinos estarían al tanto de su llegada. Coronando una vida llena de múltiples errores y desajustes en sus relaciones, venía a entregarla, si era preciso, en defensa de su lote. A pesar de los equívocos, sabía también que la soberbia de sus enemigos lo favorecía. Le contó a Ña Saida del fin de su relación con su ahijada y ella se entristeció. Pese a su pobreza, la vieja lo quería como a un hijo, lo quería porque sabía que era justo y trabajador. José salió de madrugada de la casa de la señora y llegó a Triunfo antes de que amaneciera. Soplaba un viento fresco proveniente del Paraná. Antigua formación vegetal beneficiada por un suelo fértil, ahora la densa foresta había desaparecido bajo el peso mortal de los cultivos tecnificados y los aserraderos que fueron talando paulatinamente la selva. Ya ni el recuerdo quedaba de los enormes bosques. El camino desde el pueblo hacia su puerto ni siquiera ganaba el colorido de las colonias extranjeras donde la variedad de cultivos se esparce en cuadrículas de diversos colores y tonalidades. Aquí, entre manchones de selva acosada, la marea verde de la soja contrapunteaba con el suelo rojizo como un cuero curtido.

Esperó el primer clarear del día escondido en un montecito colindante. Su breve plan contemplaba que entraría en su propiedad cuando los usurpadores salieran rumbo a sus labores. Ya tenían ellos sus chacras nuevas. Se había informado por Leú, un bolichero viejo, gran favorecedor de los vecinos, que los intrusos eran arribeños. Nadie los conocía íntimamente pero se sabía que eran gente de Sotelo, el viejo sapo seccionalero. Él le había dicho que la familia estaba compuesta por un tipo alto y flaco, morocho, y su mujer, una señora rubia y gorda, que había otro adulto joven que los acompañaba, un muchacho de buena traza, al parecer hermano de la gorda, y que la pareja tenía seis hijos. Los adultos salieron rumbo a la chacra y José salió de su letargo. La niña mayor tendría 15 años, ella y un muchachito de 12 se fueron con ellos. El resto, tres niños y una niña, quedó en la casa.

Aguardó unos minutos más hasta que los perdió de vista e irrumpió en el rancho de tablas. Los niños preparaban el desayuno y su llegada los estremeció. Traía el machete en la mano y su cara distorsionada por la ira. El más chico se puso a llorar en el instante pero él permaneció inmutable sin proferir palabra. Se metió en la pieza donde dormían todos y empezó a sacar las pertenencias afuera del alambrado. Pronto se fue formando una pila de pequeños muebles, ropas y utensilios. Entonces ya todos lloraban sin parar y más cuando José León los agarró del hombro y de los brazos y los sacó al callejón. Algunos vecinos se congregaron a la distancia. Para entonces los intrusos habían sido alertados de lo que pasaba y volvieron de sus chacras.

Imaginó la situación: el enfrentamiento entre pobres, más habitual que el pan nuestro de cada día, el odio de esas personas, si es que acaso puede haber fuerza para odiar, es brutal. Mi compañero no puede explicar de qué se alimentaba su furia. Como una fiera acorralada por la situación, sabía que tenía que proceder. Sólo recuerda haberlos visto venir a su encuentro. Personas pobres y desgraciadas, pienso yo. Mucho más desgraciadas que él. Gente queresa, dice José León. Lo hubieran matado sin piedad si él flojeaba. Quisieron retobarse luego, me dice. El más joven encaró puñal en mano pero José, mandando un mandoble de izquierda a derecha neutralizó su ataque con un machetazo en el brazo derecho apenas arriba del codo. El muchacho largó un grito prolongado y reculó, se echó en el piso y aterrorizado por la sangre que le caía del brazo, se desmayó. José León reculó pero no de miedo ni de la impresión sino preparando el segundo envión, esta vez contra el jefe de familia. La mujer gorda, desesperada, se arrojó sobre su hermano para que no lo matara y el marido llamó a la tranquilidad. Accediendo a los requerimientos de mi amigo, el tipo retiró sus cosas y se congregó en silencio junto a sus hijos a la vera del callejón hasta que vino la camioneta con un lacayo de Sotelo al volante y se los llevó del lugar.

Tras el conflicto, la casa se pobló de curiosos. José largó la bola de que tenía bala para responder si querían atacarlo. Se rumoreaba que Sotelo vendría en persona a arreglar cuentas. Otros hablaban de que intervendría la justicia pues el joven estaba en grave estado. José mostró ante los curiosos el arma que le había prestado Pablo. Precavido, sin embargo, ni bien oscureció se metió en la cocina y estuvo alerta hasta bien tarde. Y recuperando el ingenio que lo había mantenido con vida en tiempos del cuartel, cuando perdido en el Chaco boreal durmió sobre un árbol para protegerse de los animales salvajes, se colgó del cinto a la rama de un lapacho. Por varias noches tomó el mismo recaudo. Alimentándose con cocido y reviro, no dejó su casa un segundo.

 

Varios meses después, en un ínterin que me dejó la militancia y el trabajo, fui a visitar a José. Crucé por Puerto Rico, Misiones. Me impresionó el paisaje, el río, el color de la tierra. Él me vino a buscar con su moto a Puerto Triunfo. Yo temía un posible guasu api. Nada es más fácil que emboscar a dos tipos en moto. Esperarlos pertrechado en un monte y dispararles a traición. En el ánimo de José, sin embargo, el problema parecía que ya se había tornado cosa del pasado, un motivo de gracia, un chiste. Me fue contando con precisión algunos bochinches que acontecieron luego de la embestida, con un par de hurreros de la seccional, en Natalio, y se reía con gusto soltando ese sapukái jubiloso al final de la carcajada. Se había ganado el respeto. Lo tenían como a un tipo tauro.

Pronto capté que estaba ansioso de recibir noticias. Había hecho todo como me lo había pedido. Había vendido su casa, evitando que se metieran sus sobrinos, y le había entregado el dinero a Celsa que había vuelto a formar pareja. Calculé que la noticia de Celsa lo entristecería y se lo conté todo breve y rápidamente, durante el terere. José dijo que era esperable. Me preguntó sobre su hijo y dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a mí, que lo iría a visitar en unos meses. Luego cambió de tema y siguió el relato de la recuperación de su lote, manteniendo el tono encendido y gracioso, pero manifestando también una reflexividad melancólica que no dejaría más.

Era finales de septiembre y los pocos días que estuve con mi amigo me sirvieron para aprender algunos conocimientos de agricultor. Lo ayudé a sembrar rama. Cultivamos los pequeños trozos de la variedad kano y José me tomó unas fotos con el celular para reírse un rato. En verdad estaba contento de haberlo ido a visitar. Sin embargo, a cada momento me acechaba la certeza de que mi amigo se había atado a una pelea desgastante que no tenía otro final que una derrota lenta y demoledora. Se lo dije. Va a ser muy difícil para vos vivir en este lugar, mi cuate. Más aún sin compañera. Y eso suponiendo que la revancha no se estaba preparando y que Sotelo no iba a responder. Pero no, él me hizo notar que lo difícil no era vivir contrariado con el mafioso del pueblo sino cercado de tanta gente miedosa.

Mis vecinos que se escondieron bajo tierra durante el pleito son los que me apeligran. No el sapo seccionalero ese. Sé que me debo ir de este lugar. Pero lo haré cuando sea el momento, me respondió.

Ya no tenía amistad con ningún vecino. Solo aceptaba la compañía de Marcial, un guaraní que vivía a media legua en una parcelita de monte. De pocas palabras, Marcial era, sin embargo, de buena conversación. Se conocían desde hacía tiempo y se visitaban con frecuencia. Les gustaba hablar de temas relacionados a la chacra, aperitando tranquilos. José tenía admiración por su amigo, lo consideraba un sabio. Me contó un chiste surgido de esas conversaciones y me reí mucho también. Una tarde que lo visitó, dijo, el hilo de la conversación se fijó en el incidente. José quería tratar otros asuntos, hablarle de su separación, necesitaba consolarse, pero Marcial había quedado sorprendido por su reacción contra los intrusos y quería hablar de eso. La escena que más lo había pasmado era cuando sacó a las niños de su casa, llevándolos a los empujones hacia al callejón.

 

José León que no quería hablar de eso se puso a hablar, intentando desviar la conversación a la destrucción del paisaje y recordó cuando recién se realizaban las mensuras y el loteo de las tierras. Había unos pocos ranchos de tablas que se alzaban entre la vegetación tupida. Selva virgen, hermosa, poblada de animales y plantas, todo el territorio estaba poblado por campesinos de otros rincones del país, verdaderos sujetos de la Reforma Agraria. Ahora el paisaje lampiño y mecanizado era como una alfombra verde botella que sujetaba las lomadas apacibles. Nadie, salvo ese indígena y él, como entonces yo, mientras chupaba la bombilla haciendo sonar la yerba mojada contra los meandros cavernosos de la guampa, verían en ese terrible cambio el enorme espesor del desasosiego.

Lo que me he enterado al verte aquel día, dijo entonces Marcial, es que tienes un corazón muy duro, mi amigo. No dudaste nunca. Ni ante los niños.

El raro elogio del paisano no alegraba para nada a su compañero.

No es así, mi estimado. Es la necesidad la que me impuso una tarea que nunca hubiera querido realizar. ¿No pensaste acaso que lo tuve que hacer forzado por la necesidad? ¿Qué otra cosa tengo yo más que mi lote? En esta tierra está mi herencia, con ella me vine de Carmen del Paraná para hacerme un hogar. No poseo otra cosa.

No, mi amigo. Claro que lo pensé. De todas formas, difícilmente me vas a convencer que no tenés un corazón duro.

No lo creo así…

Sí py, insistió el indio, moviendo la bombilla, sorbiendo el tereré lentamente. Me gustaría, si se puede, me mostrés tu machete.

Sí, claro, le respondió José; se metió en la cocina y volvió con él.

En todo caso, ustedes, los hermanos indígenas, también han endurecido su corazón como piedra a causa de las desgracias… Yo sé que vos sos inquebrantable, estimado Marcial, replicó José León, pasándole el machete.

Grande te equivocás. Suficiente con decirte que la semana pasada murió mi madre. Ya estaba muy anciana, la pobre. ¿Y sabe qué, mi amigo? Haimetete cherasẽ. Casi lloré.

 


Del libro Bala pombero. Arandurã. Asunción: 2018


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